Herencia
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Herencia

  1. 250 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Herencia es la tercera novela de Matto, y una de las más leídas y estudiadas hasta nuestros días. Narra en principio las vivencias de Lucía Marín y su hija adoptiva Margarita (aparecidas ya en Aves sin nido) en su arribo a la caótica Lima de fines del siglo XIX. Luego se ramifica en muchas otras líneas de relato que muestran personajes típicos y dinámicas del momento entre los géneros, clases y "razas".

La novela sugiere un juicio extrañamente ambivalente sobre la llegada de nuevos inmigrantes europeos al Perú. Pinta también fenómenos relativos a la moda, la movilidad social y la sexualidad en medio de una reconfiguración vertiginosa de la vida urbana limeña.

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9788726975826
Categoría
Literatura

XII

Una atmósfera nueva, de ámbar, rodeaba a Margarita desde su salida del baile de las Aguilera.
Su corazón comenzó a estremecerse, con aquellas timideces sin causa conocida, y que son los gérmenes de donde nace el amor destinado a crecer y robustecerse.
El señor Marín, profundo conocedor del corazón humano y de los giros pasionales que da la mirada en el semblante de los hombres, notó desde el primer momento la recíproca impresión recibida por Ernesto y Margarita, como un solo martillazo que, dando en el pecho, resuena en dos corazones.
No perdió, ni un segundo de vista a Casa-Alta, durante el baile, y esa solicitud paternal hizo que se dirigiese al doctor Pedreros para preguntarle algunos detalles sobre la familia y la carrera del joven.
El doctor Pedreros satisfizo a las preguntas de Marín y dijo:
—Es uno de los poquísimos jóvenes de mérito que tenemos, señor; porque hoy la juventud se distingue por fatua, presuntuosa y adelantada en el terreno del vicio.
—¡Oh señor! ¡qué desconsuelo para los que tenemos hijas!
—Verdad que es amarguísima esta convicción; pero en Casa-Alta hallará usted todo lo bueno que busque. Es hijo legítimo de la señora viuda del doctor Casa-Alta, Vocal que fue de la Corte de Justicia de Trujillo.
—¿Es huérfano de padre?
—Sí, señor; pero aún ofrece otra excepción Ernesto. De él no puede decirse con sorna hijo de viuda, no, el escaso montepío de que viven, no se derrocha en aquella casa, y las más honrosas notas del Colegio de Guadalupe y la contenta de Bachiller en San Carlos, abonan en pro del muchacho.
—Pienso en una madre feliz.
—Ni puede ser de otro modo, señor Marín, porque esa madre contempla al hijo, querido por todas partes, elogiado, codiciado.
—Me interesa usted en alto grado a favor de ese joven.
—Lo merece, señor Marín, lo merece. ¿No ve usted que yo conozco muy mucho a su madre, y que su padre fue mi compañero? —dijo el doctor Pedreros, tomando al bracete al señor Marín y arrastrándolo a la habitación del refresco.
—Bebamos un jerez, amigo mío.
—Con el mayor agrado.
—Y volviendo a su tema: ese joven vendría de perilla para su hija de usted.
—No digo que no.
—Es un dechado de amor filial. Yo sé, casi puedo decirle que me consta, que él no tiene mejor confidente que su madre, a quien nada calla; ni mejores amigos que los libros heredados en la biblioteca de su padre. Sobre todo, señor Marín, bebe las lecciones austeras de suvirtuosa madre; y usted, hombre de mundo, sabe lo que importa el ejemplo en la niñez y en la juventud.
—¡Ah doctor! ¡es el todo! El ejemplo del hogar importa para mí toda la doctrina de moral social.
—Cabales. Por eso las esposas y las madres libidinosas dejan a las hijas la herencia fatal.
—¡Sí, la terrible herencia!
Esta conversación, sostenida en medio del tumulto de la fiesta, delante de las trasparentes copas de jerez, se había convertido en el cerebro del señor Marín, en un enjambre de mariposas de vistosos colores, que revoloteaban sin fin, halagando los delicados sentimientos del padre adoptivo de Margarita.
Las horas habían trascurrido. Ernesto debía retirarse, y al despedirse puso en manos del señor Marín una tarjeta con la dirección de su casa.
—Adiós, que no se deje esperar —dijo Lucía.
—Que no se haga extrañar —agregó Margarita.
Y Ernesto salió de aquella casa envuelto en una atmósfera benéfica que jamás respiró en su vida alegre de soltero. Su mente estaba invadida por ideas lúcidas que le hablaban de amor, de esperanza, de felicidad; y, como un fantasma se le interpuso en la puerta de calle un suertero de la Beneficencia.
—Señor un numerito, mire, éste es huachito —le gritó aquél que era cojo, encajándole un billete rosado entre ceja y ceja.
Ernesto tomó casi maquinalmente el papelillo rosado; pagó, dio dirección y siguió su camino. —He pensado casar a Margarita con ese joven Casa-Alta —dijo el señor Marín a su esposa, luego que que se hallaron solos.
—Tú nunca haces nada reprochable, hijo, pero, ¿y si la familia de él? ¿si ellos no se quieren? —repuso Lucía, con frase entrecortada, pasando su diminuta mano por la barba de Fernando, suave como un manojo de seda; y pensando en las atrevidas palabras de la señora Inés vertidas en el salón de la Aguilera, decíase entre dientes: —Me pesan como plomo sobre el corazón.
—Se aman ya: el amor no tiene, querida Lucía, el tardío crecimiento del roble, que pide los esfuerzos de la tierra, y aquí nace y aquí muere. Yo te vi y te amé. El amor es como la electricidad que fulmina el rayo; hiere como una chispa, viene del cielo, es luz divina, y por eso el que ama se regenera, se idealiza, sueña, teme, confía y espera en intricado tropel; porque has de saber, querida, que el amor no es la misma cosa que el instinto del macho y el calor de la hembra.
—Verdad, verdad, y. . . ¡tú me amas!. . . yo celebraría que esto se realizase antes de nuestro proyectado viaje a Madrid —dijo Lucía, acercándose a besar la frente de Fernando; porquesus pensamientos de celos nacientes se encontraban en los labios al hablar de los amores de Margarita.
Fernando levantó la cara frotándola con la mejillas de Lucía, y la besó en la boca, con el beso de la pasión que embriaga más que el vino.
—Muy rico —dijo ella aspirando aire nuevo para sus pulmones.
Margarita se encontraba encerrada en su habitación: de pie junto a una pequeña mesita, donde estaba el ajuar de costura con su canastilla, surtida de sedas, cordones y cintas en desorden. Abrió un cofrecillo de sándalo, y de él sacó la caja de terciopelo: un ligero esfuerzo del pulgar sobre el botoncillo de resorte hizo saltar la tapa, tomó su cruz de ágata en ella guardada, y la besó repetidas veces.
Su mente divagaba entre un pasado negro y un presente azul.
Su corazón comenzó a sentir la corriente pasional, que, abandonando los sueños eróticos de la niñez, se inicia en las realidades de la materia, inclinando la fantasía a la clasificación de las formas del sexo opuesto y despertando fuertemente la curiosidad, emanación de la ignorancia.
Las lágrimas son en la mujer las que determinan siempre las tempestades del alma.
Gruesas gotas salobres resbalaron por las mejillas de la joven, horas antes radiantes de felicidad en el baile, y fueron a brillar como diamantes puros sobre el terciopelo de la cajita en que estaba la cruz.
Un médico hubiese descubierto en aquel llanto la manifiestación de deseos no satisfechos, o el sacudimiento nervioso que da el organismo en el natural desenvolvimiento de las ideas del pecado en embrión; la exuberancia de la espera de la hembra, la duda en fin de la mujer que cree ignorar todo, pero que todo lo adivina, y llora.
El misticismo nace en semejantes horas, por la misma causa fluídica que de la nube llena brota la lluvia, y del choque eléctrico del rayo con la tierra se origina el trueno que, primero ilumina el espacio y después aterra el oído.
—¡Estoy enamorada!... ¿me amará él? —se preguntó la niña cuyo corazón acababa de abrirse a la vida de la pasión verdadera, como el broche de una flor delicada se abre al impulso de dos dedos que separan sus hojas una tras otra.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! mi amor para Manuel, fue sólo confusión de sentimientos; era el hermano, la sangre de mi sangre; por eso sigo amándolo, y su amor no me avergüenza. Ernesto será mi primer amor. Ernesto será el alma de mi alma —dijo, arrojando con cierto ademán, mitad devoción, mitad despecho, lacruz que adoraba, en sus exaltaciones eróticas. En aquel momento, las oleadas de sangre comenzaron a invadir el seno de la mujer entrada en la plenitud del desarrollo.
—El baile ha sido, sí, sí, la cuna de marfil donde ha nacido mi amor —repetía, dando paseos y enredando sus dedos en el cordón de la bata. Después, agarrándose el pecho con ambas manos, y levantando los ojos como una Madonna, balbuceó:
—¡Esto es nuevo, enteramente nuevo en mí! ¿Será que Dios premia mi resignación?, ¿será que al fin he de encontrar la ventura? ¡ah! ¡no, no, yo soy desgraciada por el anatema de mi padre, por el infortunio de mi madre!
Y tornó el llanto, secado a medias, y cayó sobre el diván como desvanecida en sus fuerzas, escondiendo el rostro en las palmas de las manos, y un ligero hipo comenzó a ahogar los suspiros de la triste.
En aquellos mismos momentos una mujer, bien tapada con la manta de iglesia, llegaba a la puerta de la sala de recibo, donde Marín permanecía solo.
—¿Tengo la honra de hablar con el señor Marín?
—Servidor de usted, señora.
—He venido para importunar a la señora esposa de usted, con un pedido.
—Voy a llamarla, señora, si usted se digna esperar unos minutos —dijo él desapareciendo por entre los blancos cortinajes de la puerta lateral.
La desconocida que era de pequeña estatura, tomó asiento en uno de los sillones y comenzó a examinar los muebles del salón retorciendo al mismo tiempo los dedos de las manos, debajo de la manta negra, con ese ademán que indica la ansiedad, el temor, la duda y la esperanza, en los seres que en vano han implorado la caridad de sus semejantes en la tierra y aún aguardan un consuelo milagroso del cielo.
Lucía se presentó por la misma puerta por donde entró Marín.
Los grandes ojos de la señora, abarcaron en una sola mirada la personalidad física y moral de la persona que la aguardaba; pálida, con los labios adelgazados y blanquecinos; la frente cubierta por un misterioso velo de tristeza, que revelaba con precisión la pena infinita que estaba oprimiendo aquel pecho, como con manecillas de acero. Púsose de pie la desconocida, a quien Lucía extendió afectuosamente la mano, que la dama estrechó temblorosa entre las suyas huesosas. Circulaba en aquellos momentos, por las venas de la mujer enlutada, un calofrío que terminó en reaccionarse sobre el corazón, cuando oyó la agradable voz de la señora Marín, que dijo:
—Tengo la honra de hablar con. . .
—¡Ah, digna matrona! mi nombre no le ha de indicar nada a usted: le soy desconocida en absoluto, y básteme decirle que vengo en nombre de la caridad cristiana a solicitar que usted salve a una familia que. . . perece. . . ¡que perecerá!
—Pero tome usted asiento, señora. . . si pudiese servirla. . .
—¡Ah, señora! parece que el cielo me niega ya todo amparo; pero las virtudes de mi madre, que fue una santa; el amor a mis hijos, ¡a mi marido!. . . ¡ah!, ¡les amo tanto! me dan fortaleza para la última prueba. . . ¡señora!. . . ¡señora!. . . las horas vuelan. . . y si yo no acierto. . . todo estará. . . muerto. . . ¡muerto!. . . —repetía frenética por grados la mujer, en cuyos ojos acababa de estallar la tempestad del dolor, derramándose en llanto. Las lágrimas anudaban la garganta, pero las manos se cruzaron en ademán de ruego, y pronto fuele preciso taparse la cara con la orla de su raída manta, para ahogar los sollozos que hervían a borbotones en el seno blanco y suave como un raso.
—Tranquilícese, señora, tranquilícese.
—Cierto, cierto. Yo no debo perder un solo minuto, señora, es preciso comenzar pronto para acabar pronto —respondió enjugando sus lágrimas con la orla de la manta, y prosiguió: —Mi marido es un hombre honrado. Fue empleado en la Aduana del Callao. En un país donde la Justicia inspirara los actos del Gobierno, mi marido habría llegado al puesto aduanero más culminante; pero aquí, señora, todo se regula por el partidarismo político, los empeños personalísimos, la compadrería; todo eso se sobrepone a la competencia, y la nulidad avanza, sube y sube empujando al mérito hacia el abismo.
—Es que los que dirigen al gobierno también serán engañados.
—Sea de ello lo que fuese, señora, yo no me atrevo a contradecir la palabra de usted, pero. . . ¡nosotros estamos arruinados! En dos años hemos agotado cuanto había en mi hogar, desde las chucherías de los chineros hasta la ropa de cama.
—¡Señora!
—En vano hemos tocado mil puertas en busca de trabajo; pero, todas las puertas han permanecido cerradas para nosotros, y esta preocupación social, nacida de la posición, será la muerte.
—¡No diga eso, por Dios!
—Señora, hace tres días que no tomamos alimento alguno. . . ¡ah!. . . ¡los niños!. . . somos seis de familia. . . tres hijos y una hija. . . ¡mi Nelly, mi tierna Nelly todavía nada entiende de los dolores de la vida y exige y se desespera!
Las fuerzas abandonaban visiblemente a la mártir.
La señora Marín fue acercando insensiblemente su silla al asiento que ocupaba la desconocida, escuchándola llena de unción misericordiosa, hasta que llegó a tomarle la mano entre las suyas y, estrechándola con calor, la dijo:
—Tenga fe en Dios, amiga. . . ¿yo soy ya su amiga, verdad?
—¡Oh! bendígala el cielo, señora Marín, y apiádese de nosotros. Hoy debía terminar todo; así he prometido a mi esposo, al adorado mío, a quien quiero tanto como a mis hijos. . . ¿Será posible romper el secreto sellado con un juramento? —al decir esto, la dama levantó al cielo los ojos, turbios por las lágrimas, y su mirada vaga paseó por entre las bombas de cristal de la araña de gas.
—¡Las horas se acercan!. . . ¡será negro, muy negro. . . sea! —dijo, con aquella palabra entrecortada de los pensamientos incoherentes que formula el cerebro delirante.
—¡Sea!. . . ¡amiga mía! —repitió la señora Marín, adivinando con la intuición femenina que esa palabra importaba la resolución de revelar un secreto.
—¡Mi Pablo ha visto la situación sin remedio!... yo también la vi así, y mi Pablo es un buen hombre. ¡La muerte se nos presenta como único asilo!. . . ¡hemos buscado consuelo en brazos de la muerte!. . . ¿y los pequeños? —terminó sollozante la dama.
—¿Y qué? —interrogó Lucía sorprendiendo lahuella de un crimen soltando la mano que tenía entre las suyas.
—¡Señora, no os sorprenda! El amor mismo, nos lleva a veces a acciones que sólo el odio produce. Este es un heroísmo, sí: cobardía no puede ser. Mi Pablo me ha hablado con el corazón en la mano. Ha conseguido, reuniendo gota a gota, pedida por caridad en las boticas, ya con pretexto de un dolor de muelas, ya con el de colerinas en los niños, una cantidad de láudano suficiente para nosotros seis. ¡Ah! el frasco se ha llenado al mismo tiempo que se han agotado nuestras esperanzas, y esta noche debemos dormir todos para no despertar más. Principiaremos por los pequeños.
—¡No tal, no tal! ¡imposible! —dijo Lucía poniéndose de pie, nerviosa e impresionada.
—¡Señora, nosotros mismos les quitaremos, en ...

Índice

  1. Herencia
  2. Copyright
  3. PROLOGO
  4. DEDICATORIA
  5. REBAUTIZO
  6. I
  7. II
  8. III
  9. IV
  10. V
  11. VI
  12. VII
  13. VIII
  14. IX
  15. X
  16. XI
  17. XII
  18. XIII
  19. XIV
  20. XV
  21. XVI
  22. XVII
  23. XVIII
  24. XIX
  25. XX
  26. XXI
  27. XXII
  28. XXIII
  29. XXIV
  30. XXV
  31. XXVI
  32. XXVII
  33. XXVIII
  34. XXIX
  35. XXX
  36. XXXI
  37. XXXII
  38. Other
  39. Sobre Herencia
  40. Notes