
- 193 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Jorge Sand y la novela de costumbres
Descripción del libro
«Jorge Sand y la novela de costumbres» recoge una conferencia literaria de Carlos Roxlo sobre la escritora Amantine Aurore Lucile Dupin, mundialmente conocida por su seudónimo literario George Sand, una de las más notables representantes del romanticismo europeo. Roxlo, escritor romántico a su vez, analiza el costumbrismo en las obras de la escritora francesa.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Biografías literariasII
SU SEGUNDO MODO
11.-Hasta enero de 1835. — Declaro que me ocuparé con brevedad suma del segundo de los modos de Jorge Sand. No me interesa su metafísica ni me convence su socialismo. Ya en Lelia nos dijo que había sido sensible a cuanto tienen de poético y grande las religiones; pero agregó que ninguno podía devolverle la virtud o la facultad de engañarse a sí misma. En Lelia nos dijo también que la más grande de las desgracias era llegar al escepticismo por la poesía y a la duda por el entusiasmo. En Lelia nos dijo igualmente que no encontraba forma bajo la cual le resultase apetecible la vida futura, a pesar de desearla con un deseo que quema y devora como una pasión. Así Jorge Sand, en 1834, siente la mordedura de una enorme inquietud filosófica: está enferma de misantropía; la angustia su propio vacío espiritual. Contándole la alegría que le produjo el regreso a Nohant, después de una ausencia que duró dos años, le escribe ( 19 ) en Septiembre de 1834 a Julio Noraud: “Todo esto penetró un día entero en este corazón gastado y desolado; todo esto le hizo saltar de júbilo, pero no le ha curado ni rejuvenecido; es un muerto que el galvanismo logró estremecer, pero que vuelve a estar más muerto que antes. Reinan el hastío y la desesperación en mi alma, Malgache”, (pág. 100). Vuelve a escribirle, poco después, al mismo: “Has sufrido, has amado, tu inteligencia es grande; has visto mucho, leído mucho; has viajado, observado, reflexionado, juzgado la vida bajo múltiples aspectos. Viniste a encallar, tú, cuyo destino pudo ser brillante, sobre un pequeño rincón de tierra donde te has consolado de todo plantando árboles y regando flores. Dices que padecistes al principio, que batallastes con tu propio ser, que te has impuesto el trabajo físico. Cuéntame detalladamente la historia de esos primeros tiempos, para después decirme el resultado de todos esos combates y de toda esa virtud. ¿Volvió la calma? ¿Soportas sin agriarte y sin desesperación los incidentes incómodos de la vida doméstica? ¿El sueño te rinde no bien te acuestas? ¿No hay, en tu cabecera, un demonio en forma de ángel que le grita: ¡El amor, el amor! ¡La felicidad, la vida, la juventud! — en tanto que tu corazón desolado responde: ¡Es demasiado tarde! esto pudo ser y no ha sido?—¡Oh, amigo mío! ¿pasas las noches enteras llorando tus ensueños y diciéndote: Yo no he sido dichoso?” (pág. 104). “¡Ay de mí! si pudiese como tú apasionarme por un insecto! Yo, sin embargo, amo todo eso y ninguno está mejor organizado que yo para gozar de la vida. Simpatizo con todas las hermosuras, con todas las gracias de la naturaleza. Como tú examino largo tiempo y con delicias el ala de una mariposa. Me embriago, como tú, con el perfume de una flor. También me gustaría construirme una choza y llevar mis libros; pero me sería imposible permanecer allí, porque las flores y los insectos no pueden consolarme de una pena moral” (pág. 105). Hablando de la desesperación que la tortura, le escribe a Robinat: “Y ¿ por qué este lívido espectro ha venido a extender sobre mí sus miembros pesados y fríos como la nieve? ¿Por qué la amargura ha entrado tan adentro en mi corazón, que todos los bienes, que todos los consuelos que mi razón admite, mi instinto los rechaza? ¿Cuál es la causa de que yo te dijera, la otra noche, en el jardín, penetrada el alma por una superstición sombría: Hay en la naturaleza una voz que me grita en todas partes, desde el seno de la yerba y del follaje, del eco y del horizonte, del cielo y de la tierra, de las estrellas y de las flores, del sol y de las tinieblas, de la luna y de la aurora, y de la misma mirada de mis amigos: Vete, tú no tiene ya nada que hacer aquí” (pág. 118). En el mismo año, 1834, le escribe a Francisco Rollinat: “Me incomoda mucho haber escrito ese mal libro que se llama Lelia, pero no me arrepiento; ese libro es la acción más osada y más leal de mi vida, aunque, a causa de los resultados, sea la más loca y la más a propósito para disgustarme de este mundo. Hay muchas cosas que nos hacen rabiar y de las que nos burlamos al mismo tiempo; muchos insectos que nos pican y que nos impacientan sin encolerizarnos; muchas contrariedades que convierten la vida en fastidiosa y que, sin embargo, no engendran la desesperación que mata”. “Si me incomoda haber escrito Lelia, es porque no puedo escribirla más. Estoy en una situación de espíritu que se parece de tal modo a la que he pintado y experimentado cuando escribí ese libro, que me sería un alivio enorme poder recomenzarle” (pág. 122). Rollinat parece que le pregunta si aquel romance es una comedia, y su autora responde: “Te diré que sí y que no, según los días. Hubo noches de recogimiento, de dolor austero, de entusiasta resignación en que escribí frases hermosas de buena fe. Hubo mañanas de cansancio, de insomnio, de cólera, en que tomaba a burla la vigilia de la noche precedente, y en que pensé todas las blasfemias que escribí. Hubo tardes de humor irónico y bufón, en que, para escapar como ahora al pedantismo de los otorgadores de consuelo, me complací en hacer a Trenmor el filósofo más vacío que una calabaza y más imposible que la felicidad. Aquel libro tan malo y tan bueno, tan real y tan falso, tan grave y tan jocoso, es sin duda el más profundamente, el más dolorosamente, el más ásperamente sentido de todos los que cerebro en demencia produjo hasta ahora”. — “Los que creyeron leer una novela, han tenido razón declarándole detestable. Los que han visto en realidad lo que la alegoría ocultaba de más tristemente casto, han tenido razón para escandalizarse. Los que esperaban ver un tratado de moral y de filosofía salir de aquellos caprichos, han hecho muy bien encontrando absurdo y fastidioso el desenlace. Sólo aquellos que, sufriendo de las mismas angustias, le han escuchado como una queja entrecortada, — mezcla de fiebre, de sollozos, de lúgubres risas y de juramentos, — lo han comprendido muy bien y le aman sin aprobarlo. Piensan en absoluto como yo: es un espantoso cocodrilo, muy bien disecado, un corazón todo en sangre, puesto al desnudo, objeto de horror y de piedad” (pág. 123). — Este era el estado de su espíritu cuando se encontró con Miguel de Bourges, — al que ella llama Everardo, en su Histoire de ma vie y en sus Lettres d’un voyageur.
12.-Hasta 1842. — Miguel, según la Sand ( 20 ) era enfermizo: el hígado, el pulmón, el estómago funcionaban mal, a pesar de su vida sobria y austera. No teniendo aún treinta y siete años, parecía un viejo de baja estatura, enjuto, calvo y encorvado; agradaban, es cierto, su semblante hermoso en su palidez, sus dientes magníficos, sus ojos de miope llenos de candor y dulzura (IV, pág. 317). Friolento en todas partes y en todas las estaciones, se cubría la cabezaen la intimidad, con tres o cuatro pañuelos de seda anudados al azar los unos sobre los otros. El ropón no ceñido, los gruesos zapatos, la camisa blanca, fina, recién puesta, denunciaban su apego a lo cómodo y a lo pulcro. De índole bondadosa, era, sin embargo, brusco, familiar en exceso, acerbamente franco, imperativo, hasta despótico en la imposición de su voluntad. Sencillo en los diálogos familiares, hechizaba con el gesto, con la música de la voz, con lo grandilocuente de los períodos, al defender sus ideas comunistas, al atacar el derecho de propiedad, al describir la llegada de los humildes a la tierra prometida de lo futuro. No logró convencerla. El comunismo de Babeuf le pareció a la Sand un medio insensato para llegar al reparto de la dicha entre todos los hombres (IV, pág. 329). No cree en la edad de oro floreciendo sobre los escombros del viejo mundo; se ríe del paraíso terrestre floreciendo sobre las ruinas del arte, de la industria, de las bibliotecas, de todas las conquistas intelectuales que realizó el hombre civilizado. ¡La sangre y las llamas! ¡el puñal y la antorcha! ¡ el porvenir saliendo de las entrañas de la tierra para escuchar el grito victorioso de las hordas de Atila! Y la Sand se burla un poco de Miguel. Gracias a Miguel, sin embargo, su orgullo de solitaria, de no comprendida, de escéptica sublime, entrevé un ideal que funde el hielo de su corazón (IV, pág. 337). Miguel además, la persuade de que la verdad religiosa y la verdad social son indivisibles porque se completan recíprocamente; pero aún los ojos de la escritora no ven si no una espesa neblina, un poco dorada por la claridad de las dos verdades ocultas detrás de su tupido velo (IV, página 357). Aunque no lo parezca ya está iniciada la transición: fué a Bourges para hablar de sus negocios y disgustos domésticos con un abogado; pero éste impresiona sus sentidos, conquista su inteligencia, y concluyen por hablar de república, de comunismo, de los hombres, del futuro, de todo siempre y a ratos perdidos de los asuntos de Aurora Dupin. Es claro que resiste; forcejea con la corriente que quiere arrastrarla. ¡La política! ¡la lucha social! ¡la igualdad! ¡los que explotan y los que sufren! Está bien; pero, ¿y sus viajes? ¿y sus divagaciones? ¿y su trabajo sin compromisos? ¿y la musa de sus romances, la divina pasión?, ¿y su independencia de solitaria? — Y desde el 11 hasta el 23 de Abril de 1835 ( 21 ) le escribe varias cartas, defendiendo esa dulcísima independencia, al enfermizo y elocuente Everardo. Aquellas cartas son muy hermosas, por los variados tonos que prestan a su estilo, la ironía, el sentimiento, la duda, el entusiasmo, el deseo de ser vencida y el temor de dejarse vencer. No es ambiciosa: le basta el reino de sus visiones. “Todos los tronos de la tierra valen para mí menos que una pequeña flor al borde de un lago de los Alpes” (pág. 153). — Que otros hagan la guerra y dicten la ley; ella guarda su amor y su culto para los lirios de los campos, cuyo vestido es más precioso que el de Salomón. Es claro que simpatiza con la república. Todos los nombres están vacíos; pero, a lo menos, los de patria y libertad son armonioscs. El de legitimidad se hizo para los cortesanos y el de obediencia para los gendarmes. A pesar de eso prefiere el ruido de los torrentes al clamor de la muchedumbre: “No soy más que un pájaro de pasaje en la vida humana; no hago nido ni incubo amores sobre la tierra; iré a golpear con el pico a tu ventana de cuando en cuando, y te daré noticias de la creación a través de la reja de tu cárcel, para emprender de nuevo mi marcha sin rumbo por los campos aéreos, nutriéndome de mosquitos, mientras os repartís las cadenas y las coronas con tus iguales” (pág. 154). Su “ateísmo social” no es tan ciego y tan sordo como imaginan. Su indiferencia no le ha impedido reconocer que la primera, y la única ley invariable de la moral, es la augusta ley de la igualdad humana. — No está dispuesta á deliberar; su función no es parlamentaria, no es legislativa; pondrá a los pies de vuestro ideal, que es el mejor de los ideales, su existencia y sus bienes, pero no su espíritu, que ya entregó a los silfos y a las ninfas de lo poético. “República, aurora de la justicia y de la igualdad, divina utopía, sol de un porvenir quimérico tal vez, salve! brilla en el cielo, astro que pides poseer la tierra. Si desciendes sobre nosotros antes de que se cumplan los tiempos previstos, me hallarás pronta para recibirte y completamente vestida ya de acuerdo con tus leyes suntuarias. Mis amigos, mis maestros, mis hermanos, salud! mi sangre y mi pan desde ahora os pertenecen, esperando que la república los reclame” (pág. 167). — “Pero tú, ídolo de mi juventud, amor de cuyo templo deserto para siempre, adiós! A pesar mío, mis rodillas se doblan y mi boca tiembla al decirte esta palabra irreparable. Una mirada aún, todavía la ofrenda de una guirnalda de rosas abiertas recién, las primicias de la primavera, y adiós! Ya basta de ofrendas, no más arrodillamientos! Dios insaciable, toma levitas más jóvenes y dichosos que yo, y no me cuentes ya en el número de los que te invocan! Pero, ay de mí! que no puedo maldecirte al marcharme —¡ oh tormentos, oh delicias! — y que ni siquiera te puedo formular un reproche. A tus plantas depositaré una urna funeraria, emblema de mi eterna viudez. Tus jóvenes levitas la derribarán, danzando en torno de la imagen tuya; la romperán y seguirán amando. Reina, amor, reina, hasta que la república y la virtud te corten las alas” (pág. 168). — He dicho que ha empezado la transición: lo prueba, a despecho de su retoricismo, ese grito de despedida al numen, al dios de su juventud. Ya sabe que hay otras cosas tan dignas de alabanza y de sacrificio como el amor, derechos tan sagrados y tan indiscutibles como los derechos de la pasión. Oíd todavía: ¿“Alguno quiere mi vida presente y futura? Con tal de que la ponga al servicio de una idea y no de una pasión, al servicio de una verdad y no al servicio de un hombre, consiento en acatar las órdenes que me dé. Pero, ¡ay de mí! os advierto que sólo sirvo para ejecutar brava y lealmente la orden recibida. Puedo hacer y no deliberar, porque no sé nada y no estoy segura de nada. No puedo obedecer sino cerrando los ojos y tapándome los oídos, para no ver ni oir cosa alguna que me disuada. Puedo marchar con mis amigos, igual que el perro que ve a su patrón partir con el navio y que se arroja al mar para seguirle a nado hasta que la fatiga concluya con él. La mar es grande, amigos míos, y yo soy débil. Sirvo únicamete para soldado y no tengo más que cinco pies de altura”. — No importa, llevadla, os seguirá sin estar convencida de que sois los llamados a fundar en este mundo el reino de Dios. — Duda de la eficacia de vuestra empresa, sabe que la verdad no habita entre los hombres, pero marchará a vuestro lado, porque sois sus amigos, los descendientes de Prometeo, los amadores de la inflexible Justicia. Marchará, sea cual fuere el matiz de vuestra bandera, a condición de que vuestras falanges no abandonen nunca el camino del porvenir republicano; marchará, sí, en nombre de Jesús, “que ya no tiene sobre la tierra sino un verdadero apóstol”; en nombre de Wáshington y de Franklin, en nombre de Saint-Simón (págs. 182 y 183). — Listz la relacionó con Lamennais. ( 22 ) Ese es el apóstol de que habla en su carta a Everardo. En materia social no se entendieron, ella caminaba muy aprisa y él con lentitud; pero, en cambio, la novelista sintió reanimarse la luz de su esperanza con el óleo de la filosofía religiosa del ermitaño del Encinar (IV, pág. 362). — Este alentó aquel anticatolicismo que hallaréis en Lelia ( 23 ) La Sand nos dice allí que el catolicismo es un durmiente que nunca despertará; que el catolicismo traicionó a todas las grandes inteligencias, que, ávidas de ideal, pretendieron vivificarle; que una filosofía nueva, una fe más pura y más iluminada va a levantarse en el horizonte; que para su alma la adoración de la cruz es la adoración del sufrimiento humano, que se resigna con la esperanza de lo divino: el sufrimiento humano tiene por emblema a Cristo, al mártir del Gólgota, al ajusticiado de Jerusalén. Lamennais azuló el cielo sombrío de estas ideas con el rayo de luz de un deber dignificador. No es una solución para los que dudan, para los que sufren y desesperan, dejar que el orgullo y el egoísmo los encierren en la torre sin ventanas de la propia individualidad. El derecho a la dicha personal debe sustituirse por un derecho cien veces más alto: el derecho del hombre a sacrificarse por el hombre, porque es la abnegación, y no el egoísmo, la piedra angular de las religiones y de las sociedades. Miguel magnificando con su elocuencia los principios republicanos, incluyéndola despectivamente entre los desertores de la democracia, y Lamennais diciéndole que los corazones nos han sido dados como místico don que todas las criaturas pueden reclamar, la preparan para someterse al influjo todopoderoso de Pedro Leroux.
13.-La influencia de Pedro Leroux. — Este es tímido, orgulloso, no joven, no acicalado, vacila al principio de la exposición de sus ideas; pero se entusiasma y entusiasma, se conmueve y conmueve, se persuade y persuade a medida que las desarrolla, que las pule, que las hace brillar en retóricos y vehementes discursos. Nace en París en 1798. — Ya en el pórtico de la Escuela Politécnica, — estudiante no torpe y aplicadísimo, — reveses de fortuna le obligan a ganar el pan de los suyos primero de albañil y después de tipógrafo. Inventa una máquina de componer llamada planotipia, escribe en el Globo, funda la Enciclopedia nueva y la Revista Independiente, que logró cierta celebridad por sus ataques al eclecticismo universitario y a la religión católica. Ingresó en la secta sansimoniana en 1831 y publicó en 1840 una obra de filosofía, en dos tomos y que se titula: De la humanidad, su principio y su porvenir. — El hombre, después de haber pasado por tres esclavitudes, las castas de familia, las castas de patria y las castas de propiedad, se acerca a la tierra prometida, al oasis del comunismo. Para que el sufrimiento termine, para que reposemos a la sombra de las verdes palmeras del oásis, es necesario que la humanidad se liberte de los lazos que la esclavizan, y que, bajo pretexto de civilizarla más, la hunden más cada vez en el fango de los intereses materiales. El mal es necesario, la felicidad absoluta es una quimera lo mismo que el infortunio absoluto; y defiende la doctrina de la metempsicosis, de la trasmigración de las almas después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos. El hombre llega a Dios por la humanidad. Dios es la belleza soberana y hacia él gravitamos; pero del mismo modo que los cuerpos colocados sobre la superficie de la tierra gravitan hacia el sol, porque forman parte de la tierra esclava de la ley que rige a los mundos, los hombres sólo en la humanidad y con la humanidad gravitamos espiritualmente hacia Dios. — Las cartas ( 24 ) escritas por Jorge Sand desde diciembre de 1835 hasta febrero de 1843, todas están impregnadas ya de un perfume humanitario, generoso, nobilísimo y que prueba que Pedro Leroux no hizo otra cosa que completar la evolución. A su hijo Mauricio le escribe el 15 de diciembre de 1835: “La naturaleza, pobre hijo mío, es una buena madre, es Dios, o por lo menos, su obra; ella es la que nos da las cosechas, los bosques, las frutas, los prados, las lindas flores que amo tanto yo y las bellas mariposas que tú cuidas tan bien. La naturaleza ofrece voluntaria todos sus productos al que los siembra esperanzado en la recolección. Los árboles no rehusan su fruto al viajero que los coge al pasar y las legumbres nacen tan lozanas en el mantillo de un jardinero como en una huerta de príncipe. La sociedad es otra cosa: son los contratos que celebran los hombres para el reparto de los frutos de la naturaleza. No es la justicia, no es el sentimiento natural, lo que ha dictado esas leyes: es la fuerza. Los débiles han obtenido menos que los otros, y los ínfimos nada obtuvieron. El derecho a la herencia mantuvo esta desigualdad, y después, en las épocas civilizadas como nuestra época, los más instruidos y los más hábiles se hicieron ricos, sin que por eso fueran mejores. Los pobres ignorantes siempre estuvieron y estarán siempre en una espantosa miseria, si nada se hace por ayudarlos. Dí, pues, que la sociedad es injusta, pero no que es injusta la naturaleza” (I, pág. 331). El 3 de enero de 1836 le escribe al mismo: “Hace cincuenta años que se ha entablado una guerra encarnizada entre los sentimientos de la justicia y los de la avidez. Esta guerra está muy lejos de su conclusión, aunque llevan por el momento la mejor parte los avariciosos. Hay más brutos que malvados entre los que defienden la propiedad sirviéndose de los fusiles y las bayonetas. Esto, en la mayoría de ellos, es el resultado de una educación antiliberal. Sus padres y sus maestros les predicaron, al enseñarles a leer, que el régimen mejor es el que conserva a cada uno su propiedad. De ahí que llamen revolucionarios, bandoleros y asesinos a los que dan su vida por la causa del pueblo”. — “Me parece que la tierra pertenece a Dios, que es el que la creó entregándosela a los hombres para que siempre les sirviese de asilo; pero no puede haber entrado en sus designios que los unos revienten de indigestión mientras mueren los otros de necesidad. Todo lo que sobre esto pueda decirse no me impedirá entristecerme y encolerizarme cuando veo que un pobre llora a la puerta de un rico” (I, págs. 333 y 335). — El 11 de febrero de 1836 le escribe a Gueroult: “Amo a vuestros proletarios primero porque son proletarios, y después porque creo que en ellos está el germen de la verdad, de la civilización futura” (I, pág. 340). — El 15 de febrero de 1836 se dirige a la familia Sansimoniana de París para decirle que “considera inseparable la idea de la república de la idea de la regeneración social. Los brazos enérgicos de los republicanos, que son la milicia del porvenir, crearán la ciudad, mientras las sagradas predicaciones del sansimonismo crearán el vecindario. Es preciso, para no retardar la venida de los tiempos anunciados, que desaparezca la división que los separa sobre el mismo campo de batalla en que combaten por la misma idea” (I, pág. 342). — Como es lógico no se han suavizado, sino hecho más amargas sus opiniones sobre el amor y el matrimonio. El 21 de enero de 1836, época en que está redactando el último volumen de Lelia, le escribe a la señorita Leroyer de Chantepie: “El amor es una cosa mala o cuando menos una peligrosa tentativa. La gloria es hueca y el casamiento es odioso. La paternidad tiene delicias inefables, pero, sea por culpa del amor o por culpa del matrimonio, hay que comprarlas a un precio que yo a ninguno le aconsejaría que pagase. Cuando estoy lejos de mis hijos, cuya educación absorbe una gran parte de mi tiempo, busco la soledad y encuentro en ella, desde que he renunciado a muchas cosas imposibles, dulzuras inesperadas”. (II, pág. 24). — El 28 de agosto de 1842 le escribe a la misma, que es preciso “changer la societé de fond en comble” — cambiar la sociedad de arriba abajo, enteramente y agrega: “Creo en la vida eterna, en la humanidad eterna, en el progreso eterno, y como, en lo tocante a éste, he abrazado las creencias del señor Pedro Leroux, os remito a sus demostraciones filosóficas. Ignoro si ellas os satisfarán; pero no puedo daros otras mejores. En lo que me atañe ellas han resuelto completamente mis dudas y fundado mi fe religiosa, Pero, me diréis, ¿es preciso renunciar, como los monjes del catolicismo, a todo goce, a todo acto, a toda manifestación de la vida presente en la esperanza de una vida futura? No creo que esto sea un deber sino para los cobardes y los impotentes. Que la mujer, para escapar al sufrimiento y a la humillación, se preserve del amor y la maternidad, es una conclusión romántica que ensayé en la novela Lelia, no como un ejemplo a seguir, sino como la pintura de un martirio que tal vez logre que mediten los jueces y los verdugos, los que hacen la ley y los que la aplican” (II, pág. 231). El 26 de febrero de 1843 le escribe a Carlos Poney, hablando del libro de Leroux: “Como esta es la sola filosofía que sea clara como el sol y que habla al corazón como el Evangelio, me he sumergido en ella y me he transformado: he encontrado la calma, la fortaleza, la fe, la esperanza y el amor paciente y perseverante de la humanidad”. — “Necesitaréis un año, acaso dos, para penetraros de esta filosofía que no es extraña y algebraica como los trabajos de Fourier, y que adopta y reconoce todo lo que es verdadero, bueno y hermoso en todas las morales y las ciencias del pasado y del presente” (II, pág. 259). — Resumiendo: unas veces por impulso propio, otras veces por influencias extrañas, y otras veces por el acuerdo de estas influencias y de aquel impulso, desde Indiana a Mauprat va decreciendo la fe de la Sand en las religiones positivas y muy especialmente en el catolicismo; pero, en cambio, desde Indiana a...
Índice
- Jorge Sand y la novela de costumbres
- Copyright
- Other
- DEDICATORIA
- I SU PRIMER MODO
- II SU SEGUNDO MODO
- III SUS OBRAS MAESTRAS
- IV NUESTRA SEÑORA DE NOHANT
- FE DE ERRATAS
- Sobre Jorge Sand y la novela de costumbres
- Notes