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eBook - ePub
El lirismo en la poesía francesa
Descripción del libro
El lirismo en la poesía francesa es una obra de la escritora Emilia Pardo Bazán. Escrita en 1921 y publicada de forma póstuma, es un ensayo que analiza las tendencias de la lírica francesa coetánea de su autora, destacando entre otras figuras la poesía de Victor Hugo o Benjamin Constant.
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Información
Categoría
LetteraturaCategoría
Critica letteraria europea- XXIII -
Alfredo de Musset. Su biografía.- Por qué es el poeta del amor.- Paralelo de Taine entre Tennyson y Musset.- El «esprit» de Musset.- Musset y lord Byron.- «Las Noches».- El misticismo a la inversa del poeta.- «Rolla», «La esperanza en Dios».- Musset no fue lo que llaman hombre práctico.- La forma en Musset.- Bibliografía
Alfredo de Musset nació ocho años después que Víctor Hugo: en 1810. No es grande la diferencia cronológica, pero hasta para situar a Musset fuera de la primer truculencia romántica, y para que represente ya la inevitable descomposición de la escuela, por la reacción del espíritu francés genuino, que, como sabemos, siempre rechazó los elementos románticos.
No tenía aún veinte años Musset, cuando publicó sus primeras poesías. Desde entonces, y en esos versos de niño, como él mismo los califica, se apartó de la escuela, de sus afectaciones, de sus amaneramientos, de lo falso y gongorino que imponía la musa españolizante de Víctor Hugo. Lo cual no impidió que Musset, a su vez, españolizase no poco. Fue justamente de los poetas que vistieron el disfraz español e italiano, sin haber puesto, Sainte Beuve nos lo dice, en España ni en Italia el pie. El color local inventado de los románticos, en Musset no trataba de engañar a nadie: mientras Víctor Hugo, en serio, quisiera que le tomasen por español y a su obra por expresión -344- acabada del punto de honor castellano, Musset sólo intentaba, como en broma juvenil, una mascarada imaginativa.
La biografía de Alfredo de Musset no ofrece nada de extraordinario, porque no sale de lo corriente y frecuente el drama íntimo, del cual se ha hablado tanto, que pudiera omitirse hasta su mención, a no haber sido origen de sus mejores versos. Antes, sin embargo, de referirme a esta historieta de amor, con la brevedad que requiere el caso, diré que Alfredo de Musset era de estirpe literaria. Un tío suyo, el marqués de Cogners, escribió bastante y fue el primero que llamó la atención sobre la hoy famosísima leyenda de Roldán. Su padre, Musset Pathay, bibliógrafo y erudito, emborronó muchísimo papel; su hermano, Pablo de Musset, fue novelista y cuentista, historiador y crítico. Parecía que la Naturaleza se ensayaba para producir algo de mayor monta que estos mediocres escritores y apreciables eruditos.
Queda dicho que Musset publicó sus primeras poesías a los veinte años, y poco después, en 1830, se sitúa la aventura del viaje a Italia con Jorge Sand y el amargo desengaño en él sufrido, y que le dictó tan sentidas estrofas.
Aventuras análogas no son cosa inaudita, en los tiempos del romanticismo y en todos los tiempos; mas si no es un gran poeta el que sufre la decepción, o siendo poeta no le inspiran cantos, no nos importan; son un episodio sencillo, de tantos como surgen. En la mesa de un café, un amigo las refiere a otro, y, según los temperamentos y caracteres, se comentan en broma o con dejos de melancolía. Y no ha -345- pasado más. En Musset, pasó lo mejor que podía pasar: se produjeron algunas obras maestras. Digamos, pues: ¡Feliz culpa!
Fue necesario que una quemante pena amorosa se encontrara con un especial temperamento de poeta, para que naciesen Las noches. Porque, ya antes del viaje a Italia, Alfredo de Musset había escrito poemas rebosantes de ese especial sentimentalismo que hizo de él, entonces, el poeta de la juventud, y, más tarde, el del amor.
Quizás esto parezca un lugar común, y quizás, en todas las literaturas, hay sus poetas del amor, y Villegas ha sido uno, y Campoamor ha sido otro, y Ausias March lo fue, y lo fue Petrarca, y también Ovidio, y no hay que decir si lo fue Safo y, a su hora, lo fue Virgilio. Por docenas se contarían los poetas del amor, en España, y llegará la hora del recuento, y veremos a un Arolas que trasuda pasión por todos los poros. En Francia, Lamartine fue poeta del amor, de un amor que procede de Platón, pero amor igualmente. Alguna razón tiene, pues, que haber para que a Alfredo de Musset se le considere poeta del amor por excelencia, y para que se añada a este dictado el de poeta de la juventud.
¡La juventud...! De esta palabra se abusa; pocas veces he visto emplearla con justeza. Se oye a cada paso: «la juventud piensa esto o lo otro... La juventud quiere aquello o lo de más allá»... Ligero examen basta para convencerse de que, en todo tiempo, hay varias juventudes. En la época de Musset, sin embargo, tuvo la juventud una nota común, y fue el lirismo poético: no cabe -346- duda que, bonapartista o legitimista, republicana u orleanista, la juventud contemporánea de Alfredo de Musset estaba embebida de cierto entusiasmo sentimental. No era la juventud positiva que vino después. Y si tal entusiasmo no es lo mismo que el amor, es por lo menos una tendencia a considerar el amor como la esencia del vivir; y no el amor plácido, sereno, que va por sus cauces naturales y sociales, sino el tormentoso y fatal, trágico con interior tragedia, unido al goce por un hilo y al dolor por mil lazos -como el mismo poeta dice.
No cabe duda que es la coincidencia entre los sentimientos generales y el sentimiento individual lo que hace que un hombre sea el poeta de su siglo, o por lo menos, para no sacar nada de quicio, de parte de su siglo y gran parte de su nación. Hay una página de la Historia de la Literatura inglesa, de Taine, que nos hace ver esto claramente, por medio de la extraña elocuencia colorista que en Taine rebosa, al establecer comparación entre dos poetas favoritos de dos naciones, Tennyson y Alfredo de Musset. Pinta Taine el medio ambiente en que se mueven ambos; el de Tennyson compuesto de gentes equilibradas y positivas, activas y sanas; gentes de negocios y de deporte, con principios de moralidad y sólidas convicciones religiosas, y, a su alrededor, un fondo de vida campestre y confortable hasta dar en elegante, las necesidades bien atendidas, los sentidos apaciblemente recreados en la belleza de parques y jardines y la comodidad del home, del hogar íntimo y dulce. Para tal público, Tennyson - 347- es el poeta, con su carácter de conformidad social, con su emoción moral, delicada y profunda. Y Taine pasa de Inglaterra a Francia, y especialmente a París; porque París es el medio único en que pudo incubarse y desarrollarse la sensibilidad especial de Alfredo de Musset, y, París tuvo que mecer su cuna, y fue París el invernadero de la encendida rosa de su poesía de amor moderno. Así, Taine, desde el primer momento, encuentra la clave de Musset: su público es el público nervioso, inquieto, de los centros parisienses; y de los nervios, más que del corazón, nace el genio de Musset. Ese público está saturado de ironía, y Musset ironiza, desde el primer momento, satirizando las exageraciones de la escuela romántica, los paseos nocturnos a contemplar la luna, que asoma sobre amarillento campanario, «como un punto sobre una I». Y esta ironía y este humorismo de Musset, están difusos en su público; son la protesta del buen sentido francés contra las afectaciones que, de la literatura, pasan a las costumbres. Para llenar bien su cometido, Musset poseía la más francesa de las cualidades: esa clase de ingenio chispeante, que se llama esprit. Ningún poeta de los ilustres de su generación la tuvo, y Víctor Hugo fue el más desprovisto de ella. Musset, al aplicar el esprit a la crítica literaria, recogió la herencia del siglo XVIII; no faltó quien se lo eche en cara.
Lo cierto es que entre los primeros síntomas de la transformación del lirismo romántico, figura la crítica donosa y traviesa de Musset. La travesura -348- es otro rasgo de su talento; y le caracteriza, desde la época en que, según confesión propia, hacía versos de niños. Ya entonces, y acaso más que nunca, poseía en alto grado esa agilidad y vivacidad, ese don de cazar al vuelo las ridiculeces y satirizarlas con gracia infinita.
Hay en Alfredo de Musset otro elemento peculiar, al cual se ha llamado el dandismo. La palabra no es castiza; pero la uso y apruebo, porque no encuentro en castellano otra equivalente.
¿En qué consiste el dandismo? No se es dandy por el nacimiento -Alfredo de Musset perteneció a una familia de la clase media acomodada- ni por llevar vida de calavera, ni por alternar con el gran mundo, ni por desafíos, ni por ninguna otra particularidad de las que hoy distinguen a nuestros jóvenes de la crema (ya sé que estoy sirviéndome de un galicismo). El dandismo es un aura, un vapor, un incopiable estilo propio, un desenfado que subyuga, una elegancia como involuntaria. Y el dandismo literario, el de Musset, lleva consigo una superioridad de criterio personal, que puede oponerse al de las muchedumbres. El dandismo es una forma de superioridad, y toda superioridad es distanciación.
Y al hablar del dandismo como particularidad poética de Alfredo de Musset, es preciso decir que le precede lord Byron, el cual, en este respecto, y en otros muchos, ha ejercido influencia sobre el poeta de Las noches. La cronología es genealogía, y en este caso nos bastará. Jorge Gordon nació el año 1788, Alfredo de Musset el 1810; y cuando, en 1830, empieza a darse a conocer Musset, -349- hace seis años que lord Byron ha sucumbido, en Grecia, a la fiebre.
Nadie puede decir que Musset calcase su personalidad en la de Byron. Sería empresa difícil, porque Byron es figura muy original, y la suerte lo dispuso todo para realizar su papel literario, inseparable de su biografía. No conoció Musset los transportes de furor casi epiléptico del autor de Manfredo, aunque los excesos que minaron la salud de Musset se asemejan a los que arruinaron la de Byron, y en materia de excesos no cabe gran variedad, y aunque sean compañeros del mal del siglo, de tedio; pero el de Byron es más sombrío, esplenético, como de buen hijo de la vieja Inglaterra.
Ahora bien; Byron, que tantas cosas desdeñó, no desdeñó el dandismo; al contrario. Ni envidiando a poeta alguno, envidiaba al célebre dandy Brummel, admirándole a la vez con fervor.
El desdén, en Alfredo de Musset, no tiene la acerbidad que tuvo en Byron. Byron, rodeado de una sociedad celosa del bien parecer, esclava de la regla, ha de insubordinarse contra ella furiosamente; Musset, en el ambiente francés, ligero y escéptico de suyo, no necesita sublevaciones. La sociedad casi no le preocupa. No la tiene contra sí.
Existe otra fundamental diferencia entre el alma anglosajona de Byron y el alma esencialmente latina de Musset. La poesía de Byron es Byron mismo, y todos sus personajes, son su propia individualidad, por lo cual no hay nada tan verdaderamente lírico como sus poemas. Musset, en cambio, es, por la misma pasión que anima - 350- sus mejores obras, Las noches, señaladamente, un poeta general, humano. Sus desengaños, sus dolores, han repercutido en las almas, porque no hace falta, para sentir así, ser una naturaleza excepcional, un fenómeno de orgullo, un rebelde. Lo extraordinario de Las noches no es ciertamente lo que dicen, sino la forma inspiradísima en que está dicho.
Sería ya analizar por analizar el que averiguásemos si en efecto la pasión que dictó a Alfredo de Musset Lasnoches fue la más honda de su vida. A la poesía eso no le importa. Sin negar que todo lo biográfico trasciende más o menos a lo literario, no siempre la biografía concuerda exactamente con la literatura. Lo único que nos interesa es que a la cruenta herida del alma de Musset se deben sus obras maestras, las que le harán inmortal; sus bellosclamores, sus gritos divinos, según la frase de Gustavo Flaubert; las incomparables Noches, más sentidas que el Lago, de Lamartine, y casi tan puras como él, porque Musset, al contacto del dolor, acendró su inspiración y la elevó a la dignidad y a la hermosura que sólo procede del verdadero sentimiento; dejó de ser el pajecillo, el dandy, y fue el hombre. Ni Rolla, ni Namuna, ni los proverbios, cuentos y comedias, ni la Balada a la Luna, ni aun el tierno ¡Acuérdate! consagraron a Musset para la incorruptibilidad de la gloria, sino Las noches y la Epístola aLamartine, poesías donde vierte sangre un corazón desgarrado, y donde la variedad y el contraste de los efectos, la indignación terrible y la repentina calma dolorosa, la invectiva y el ruego, -351- los sollozos y los himnos, alternan con el magnífico desorden y el soberbio empuje de las olas del mar en día de desatada tormenta. Bien comprendía Musset que de sus lágrimas iba a formarse su corona de laurel, y en La noche de Mayo pone estas palabras en boca de la Musa, consejera del poeta: «Por más que sufra tu juventud, deja ensancharse esa santa herida que en el fondo del corazón te hicieron los negros serafines. Nada engrandece como un gran dolor: que el tuyo no te haga enmudecer; los cantos desesperados son los más hermosos, y los conozco inmortales que se reducen a un gemido. El manjar que ofrece a la humanidad el poeta es como el festín del pelícano: pedazos de entraña palpitante».
Cuatro son las admirables elegías tituladas Las noches: La noche de Mayo, La noche de Diciembre, La nochede Agosto, La noche de Octubre. Están escritas en tres años: desde mayo de 1835 a octubre de 1837; tanto duró la impresión violenta y trágica que dicta sus estrofas. Tres de ellas tienen forma de diálogo del poeta con la Musa: el poeta solloza y se retuerce, y la Musa, la consoladora, la amiga, la hermana, la única fiel, le murmura al oído frases de esperanza, le vierte en el corazón los rayos lumínicos de su túnica de oro. En La noche de Diciembre no es ya la Musa quien habla al poeta, sino una fúnebre visión, un hombre vestido de negro, que se le parece como un hermano. «Dondequiera que he llorado; dondequiera que he seguido ansioso la sombra de un sueño; dondequiera que, cansado de padecer, he deseado morir... ante mis ojos se apareció ese infeliz vestido -352- de negro, mi propia imagen». Al final de la elegía sabemos el nombre de la visión: es la sociedad, es el abandono..., compañero eterno del poeta, hermano gemelo de su alma. Sin duda, La noche de Mayo y la de Octubre son las más bellas de las cuatro elegías, y así lo declaran los críticos por unanimidad; pero en la de Diciembre hay una melancolía más penetrante y más incurable.
Cuando se cicatriza la llaga; cuando se mitiga el padecimiento y vuelve al espíritu de Musset la serenidad perdida; cuando la Musa cumple su misión consoladora; cuando atónito le parece que es otro y no él mismo el que tanto sufrió, al disiparse la embriaguez de la pena se disipa el estro: las últimas producciones de Musset ya no traen el sello de fuego, ni son obra de los negros serafines: el poeta acaba decadente y frío como placa de hierro apartada del horno. El ejemplo de Alfredo de Musset debiera hacer reflexionar a los que creen, como creía Flaubert, que la efusión del sentimiento, el grito arrancado por la pena, son cobarde exhibición de flaquezas vergonzosas, y que el poeta ha nacido para callarse cuanto realmente le importa, a ejemplo de cierto diplomático famoso, que suponía que la palabra nos ha sido otorgada, no para revelar, sino para encubrir y disfrazar el pensamiento. Si fue flaqueza la que nos valió esas Noches incomparables -la verdad misma, porque brotan empapadas en lágrimas amargas; Noches en las cuales, según la sugestiva frase del poeta, diríase que fermentaba a deshora el vino de la juventud- no deploremos tal flaqueza, cristalizada en poesía.
-353-
Las noches son la obra maestra de Alfredo de Musset, por la cual pudo decirse que, a su lado, los demás poetas parecen fríos y mentirosos. Por Las noches, fue la encarnación del lirismo, por ellas salió del círculo de los propios afectos y sentimientos, ya que su generación encontró en Las noches la clave de sus penas íntimas, elevadas a la dignidad poética. Los desengaños de todos, las ansias de todos, la insaciable sed de todos, fueron revelados por Musset.
Contra él, principalmente, y no contra Víctor Hugo ni contra Lamartine, pudo dirigirse la diatriba de Leconte de Lisle, condenación del lirismo, tan enérgica y despreciativa como cruel, pues niega al género humano el derecho a la queja y a la compasión, aquella compasión que hizo caer al Dante como un cuerpo muerto, cuando las almas líricas y dolientes de Francesca y Paolo le expusieron su desventura. La diatriba de Leconte de Lisle, encerrada en un soneto, se titula Los exhibicionistas, y la traduciré en prosa:
«Pasee en enhorabuena, el que guste, su ensangrentado corazón, ante el cinismo de la plebe, cual va azotando calles la pobre alimaña encadenada, cubierta ...
Índice
- El lirismo en la poesía francesa
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- Prólogo
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