
- 55 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El resplandor de la hoguera
Descripción del libro
Los relatos de Las Guerras Carlistas fueron concebidos por Ramón María del Valle-Inclán como una larga serie de títulos en analogía con Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En ellos mezcla personajes reales con ficticios, como su señero Marqués de Bradomín. El resultado son unas novelas a caballo entre la crónica bélica y la novela de aventuras que mezcla pillos, soldados, truhanes, mercenarios y desalmados. Solo llegaron a publicarse tres de ellos, de los cuales El resplandor de la hoguera es el segundo.
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LiteraturCategoría
Literatur AllgemeinVIII
El Duque de Ordax tomó asiento cerca de una ventana, y como los otros continuaban bajo los porches, tocó en los cristales y los llamó con la mano. El capitán y el alférez entraron. Alaminos tenía un gesto de reserva pueril. Viéndoles llegar, el húsar murmuró con gran sencillez:
-Fuera hace demasiado frío, caballeros.
El capitán arrastró una silla:
-¡Eres un demoledor!
[74] Y dió á sus palabras ese énfasis que dan los predicadores á las sentencias latinas. El Duque murmuró con cierto empaque de antigua nobleza:
¡Dejemos eso!...
Y puso su mano enguantada sobre el hombro del alférez, que sonrió forzadamente, atusándose el bozo, apenas una sombra de humo sobre su boca que tenía el carmín de una boca de mujer. El capitán hundía las manos en los bolsillos de su pantalón:
-¡Jorge, que los mozos conserven sus ilusiones!
Alaminos los miró fríamente:
-¿No negarán ustedes que hay oficiales valientes y que se baten?
Alzó los hombros el húsar:
-Cierto. Uno soy yo... ¿Pero á qué viene eso?
[75] El capitán reía, soplándose la barba:
-¡Eres un demoledor!
El Duque le miró con lástima:
-¡Pero tú tienes que estar de acuerdo conmigo!
-¡Hombre, tanto como de acuerdo!
-Tienes cien cruces, cien medallas y cien años de capitán. ¿Tú eres capitán desde la guerra de Africa *África*?
-No, desde antes. Allí gané una laureada. El grado lo gané por haberme sublevado en Vicálvaro.
El Duque de Ordax y el alférez abanderado rieron ante la buena fe del veterano. En este tiempo se acercó á la mesa una vieja encorvada, vestida con hábito de estameña:
-¿Qué desean, señores militares?
El capitán se volvió al húsar:
[76] -¿Tú convidas, Duque?
El otro afirmó con la cabeza, y la vieja se puso á limpiar el mármol:
-Como se han ido los mutiles, tienen, pues, que dispensar el servicio malo. Somos acá solicas las mujeres.
El capitán interrumpió:
-¿No quedaba ayer, todavía, un mozo?
-Cuando cerramos pidió su cuenta, y en la misma noche se fué.
-¿A los carlistas?
-¡Pues qué hacer! Él andaba rehacio, pero desde el caserío vinieron los padres suyos y lo decidieron. Lloraban los pobrecicos porque ya son tres las prendas que tienen en la guerra.
Fruncido el delicado entrecejo de damisela, descargó un puñetazo sobre la mesa el alférez Alaminos:
[77] -¡Esos padres merecían ser fusilados!
Replicó la vieja con gran energía:
-¿Por qué? ¿No sabéis vosotros otra canción mejor que esa? ¡Virgen, que tengo priesa y no mandáis!
El Duque se distraía avizorando la plaza, ocupado en cambiar guiños y sonrisas con una muchacha que, de tiempo en tiempo, asomaba en el gran balcón saledizo que tenía el parador. Al apremio de la vieja, el capitán le tocó con el sable:
-¿Qué tomamos?
El Duque volvió la cabeza, con gesto lleno de indiferencia y luego continuó mirando á la moza. Un momento quedó el capitán en grave meditación:
-¿Señor alférez, qué diría usted si encendiésemos luminarias?
[78] El alférez repitió sin comprender:
-¿Luminarias?
-¡Con ron!
-¡Admirable, mi capitán!
La viejecita correteó por entre las mesas para servirles. El Duque continuaba enviando sonrisas al balcón del parador, y el capitán encargóse de hacer el ponche. Sentado enfrente, el alférez contemplaba aquellas llamas de humorismo y de quimera con una obstinación dolorosa:
-¡Yo había soñado ser general!
El veterano esbozó una sonrisa de león cansado:
-¡Todos, cuando jóvenes, hemos tenido el mismo sueño!
Volvieron á quedar silenciosos, y en el fondo de sus pupilas temblaba la llama azul del ponche [79] como el final de aquellos sueños. El alférez interrogó con un gesto vago:
-¿Usted está resignado, mi capitán?
-¡Hace mucho tiempo!
-No lo comprendo... Yo dejaría de batirme.
El Duque de Ordax les dirigió una mirada burlona:
-¿Por qué se baten los carlistas?
Y el alférez respondió secamente:
-No sé. Nunca he sido carlista.
Afirmó el capitán, poniéndose una mano en el pecho, semejante á un santo resplandeciente de candor y de fe:
-Yo me bato como el soldado, por el honor de mi bandera.
Insistió el alférez Alaminos:
-El soldado, si lo dejasen, tiraría el fusil y se volvería á su casa.
[80] El capitán enrojeció:
-No todos. Yo he sido soldado, y también me batí por mis ideas.
Interrogó el Duque:
-¿Qué ideas eran las tuyas, García?
Se puso en pie el veterano. La ola de su barba derramábase sobre el pecho y le tocaba los hombros. Parecía el gigantesco San Cristóbal:
-¡Las ideas de la libertad y del progreso!
Se habían extinguido las llamas del ponche, y el veterano, aprovechando estar en pie, llenó los vasos. Los tres bebieron, chocando el cristal, y el alférez levantó su vaso sobre los otros:
-¡Por el ascenso de nuestro amigo el noble Duque de Ordax!
Y era terrible la expresión rencorosa y envidiosa de aquellos ojos azules, casi infantiles. El capitán volvió á beber:
[81] -¡Por la República!
Los otros sonrieron vagamente, sin mirarse. Y cuando el capitán posó el vaso en la mesa, haciendo sonar el cristal, comentó burlonamente el Duque:
-Hubiera sido mejor un responso que un brindis.
El alférez dejó ver sus dientes blancos:
-Mi capitán, ahora debe brindarse por el hijo de Doña Isabel. ¿Verdad, Jorge?
-No sé.
-¿Tú no sabes?...
Una risa solapada corría por su voz, y el veterano, con su gesto plácido, desaprobaba moviendo la cabeza. En esto vió entrar á un oficial de cazadores y le llamó lleno de cordialidad:
-Teniente Velasco, venga usted á beber con nosotros.
[82] El oficial saludó llevándose la mano á la visera del ros enfundado de hule:
-Hacen ustedes bien en tomar ánimos. Está ya decidido que salgamos en persecución del Cura.
Interrogó Alaminos:
-¿Se sabe cuándo?
-Mañana tal vez... Pero solamente fuerzas de Infantería.
El Duque de Ordax apuró el último sorbo y se puso en pie:
-¿Qué fuerzas de Infantería?
-Ontoria y Arapiles.
-Voy á solicitar permiso para ir con ustedes. Aquí me aburro demasiado. Hasta luego.
Saludó militarmente y salió á la plaza arrastrando el sable. El alférez sonrió con despecho:
-¡Qué farsante!
[83] -¡Un buen chico! No olvidemos que nos ha convidado, alférez Alaminos.
Y el veterano volvió á llenar los vasos con las mejillas resplandecientes y una llama dulce y expansiva en los ojos:
-¡Beba usted, teniente Velasco!... ¿Se sabe dónde está el Cura?
-Las confidencias le daban en Astigar...
-¡Saldrá mentira!
-¡Y tan mentira!... Ya se dice que fusiló al destacamento que teníamos en San Paúl.
-Pues no se anda ese camino en una noche. ¡Lo conozco bien!
Interrogó el alférez:
-¿Pero está confirmada la noticia?
-La noticia del fusilamiento aún no está confirmada definitivamente. Lo único que se sabe con certeza es la defensa heroica que han hecho [84] los nuestros. El Cura tenía más de dos mil hombres, y los sorprendió dormidos. Esta mañana llegó un soldado cubierto de heridas.
-¿Y los otros?
-Se teme que hayan caído prisioneros.
El capitán suspiró:
-¡Pues no me extrañaría que hubiesen sido bárbaramente inmolados!
Comenzaban á tocar las cornetas en la plaza.
[85]
IX
El Mariscal de Campo Don Enrique España había entrado en la antigua villa agramontesa como en un campamento de moros, desplegadas las banderas, sonantes los tambores, la soldadesca hambrienta y desmandada, soberana y soberbia. Los sargentos veteranos jaleaban á bisoños que, por cobrar fama, se mostraban audaces y rompían filas, entrándose á las casas, abrazando á las mozas, sacando afuera las herradas llenas de vino... Por castigar á la villa [86] de su claro abolengo legitimista, el anciano general asentó sus cuarteles en un convento de monjas y mandó clavar la campana que anunciaba los rezos. Solamente días después, al terminar un agasajo de chocolate y confituras, le venció el ruego de las monjas, y con galantería de viejo gentilhombre dejó aquel alojamiento para trasladarse al palaci...
Índice
- El resplandor de la hoguera
- Copyright
- El Resplandor de la Hoguera. II. La España Tradicional1
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV
- XV
- XVI
- XVII
- XVIII
- XIX
- XX
- XXI
- XXII
- XXIII
- XXIV
- Sobre El resplandor de la hoguera