La cuestión palpitante
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La cuestión palpitante

  1. 55 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La cuestión palpitante

Descripción del libro

La cuestión palpitante es una colección de artículos de la escritora Emilia Pardo Bazán. Publicados en el periódico La Época en 1882, tratan tanto sobre sobre el realismo y el naturalismo como sobre la defensa de la literatura española escrita por mujeres.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788726685220
Categoría
Literatura

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Flaubert
Flaubert se diferencia de Balzac como un hombre de un gigante. El autor de la Comedia Humana hizo épica la realidad; el autor de Madama Bovary nos la presenta cómico-dramática. Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentaban sus proporciones; Flaubert, en cambio, lo vio sin ilusión óptica; y no digo que lo contempló con ojeada serena, porque me parece que la frase se aviene mal con el pesimismo que de modo indirecto, pero eficaz, predican sus obras.
De Flaubert sí que no hay que preguntar dónde y cuándo aprendió lo mucho que sabía. Hijo de un médico afamado, se familiarizó presto con las ciencias naturales, y aunque la desahogada situación de su familia le permitió no abrazar más carrera que la de las letras, fue estudiante perpetuo y adquirió una cultura algo heterogénea y caprichosa, pero vastísima. Su amigo Máximo du Camp, que en un libro reciente, los Recuerdos literarios, comunica al público tantas y tan interesantes noticias acerca de Flaubert, dice que éste era, por su prodigiosa memoria y lectura inmensa, un diccionario viviente que se podía hojear con gusto y provecho. Mostró siempre Flaubert predilección hacia cierto linaje de estudios que hoy apenas atraen más que a entendimientos refinados y curiosos: la apologética cristiana, la historia de la Iglesia, los Santos Padres, las humanidades. Tan graves ejercicios intelectuales, unidos a su ardentísimo culto de la forma y a su sagacidad de implacable observador, hicieron de él un artista consumado, un clásico moderno.
Flaubert escribió menos libros y pocas más novelas que Stendhal. Su primer obra -aparte de un ensayo titulado Noviembre, que no llegó a hacer gemir las prensas- es La Tentación de San Antonio, especie de auto sacramental semejante al Ashavero de Edgar Quinet. El Santo ve desfilar ante sus deslumbrados ojos todas las seducciones de la carne y del espíritu, todos los lazos que el demonio puede tender a los sentidos, al corazón y a la mente; y pasan turbándole con sus palabras o con su aspecto, desde la Reina de Saba hasta la Esfinge y la Quimera, y desde la diosa Diana hasta los herejes nicolaítas. Cuando Flaubert leyó a sus amigos el manuscrito, prueba evidente de su peregrina erudición, éstos, mirándolo desde el punto de vista literario, emitieron el siguiente dictamen: «Has trazado un ángulo cuyas líneas divergentes se pierden en el espacio; has convertido la gota de agua en torrente, el torrente en río, el río en lago, el lago en océano y el océano en diluvio; te anegas, anegas a tus personajes, anegas el asunto, anegas al lector y se anega la obra». Y viendo que el fallo le consternaba, aconsejáronle que emprendiese otro trabajo, un libro donde pintase la vida real, y donde la misma vulgaridad del asunto le impidiese caer en el abuso del lirismo, defecto heredado de la escuela romántica. Flaubert tomó el consejo y produjo Madama Bovary. Andando el tiempo, solía decir a sus consejeros: «Me habéis operado el cáncer lírico: mucho me dolió pero era hora de extirparlo».
Gran salto hubo de dar Flaubert desde La Tentación hasta Madama Bovary. En La Tentación se revelaban sus variados y selectos conocimientos, su asidua lectura de teólogos, místicos y filósofos: en Madama Bovary cambia la decoración: no estamos en los desiertos de Oriente, sino en Yonville, poblachón atrasado y miserable: no presenciamos la gigantesca lucha del Santo asceta con las potestades del infierno, sino las vicisitudes de la familia de un medicucho de aldea. Todo es vulgar en Madama Bovary: el asunto, el lugar de la escena, los personajes; sólo el talento del autor es extraordinario.
Emma Bovary nació en las últimas filas de la clase media; pero en el elegante colegio donde fue educada, se rozó con señoritas ricas e ilustres, y empezaron a depositarse en ella los gérmenes de la vanidad, concupiscencia y sed de goces, graves enfermedades de nuestro siglo. Poco a poco se van desarrollando estos gérmenes, y depravan el alma de la joven, esposa ya y madre de familia. Sentimentales amoríos, hábitos de lujo incompatibles con su modesta posición de mujer de un médico rural, trampas y desórdenes crecientes, complican de tal modo su situación, que cuando los acreedores la apremian se envenena con arsénico. Éste es el sencillo y terrible drama -tomado de un hecho cierto- que inmortalizó a Flaubert.
El argumento de Madama Bovary -que ha sido tan censurado y ha producido tal escándalo- fue sugerido a Flaubert, según declara Máximo du Camp, por la casualidad que le trajo a la memoria el recuerdo de una mujer desdichada que vivió y murió como su heroína. De la alta trascendencia social de obras como Madama Bovary y de su sentido moral hablaré más adelante, cuando toque la delicada cuestión de la moralidad en el arte literario; ahora me limito a hacer constar que Flaubert aceptó el primer dato que se le ofrecía, y que le sería indiferente aprovecharse de otro cualquiera. Historias como la de Madama Bovary no faltan; pero hasta Flaubert nadie las había referido así. El mismo Balzac, que comprendió bien el poder del dinero en nuestra sociedad, no llegó a manifestar con tanta energía como Flaubert la metalización que sufrimos. Un escritor menos analítico poetizaría a Madama Bovary, haciéndola morir abrumada bajo el peso de sus desengaños amorosos o de sus remordimientos devoradores, y no de sus vulgares deudas. Las páginas en que Madama Bovary, frenética y desalada, implora en vano de sus amantes la suma necesaria para aplacar a sus acreedores, son el estudio más cruel, pero más sincero y magnífico, que se habrá escrito sobre la dureza de los tiempos presentes y el poder del oro.
No es sólo admirable en la obra maestra de Flaubert el vigor y la verdad de los caracteres; hay que considerarla también modelo de perfección literaria. El estilo es como lago transparente en cuyo fondo se ve un lecho de áurea y fina arena, o como lápida de jaspe pulimentado donde no es posible hallar ni leves desigualdades. Jamás decae, jamás se hincha; ni le falta ni le sobra requisito alguno; no hay neologismos, ni arcaísmos, ni giros rebuscados, ni frases galanas y artificiosas; menos aún desaliño, o esa vaguedad en las expresiones que suele llamarse fluidez. Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo, y en suma, trabajado con tal valentía y limpieza, que será clásico en breve, si no lo es ya. Las descripciones en Madama Bovary realizan el ideal del género. No comete Flaubert, aunque describe mucho, el pecado de pintar por pintar; si estudia lo que hoy se llama el medio ambiente, no lo hace por satisfacer un capricho de artista, o por lucirse hablando de cosas que conoce bien, sino porque importa al asunto o a los caracteres: y posee tino tan especial, que sólo describe lo más saliente, lo más típico, y eso en pocas palabras, sin abusar del adjetivo, con dos o tres pinceladas maestras. Así es que en Madama Bovary, a pesar de la escrupulosa conciencia realista del autor, cada cosa está en su lugar, y siempre lo principal es principal, lo accesorio accesorio. La habilidad de Flaubert se patentiza así en lo que dice como en lo que omite: por donde es superior a Balzac, que usa tanto adorno superfluo.
Flaubert desconoció enteramente el valor de Madama Bovary; es más, le irritó su éxito. Le sacaba de quicio el que el público y los críticos la prefiriesen a sus demás obras, y para verle furioso no había sino aconsejarle que escribiese otra cosa por el estilo. «¡Que me dejen en paz con Madama Bovary!», solía exclamar. Durante los últimos años de su vida, quiso retirar de la circulación el libro, no permitiendo nuevas ediciones, y si no lo verificó, fue porque necesitaba dinero. No sólo desdeñaba a Madama Bovary, considerándola inferior, por ejemplo, a La Tentación, sino que declaraba menospreciar el género a que pertenece, o sea el estudio analítico de la realidad en caracteres y costumbres, estimando únicamente el primor del estilo, la belleza de la frase, y asegurando que sólo con ella se ganaba la inmortalidad; que Homero era tan moderno como Balzac, y que él daría a Madama Bovary entera por un párrafo de Chateaubriand o Víctor Hugo. Porque es de advertir que para Flaubert, entusiasta discípulo de la escuela romántica, ferviente admirador de Hugo, Dumas y Chateaubriand, la perfección del estilo no era aquella admirable sobriedad y nitidez que él alcanzaba, sino los oropeles líricos, la prosa poética y florida. Caso de ceguera literaria muy semejante a la que impulsó a Cervantes a preferir entre sus obras el Persiles.
Después de Madama Bovary, Salambona es lo mejor de Flaubert. Con la misma escrupulosidad que estudió las miserias de un lugarcillo en tiempo de Luis Felipe, reconstruyó Flaubert el mundo remoto, la misteriosa civilización púnica. Nos transportó a Cartago entre los contemporáneos de Amílcar, durante la sublevación de las tropas mercenarias que la república africana tenía a sueldo para auxiliarla contra Roma; y la heroína de la novela fue la virgen Salambona sacerdotisa de la Luna. Parece a primera vista que tales elementos compondrán un libro enfadoso, erudito quizá, pero no atractivo; algo semejante a las novelas arqueológicas que escribe el alemán Ebers. Pues nada de eso. Aunque el autor de Salambona nos conduzca a Cartago y a las cordilleras líbicas, al templo de Tanit y al pie del monstruoso ídolo de Moloch Salambona es en su género un estudio tan realista como Madama Bovary.
Prescindamos de la infatigable erudición que desplegó Flaubert para pintar la ciudad africana, de su viaje a las costas cartaginesas, de su esmero en revolver autores griegos y latinos; también lo hace Ebers, y mejor y más sólidamente; pero no por eso son menos soporíferas sus novelas. Lo que importa en obras como Salambona, no es que los pormenores científicos sean incuestionablemente exactos, sino que la reconstrucción de la época, costumbres, personajes, sociedad y naturaleza no parezca artificiosa, y que el autor, permaneciendo sabio se muestre artista; que en todo haya vida y unidad, y que ese mundo exhumado de entre el polvo de los siglos se nos figure real, aunque extraño y distinto del nuestro; que nos produzca la misma impresión de verdad que causa el escrito jeroglífico al descifrarlo un egiptólogo, o el fósil al completarlo un eminente naturalista, y que si no podemos decir con certeza absoluta «así era Cartago», pensemos al menos que Cartago pudo ser así.
Con Salambona se acabaron los triunfos de Flaubert. La Educación sentimental, novela en la cual puso sus cinco sentidos y cifró grandes esperanzas, hizo un fiasco tan completo, que Flaubert, en sus acostumbrados arrebatos de cólera, solía preguntar a sus amigos apretando los puños: «¿Pero me podrán Vds. decir por qué no gustó aquel libraco?». La causa de que el libraco no gustase merece referirse. Según el ya citado Máximo du Camp, en la vida de Flaubert se reconocen dos períodos: durante el primero, los años juveniles, Flaubert era de despejado ingenio y fecunda inventiva; aprendía sin esfuerzo y trabajaba fácilmente; de pronto le hirió una horrible enfermedad, mal misterioso que Paracelso llama el terremoto humano, y no sólo su cuerpo atlético, sino también su inteligencia lozana, quedaron como estremecidos en su misma raíz, doblegados y en cierto modo paralizados. Dos extraños síntomas paralelos se notaron en el enfermo: aborreció el andar, en términos que hasta le hacía daño ver pasearse a los demás, y para el trabajo literario se hizo tan premioso y difícil, que copiaba veinte veces una página, la enmendaba, la cruzaba, la raspaba, y de tal suerte se encarnizaba en la labor, que si un mes lograba producir veinte páginas definitivas, decía hallarse rendido y muerto de cansancio. Después de terminar una cuartilla gimiendo, suspirando y bañado en sudor, levantábase de su escritorio e iba a tumbarse en un sofá, donde se quedaba exánime.
Esta lentitud y enorme esfuerzo que le costaba cada una de sus obras, tardando eternidades en concluirlas (La Tentación la limó, varió y retocó por espacio de veinte años), provenía del afán de conseguir absoluta corrección de estilo y completa exactitud en hechos y observaciones. Hubo momento en que alcanzó ambas cosas sin exagerarlas y sin perjuicio de la creación artística, y fue cuando produjo Salambona y Madama Bovary; pero después rompióse el equilibrio, y empezó a abusar del procedimiento, hasta el extremo de pasarse horas enteras cazando una repetición de vocales o una cacofonía, y meditando en si una coma estaba o no en su sitio, y de leerse treinta volúmenes sobre agricultura para escribir diez líneas con conocimiento de causa». De esta prolijidad resultó el fracaso de la Educación Sentimental, y sobre todo el de Bouvard y Pécuchet, su obra póstuma, donde la novela se convierte en monótona sátira social, pesado catálogo de lugares comunes e ideas corrientes, y donde una misma situación prolongada durante toda la obra y el lenguaje seco y esqueletado a fuerza de querer ser puro y sencillo, cansan al lector más animoso.
Ya se deba a enfermedad o a condición especial de su ingenio, merece notarse la decadencia de Flaubert, porque es caso poco frecuente el que un escritor decaiga y se esterilice por excesivo anhelo de exactitud y perfección, siendo así que la mayor parte, tan pronto cogen buena fama, se echan a dormir. Flaubert, al contrario, llamaba distraerse a escribir cuentos como el Corazón Sencillo, que representa seis meses de asiduo trabajo: a fuerza de afilar la punta del lápiz, Flaubert la quebró.
El fondo de las obras de Flaubert es pesimista, no porque él predique ni esas ni otras doctrinas, pues escritor más impersonal y reservado no se ha visto nunca, sino porque su implacable observación descubre a cada instante la flaqueza y nulidad de los propósitos e intentos humanos: ya nos muestre a Madama Bovary soñando amores poéticos y cayendo en prosaicas torpezas, ya a Salambona expirando horrorizada de su bárbaro triunfo, ya a Bouvard y Pécuchet estudiando ciencias y tragando libros para quedarse más sandios de lo que eran, no tiene Flaubert rincón donde puedan albergarse ilusiones consoladoras. Escarneció sobre todo la sociedad moderna, lo que se suele llamar ilustración, progreso, adelantos, industria y libertades. Éste es un aspecto de Flaubert que no dejaron de imitar Zola y sus secuaces; sólo que Flaubert no obedecía a un sistema; hacíalo por instinto. En el trato con sus amigos, Flaubert se mostraba, al contrario, entusiasta y exaltado, y apasionábase fácilmente.

- XI -

Los hermanos Goncourt
Llegando a hablar de los hermanos Goncourt me ocurren dos ideas: la primera, que temo elogiarlos más de lo justo, porque me inspiran gran simpatía y son mis autores predilectos, y así prefiero declarar desde ahora cuánta afición les tengo, confesando ingenuamente que hasta sus defectos me cautivan. «La muchedumbre -dice Zola- no se prosternará jamás ante los Goncourt; pero tendrán su altar propio, riquísimo, bizantino, dorado y con curiosas pinturas, donde irán a rezar los sibaritas». -Soy devota de ese altar, sin pretender erigir en ley mi gusto, que procede quizá de mi temperamento de colorista-. La segunda idea que me asalta es maravillarme de que haya quien califique a los realistas de meros fotógrafos, militando en sus filas los dos escritores modernos que con mayor justicia pueden preciarse de pintores.
En España apenas son conocidos los Goncourt. Llámase el uno Edmundo, el otro se llamó Julio; trabajaron en íntima colaboración produciendo novelas y obras históricas hasta que Julio, el menor, bajó a la tumba. Tan unidos vivieron, fundiendo sus estilos e ingenios, que el público los creía un solo escritor. Edmundo, el vivo, en su bellísima novela Los Hermanos Zemganno, simbolizó esta estrecha fraternidad intelectual en la historia de dos hermanos gimnastas que juntos ejecutan en el circo arriesgadísimos ejercicios y mancomunan su fuerza y destreza, llegando a ser un alma en dos cuerpos, y cuando el menor se quiebra ambas piernas en una caída, Gianni, el mayor, renuncia a trabajos que no puede compartir ya con su amado Nello. Dejaré al mismo Edmundo de Goncourt explicar el cariño que los enlazaba. «No solamente se querían los dos hermanos, sino que se sentían ligados entre sí por lazos misteriosos, por ataduras psíquicas, por átomos adhesivos y naturalmente gemelos -aun cuando la edad de ambos era diversa, y diametralmente opuestos sus caracteres-. Pero sus primeros movimientos instintivos eran exactamente idénticos... No sólo los individuos, sino los objetos inanimados, que sin razón fundada atraen o repelen, les producían igual efecto. Y por último, las ideas, esas creaciones del cerebro que nacen no se sabe cuándo ni por qué y brotan sin saber cómo; las ideas, en que ni los mismos enamorados coinciden, eran comunes y simultáneas en los dos hermanos... Y su trabajo se confundía de tal modo, y de tal manera se mezclaban sus ejercicios, y lo que hacían era tan de ambos, que nadie elogiaba a ninguno de ellos en particular, sino a la sociedad... Habían llegado a tener para dos un solo amor propio, una sola vanidad y un solo orgullo».
Mucho tiempo transcurrió sin que los Goncourt lograsen, no diré el aplauso, pero ni aun la atención del público. Alguna de sus novelas fue acogida con tanta indiferencia, que el disgusto del mal suceso aceleró la muerte de Julio. Ahora sí que, gracias al estrépito que mueve el naturalismo, comienzan a ser muy leídas las novelas de los Goncourt, y Edmundo, que al faltarle su hermano quedó desanimado y abatido y quiso colgar la péñola, vuelve a trabajar, y pasa por el tercer novelista vivo de Francia, no faltando quien le antepone a Daudet.
Goncourt fue el primero que llamó documentos humanos a los hechos que el novelista observa y acopia para fundar en ellos sus creaciones. Pero los que imaginan que todo realista o naturalista está cortado por el patrón de Zola, se admirarían si entendiesen la originalidad de Goncourt. Ni se parece a Balzac ni a Flaubert; y aunque discípulo de Diderot, no toma de él sino el colorido y el arte de expresar sensaciones. Stendhal estudiaba el mecanismo psicológico y el proceso de las ideas, y los Goncourt, alumnos del mismo maestro, sobresalen en copiar con vivos toques la realidad sensible. Son, ante todo (inventemos, a ejemplo suyo, una palabra nueva), sensacionistas. No poseen la lucidez de Flaubert, ni su estilo perfecto, ni su impersonalidad poderosa: al contrario, si toman por materia primera lo real, es para vaciarlo en el molde de su individualidad, o como diría Zola, para mostrarlo al través de su temperamento.
En dos cosas descollaron los Goncourt: en conocer el arte y costumbres del siglo XVIII y manifestar los elementos estéticos del XIX. Estudiaron la centuria décimo-octava con fogosidad...

Índice

  1. La cuestión palpitante
  2. Copyright
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  22. - XX -
  23. SobreLa cuestión palpitante