Memorias del subsuelo
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Memorias del subsuelo

Fiódor Dostoyevski

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Memorias del subsuelo

Fiódor Dostoyevski

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Información del libro

Memorias del subsuelo fue escrita en un momento en el que el autor padecía grandes trastornos emocionales producto de que su mujer se estaba muriendo y él mantenía una relación sentimental con una joven, lo que le causaba dudas y remordimiento. Al tiempo del fallecimiento de su esposa, Maria, también falleció su hermano más cercano, Mijaíl. A estos problemas personales, se agregaban además situaciones político sociales muy complejas, tales como la clausura de sus revistas por parte de las autoridades y su adicción al juego, que le traería graves problemas financieros. El resultado de esta situación histórica, personal y anímica es una obra maestra que en pocas páginas concentra más contenido filosófico que ninguna otra obra del autor, y en la que se plantean las cuestiones más extremas que un hombre pueda experimentar.En Memorias del subsuelo un funcionario va narrando las memorias de su tragedia personal, y Dostoyevski logra hacer de él uno de los mejores y más sorprendentes antihéroes de su obra literaria.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726484564
Categoría
Literature
Categoría
Classics

VI

Al otro lado del tabique empezó a roncar un reloj. Se diría que era un hombre al que apretaban violentamente por la garganta. A este ronquido considerablemente largo siguió un agudo y ridículo campanilleo, tan claro, que daba la impresión de que alguien había avanzado de pronto. ¡Eran las dos! Volví a la realidad. No estaba durmiendo, pero sí sumido en una especie de sopor.
La oscuridad era casi absoluta en aquella habitación reducida, de techo bajo y tan repleta de muebles, que apenas se podía uno mover. Había allí un gran armario ropero, sombrereras, vestidos tirados en desorden, trozos de ropa. El cabo de vela que ardía en un rincón, sobre una mesa, se consumía y sólo emitía ya un débil resplandor. Transcurridos unos minutos, la oscuridad sería completa.
Volví en mí rápidamente. Me acordé de todo inmediatamente, sin esfuerzo, como si mis recuerdos estuvieran esperando mi despertar para precipitarse sobre mí. Por otra parte, incluso cuando estaba aletargado, persistía en mi cerebro una especie de idea fija de la que no podía librarme y alrededor de la cual giraban pesadamente mis pensamientos. Pero me ocurrió algo extraño: al despertar, todo lo que me había sucedido aquel día me pareció que había pasado hacía mucho tiempo, que había vivido aquellos hechos años atrás.
Tenía la cabeza pesada. Me parecía que algo giraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietaba y me excitaba. La angustia y la cólera hervían de nuevo en mi interior y buscaban una salida. De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertos que me miraban fijamente, con obstinada curiosidad. Aquella mirada era glacial, sombría, indiferente; parecía proceder de muy lejos y producía una impresión en extremo desagradable.
Una idea oscura surgió en mi espíritu y comunicó a todo mi cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que se experimentaría al penetrar en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me pareció natural que aquellos ojos hubieran empezado a examinarme entonces, en aquel instante. Recuerdo también que en las dos horas que acababan de transcurrir no había cruzado una sola palabra con aquella joven y que ni siquiera me había parecido necesario hacerla. Por el contrario, aquel silencio me producía cierto placer. Y en aquel momento vi claramente la sinrazón, la fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e impúdicamente, empieza, sin ningún preámbulo por el acto que corona el verdadero amor. Nos estuvimos mirando un buen rato, y ella sostuvo mi mirada sin que cambiara la expresión de la suya, tanto que acabé por sentir cierta inquietud.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté bruscamente, para poner término a aquella situación.
—Lisa me respondió casi en un susurro, pero sin ninguna amabilidad y apartando sus ojos de los míos.
Enmudecí.
—¡Qué mal día hace!… Nieve y más nieve… ¡Es triste! —dije después, como hablando conmigo mismo y cruzando con gesto melancólico los brazos debajo de la nuca fijé la vista en el techo.
Ella no me respondió. Su silencio me mortificaba.
—¿Eres de aquí? —le pregunté con cierta irritación y volviéndome ligeramente hacia ella.
—No.
—De dónde has venido?
—De Riga —repuso con un gesto de repugnancia.
—¿Eres alemana?
—No, rusa.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—¿Dónde?
—En esta casa.
—Desde hace dos semanas.
Su voz era cada vez más ronca. La vela se había apagado. Ya no me era posible distinguir su rostro.
—¿Tienes padres?
—Pues… sí.
—¿Dónde están?
—En Riga.
—¿Qué hacen?
—Nada de particular.
—Bueno, pero ¿a qué se dedican, de qué viven?
—Son pequeños burgueses.
—¿Vivías con ellos?
—Sí.
—¿Qué edad tienes?
—Veinte años.
—¿Por qué los dejaste?
—Cosas de la vida.
Esta contestación significaba: «Déjame tranquila; no tengo humor para nada». Los dos enmudecimos.
Sólo Dios sabe por qué no me iba. Tampoco yo tenía humor para nada. Estaba angustiado. Sin que yo hiciera el menor esfuerzo mental, por impulso propio, las imágenes del día que acababa de transcurrir pasaban y volvían a pasar en desorden ante mi memoria. Recordé de improviso una escena que había presenciado en la calle cuando me dirigía, absorto, al ministerio.
—Esta mañana sacaron un ataúd, y poco faltó para que se les cayera.
Dije esto en voz alta, pero sin darme cuenta. No pretendía en modo alguno reanudar la conversación.
—¿Un ataúd?
—Sí, en la plaza del Heno. Lo sacaron de un sótano.
—¿De un sótano?
—Sí, de una habitación del subsuelo… Bueno, ya comprenderás: de una casa de mala nota… ¡Cuánta porquería alrededor! Escombros, basuras…
¡Cómo apestaba aquello! ¡Era horrible!
Silencio.
—En un día como éste es muy desagradable enterrar a los muertos —dije, sólo para no estar callado.
—¿Por qué?
—El frío, la humedad… Bostecé.
—¿Eso qué importa? —dijo Lisa de pronto, tras una pausa.
—Es un espectáculo muy triste. —Y bostecé de nuevo—. Los enterradores lanzan tacos porque la nieve los empapa. y las fosas, naturalmente, están llenas de agua.
—¿Por qué es natural que haya agua en las fosas? —preguntó Lisa con cierta curiosidad pero en un tono todavía más seco y áspero que antes.
De pronto sentí que algo despertaba en mí.
—¿Cómo que por qué? Siempre hay quince centímetros de agua en las fosas del cementerio de Volkovo.
—¿Por qué?
—Pues porque el suelo está lleno de agua: por todas partes hay pantanos.
El ataúd se deposita sobre el agua. Lo he visto muchas veces.
(Nunca lo había visto; es más, nunca había estado en el cementerio de Volkovo. Pero lo había oído contar.)
—¿De veras no te importa morir?
—¿Por qué he de morir? —respondió Lisa, como defendiéndose.
—Un día u otro morirás. Y tu muerte será como la de ésa de que acabo de hablarte. También ella era una muchacha… Murió de tisis.
—Esa clase de chicas mueren en un hospital…
«Lo sabe todo», pensé. Y dije:
—Le debía mucho a su patrona.
La conversación me excitaba cada vez más.
—Por eso —añadí— siguió trabajando, a pesar de su tisis, hasta el límite de su vida. Los cocheros que andaban por allí hablaban de la difunta con los soldados. Seguramente habían sido amigos de ella. Entre risas, se invitaban a beber en su memoria en la taberna (una taberna muy frecuentada por mí).
Silencio, un silencio profundo. Lisa estaba completamente inmóvil.
—Has nombrado el hospital. ¿Es que allí se muere mejor?
—Ni mejor ni peor. Pero ¿por qué he de morir? —repuso, enojada.
—No en seguida: más adelante.
—Habrá de pasar mucho tiempo.
—¡No lo creas! Ahora eres joven y bonita, y por eso te aprecian aquí. Pero al cabo de un año de llevar esta vida será muy diferente: te habrás marchitado.
—¿Al cabo de un año?
—Por lo menos, en un año perderás mucho —insistí pérfidamente—. Tendrás que dejar esta casa por otra peor. Y, transcurrido otro año, habrás de pasar a una tercera, inferior a la segunda, y esto continuará, de modo que, al cabo de seis o siete años, estarás en los sótanos de la plaza del Heno. Y esto podrá pasar. Lo malo será si te pones enferma…, si te enfrías y enfermas del pecho… O cualquier otro mal… Viviendo como vives, la enfermedad se agravará. Nunca podrás curarte. Por lo tanto, morirás.
—Bueno, ¿y qué? —replicó irritada, con una sacudida de todo su cuerpo.
—¿No te parece triste?
—¿Qué tengo que perder?
—¡La vida! Silencio.
—¿Tenías novio?
—¡A usted qué le importa!
—No me interesa saberlo. Son cosas que no me incumben. No te enfades. Es evidente que has tenido contrariedades. Cierto es que esto no me importa, pero me compadezco.
—¿De quién?
—De ti.
—No vale la pena —dijo en voz muy baja y otra vez se agitó todo su cuerpo. — Este desdén me irritó. ¡Tan amable como había sido con ella, en cambio, me…!
—Pero ¿qué te has creído? ¿Te imaginas que vas por buen camino?
—No me imagino nada.
—Eso es lo malo. ¡Vuelve en ti! ¡Todavía estás a tiempo! Sí, todavía estás a tiempo. Eres joven y bonita. Puedes querer, casarte, ser feliz…
—No todas las casadas son felices —dijo Lisa con su habitual aspereza.
—No todas, ciertamente. Sin embargo, cualquier cosa es mejor que permanecer aquí. No hay comparación posible. Cuando se ama, incluso se pude prescindir de la felicidad. La vida es bella aún cuando se sufre. Vivir es grato, cualquiera que sea la clase de vida. ¡En cambio, esto…! ¡Es una podredumbre, un horror!
Le volví la espalda, contrariado. Ya no razonaba fríamente. Empezaba a sentir lo que decía, y hablaba con ardor creciente. Me dominaba el deseo de exponer las modestas pero queridas ideas que había incubado en mi rincón. Algo se había encendido en mí de pronto, y esta luz mostraba a mis ojos un objetivo.
—No hagas caso de mi presencia. No debes tomar ejemplo de mí. Quizá sea peor que tú. Además, estaba borracho cuando vine.
Me disculpé de ello y proseguí. —La mujer no puede seguir al hombre. Son completamente distintos. Yo me mancho, me ensucio cuando estoy aquí, pero no soy esclavo de nadie. Entro, pero luego salgo, y cuando estoy fuera, me sacudo, y ya soy otro completamente distinto. ¡En cambio, tú…, tú eres una esclava! Sí, una esclava. Has renunciado a todo, incluso a tu voluntad. Más adelante querrás romper estas cadenas, pero te será imposible. Te ceñirán cada día más estrechamente. Sí son estas malditas cadenas. Las conozco. No te diré nada más sobre este asunto. Seguramente no me comprenderías. Pero dime, sé franca: ¡verdad que ya estás en deuda con tu patrona? ¿Ves como sí?
—añadí, aunque ella no me había respondido pues se limitaba a escucharme en silencio, con ávida atención—. Ahí tienes la primera cadena. Jamás podrás librarte de ella. Ya se las arreglarán para que no puedas. Es como si hubieses vendido tu alma al diablo… En fin, ¿qué sabes tú de todo esto? Tal vez soy tan desgraciado como tú y me hundo en el lodo para olvidar mi sufrimiento. Unos buscan el olvido en la bebida; yo o busco viniendo aquí. Dime: ¿está esto bien? Nos hemos acostado sin decimos ni una sola palabra. Sólo cuando has empezado a observarme con expresión salvaje te le mirado también yo. ¿Es así como se ama? ¿Es así como el hombre y la mujer deben unirse? Esto es sencillamente repulsivo.
—¡Sí! —se apresuró Lisa a afirmar secamente. La precipitación con que pronunció este «sí» me asombró. De ello deduje que mi juicio le rondaba también a Lisa por la cabeza mientras me miraba fijamente de cuando en cuando. «Por lo tanto, es capaz de tener ideas. ¡Diablos!, esto se pone interesante. Posee cierta inteligencia», me decía, casi frotándome las manos.
¿Cómo, pues, no llegar hasta los confines de un alma tan joven?
Este juego me atraía cada vez más.
Avanzó la cabeza hacia mí. En la oscuridad me pareció que la apoyaba en sus manos. ¿Me estaba observando? Sentía de veras no poder distinguir sus ojos. Oía su profunda respiración.
—¿Por qué viniste aquí? —le pregunté con cierta rudeza.
—Las cosas…
—Sin embargo, ¡qué bien estabas en casa de tus padres! ¡Allí todo era tibio y cómodo! Aquello era tu nido.
—¿Y si allí se estuviera todavía peor que aquí?
«Hay que encontrar el tono justo —me dije—. Con sentimentalismos no conseguiré casi nada.»
Pero esta idea pasó vertiginosamente por mi cerebro. Os aseguro que aquella mujer me interesaba de verdad. Además, estaba débil y predispuesto a entregarme a los sentimientos generosos, con los que la astucia se alía fácilmente.
—Te creo. Todo es posible —respondí precipitadamente—. Estoy seguro de que te han ofendido, de que son ellos más culpables ante ti que tú ante ellos. No sé nada de tu pasado, pero no me cabe duda de que una muchacha como tú no ha entrado en esta casa por su voluntad.
—¿Qué significa eso de «una muchacha como yo»? —murmuró Lisa con voz apenas perceptible pero que yo oí.
«¡Demonio! La estoy halagando. Esto es una cobardía. Pero tal vez dé buen resultado.»
Ella guardaba silencio.
—Oye, Lisa, te pondré como ejemplo lo que me ocurre a mí. Si yo hubiese tenido una familia cuando era niño, hoy no sería como soy. Pienso en ello con mucha frecuencia. Por mal que estés al lado de tu familia, de tu padre y tu madre no serán nunca para ti enemigos, extraños. Te demostrarán su cariño por lo menos una vez al año. Ocurra lo que ocurra, sabes que estás en tu casa. Yo no tenía familia, y seguramente por eso soy tan… insensible.
Volví a esperar.
«Quizá no comprenda —pensé—. Es ridículo que le dé lecciones de moral.»
—Si yo fuese padre y tuviese una hija, creo que la querría más que a un hijo; y no sólo lo creo, sino que estoy seguro.
Procuraba distraerla. Confieso que estas atenciones me sonrojaban.
—Y, eso ¿por qué? —exclamó Lisa.
¡O sea que me estaba escuchando!
—No lo sé, Lisa. Mira, yo conocí a un padre. Era un hombre severo y duro; pero se arrodillaba ante su hija, le besaba los pies y las manos y no se cansaba de admirarla. Cuando ella estaba en el baile, él permanecía de pie durante cinco horas en el mismo sitio, sin per...

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