
- 55 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Cuentos de la tierra
Descripción del libro
Cuentos de la tierra es una recopilación de cuentos cortos de Emilia Pardo Bazán, género prolífico por excelencia en ella, llegando a publicar más de seiscientos a lo largo de su vida.
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Literatura generalSO TIERRA
-Aquella historia ya puede contarse, porque han muerto los únicos que podían tener interés en que no se supiese, y yo no he sido nunca partidario de descubrir faltas de nadie, y menos crímenes.
Así se expresaba el registrador, en un momento de descanso, momento que bien pudiera llamarse hora de los expedicionarios al monte del Sacramento. Habían dejado el automóvil donde ya la senda se hacía impracticable, buena sólo para andarla en el caballo de San Francisco; y, después de merendar bajo unos castaños remendados, huecos a fuerza de vejez y rellenos de argamasa, fumaban y departían, traídos a la conversación los sucesos de actualidad y los antiguos por los de actualidad.
-¿De modo que queréis oírla? -añadió-. Pues no deja de ser interesante:
Había en Rojaríz, donde yo estaba entonces por asuntos, un matrimonio que pasaba por ejemplar. Él, muy guapo, el mejor mozo de la comarca; ella, una señora también vistosa y, sobre todo, tan prendada de su marido, que se le caía la baba cuando salía a la calle con él del bracero. Yo los trataba, no muy íntimamente, pero lo bastante para ver que allí existían todas las apariencias de la felicidad más completa. Eran gente rica, y tenían, según fama, muchos ahorros. Hasta extrañaba que él, no teniendo hijos, demostrase tal manía y tal empeño en economizar, por lo cual ella tenía costumbre de embromarle.
Por entonces, cosas que hace el demonio, sucedió que yo me enamoré de una señorita lindísima, huérfana y con fama de ser así... un poco mística, que no pensaba en casarse, sino más bien en algo de monjío, pues se la veía mucho en la iglesia. Claro es que, al enamorarme, di en rondar su casa, como es estilo y costumbre en provincia. Quería verla cuando saliese a la catedral, y quería también de noche espiar su paso por detrás de las cortinas cuando fuese, percibir al menos su sombra. Estaba lo que ahora se dice colado.
Así es que, involuntariamente, me convertí en un espía. La casa de la señorita, que vivía sola con una criada vieja, daba a una calle muy poco frecuentada y estrecha, pero hacía esquina y por la parte de atrás se enfrentaba con las tapias de unos huertos. Tenía la casa también un jardincito chico o, por mejor decir, un huerto, con algo de arbolado, y una puertecilla muy vieja y muy igual en color a la pared, por lo cual, al nochecer, apenas se distinguía de ella. Por allí no cruzaba nadie, y era preciso estar como estaba yo, tan ferido de punta de amor, para meterse en el barro inmundo que formaba el suelo de la tal callejuela, para nada; para no ver siquiera a mi tormento.
Había un ángulo en la tapia de los cercados fronterizos, que me permitía disimularme y recatar mi presencia... ¿Recatar? ¿De quién? Ahí está el intríngulis... A poco tiempo de rondar la casa de Teresa -supongamos que se llamaba así- se me puso en la cabeza que otro la rondaba también... Un hombre, embozado en amplia capa, se acercaba con sospechosa insistencia a la casa de Teresa, mirando alrededor y avizorando si le observaban. Esto fue para mí como una banderilla para un toro. Teresa tenía otro galanteador, no cabía duda.
Hasta aquí podía pasar, y, si bien la cosa me indignaba, no tenía por qué extrañarme. Lo que ya pasó del límite de mi sufrimiento y hasta de mi comprensión, fue que, en otras dos noches de espionaje pasadas, me convencí de que había un tercero en discordia. Un sujeto no muy bien vestido, de bufanda y chaqueta, daba sospechosas vueltas por allí, fijándose también mucho en la casa, en sus tapiales, como si intentase asaltarla...
Y, claro, no tardé en darme un cachete en la frente, y en llamarme a mí mismo tonto... Allí podía haber un rondador, y era el de la capa, el alto, el bien plantado; pero el segundo, el mal fachado, ¿qué querían ustedes que fuese? ¿Qué podía ser sino un ladrón? Desde aquel momento, mi empresa amorosa tuvo el interés de un drama o de una novela de folletín. Todas las hipótesis cruzaron por mi mente. Mis facultades de observación se agudizaron. Me armé de una pistola, cargada. La luna estaba en menguante, y me daba el corazón que a la primera noche nublada sucedería algo de cuenta.
A decir verdad, por el lado del galanteador no creía que ocurriese cosa que digna de contarse fuera. La vanidad de los hombres es tal, que siempre les ha de costar trabajo creer que otro logra lo que ellos no han logrado. Valido de la oscuridad, me escondí en mi puesto de acecho, dejando apenas asomar algo de la cabeza por la tapia del muro. Era un admirable acechadero aquel huerto abandonado a la maleza, y en el cual no había perros que os saltasen a las canillas. La cosa tenía mucho de romántica y yo sentía hasta palpitaciones.
Pero la aventura me pareció menos bonita cuando, en vez de aparecer el ladrón, vi entrar por la calleja, cuidadoso y mirando a todas partes por si le seguían, al hombre bien plantado... El embozo de la capa le cubría por completo el rostro, pero su paso ágil y elástico revelaba a un sujeto en la fuerza de la edad. Así que se creyó seguro, se acercó a la puertecilla, y mis ojos desesperados vieron cómo se abría desde adentro, y cómo el hombre se colaba por ella... Les aseguro a ustedes que pasé un mal cuarto de hora. ¡En eso habían venido a parar los repulgos místicos de aquella Teresa tan adorada! ¡Y yo que pensaba en ella, como se piensa en la Virgen!
La puerta se había cerrado y no tenía trazas de abrirse; las horas pasaban; yo permanecía clavado en mi puesto de acecho, pues quería saber cuándo se terminaba la entrevista. Mil ideas insensatas me hacían devanarme los sesos. ¿Por qué este misterio en la cita? Teresa era soltera, era libre. Podía recibir ante el mundo a su novio, podía casarse... Y, a fuerza de dar y tomar en esta idea, se me ocurrió la más lógica: Teresa era libre, ¿y si él podía no serlo? Y ya entonces me pareció que se hundía el mundo dentro de mí y que sus ruinas me aplastaban. ¡Teresa! ¡Teresa capaz de tal atrocidad!
De súbito (cuando está uno así adquiere una perspicacia extraordinaria), se me figuró que se rasgaba una cortina de niebla y que se destacaba la figura del hombre para quien la puerta se había abierto... Yo conocía aquella silueta, y me lo había dicho a mí mismo varias veces, durante el acecho; una cara puede recatarse con un embozo, pero un modo de andar y una postura no se recatan. Era Fajardo, el marido modelo, el hombre económico, el que llevaba siempre en los bolsillos fuertes cantidades... ¿Qué quería decir todo esto?
Y si no me había dado cuenta antes de que era Fajardo, en efecto, era porque me lo estorbaba una suposición de imposibilidad, que acababa de abolirse. Si el que entraba en casa de Teresa no podía hacerlo en público, cabía que fuese de Fajardo aquella silueta que lo parecía.
Todo eso pasó en dos horas, de diez a doce. Cerca ya de la medianoche, mis ojos, que no se apartaban de la puerta, vieron algo que me sobresaltó: el segundo rondador, el tercero contándome a mí, el mal fachado, acababa de aparecer saliendo de la oscura travesía y se situaba detrás de la puerta...
Se me alborotaba el corazón, pero ahora no de celos ni de rabia, sino de susto. Aquel agudo discurrir que notaba desde hacía dos horas, me decía claramente que el nuevo personaje estaba apostado para robar a Fajardo, aprovechando la singular y conocida manía del rico propietario de llevar siempre encima fuertes sumas.
No tuve tiempo de pensar lo que más convenía hacer, si intervenir o limitarme al papel de espectador. Al sonar, en lejano reloj, las trémulas campanadas de la medianoche, la puerta se abrió sigilosa, y vi en ella, entreví dijera mejor, dos figuras enlazadas estrechamente.
Se deshizo el abrazo, y el hombre salió, y la mujer se esfumó tras de la puerta. Al punto mismo, el mal fachado alzó el brazo y escuché un grito apagado y desgarrador. Fajardo cayó al suelo y el asesino empezó a registrarle, a tientas. Y volvió la puerta a abrirse, y la mujer asomó, dando señales de susto, pero el bandido huía ya, con su presa, la cartera repletísima de que Fajardo no se separaba nunca...
Salté de mi murallón. Teresa, sollozando, se inclinaba sobre el cadáver, pues el golpe había sido certero, en la arteria, que seccionó. Yo no podré decir cómo nos entendimos en aquel terrible instante: la mujer medio loca, y yo, que me proponía salvarla del deshonor seguro. Ni entiendo cómo se fió en mí: es verdad que me conocía, sabía que quien la andaba rondando era, al menos, una persona incapaz de una cosa enteramente mala. Yo creo que es que hay instantes en que se razona eléctricamente o, mejor dicho, no es que se razone, es que se procede de un modo instintivo, y el instinto es más seguro que nada, y es instantáneo. Entre los dos trasladamos el cuerpo al jardincillo; entre los dos borramos las huellas de sangre del suelo: por fortuna, lo más de la hemorragia lo habían absorbido las ropas. Teresa no quería creer que estuviese muerto y, sin recato, cubría de besos el rostro frío y la ya amoratada boca. Y, con igual impudor, olvidada de cuanto no fuese el espantoso caso,
respondía a mis preguntas:
-¿Tiene usted una cueva, un sótano?
-Sí, hay uno.
-Pues es preciso llevar allí el cuerpo... Si no, se hará público todo, y hasta se verá usted en una cárcel. No podemos probar que lo asesinaron otros. Yo también me estoy jugando muchas cosas.
La convencí, y me ayudó en la fúnebre tarea. Cavamos en aquella especie de cueva, cuyo suelo era terrizo, y enterré bien hondo el despojo triste. Teresa sufrió varias convulsiones.
Entre sus accesos de llanto, repetía:
-¡Ya tenía yo miedo siempre, con llevar él encima tanto dinero!
-¿Para qué lo llevaba? -no pude menos de preguntar.
-Para marcharnos juntos si era preciso... y lo sería muy pronto... Así es que hoy me dejó el dinero en mi poder...
Las palabras de Teresa me sugirieron algo que ya era necesario; no podía aquella mujer quedarse allí, custodiando aquel muerto, pensando verlo salir de su huesa. Como la hubiese preparado el mismo Fajardo, en vida, preparé yo la fuga de la muchacha. El alba asomaba ya cuando la saqué de su casa, envuelta en tupido manto lutero, y la empaqueté en la diligencia que iba a Tuy. Desde Tuy a la frontera portuguesa, un paso. Y en Portugal, Teresa estaba segura, si lograba esconderse.
Por adoptar todas las precauciones, la obligué a que escribiese a su vieja asistenta, anunciando un corto viaje a tomar unas aguas, y encargándola de ventilar la casa alguna vez.
Y esperé los acontecimientos.
La desaparición de Fajardo alarmó, no tanto como se hubiese podido suponer, pero lo bastante para que se indagase y revolviese. Se habló del asunto quince días o más; pero como no había Prensa, o si la había no tenía aún la costumbre de ocuparse de estas cuestiones, nada se averiguó de positivo. Yo oía los comentarios; claro es que se susurró cosa de amores; pero nadie pronunció el nombre de Teresa, de quien, por su vida retirada y devota, nadie sospechó.
Y pasó el tiempo, y vino el olvido, y sólo yo sé que en una cueva hay unos huesos, que ya estarán hechos moho por la humedad... Y el saberlo sólo yo, ¿creerán que me da a veces escalofríos de remordimiento?
Rieron los circunstantes y, hartos y descansados, se pusieron otra vez en camino.
MADRUGUEIRO
Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...
Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.
El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... "A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías".
Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.
Un día se supo en la parroquia que acababa de morir, súbitamente, el cura. Una hemoptisis fulminante se lo llevó, y la misma enfermedad había dado cabo, tres o cuatro años antes, del hermano del párroco que, desde Montevideo, vino a reponer sus fuerzas y a descansar de una vida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar en las faenas del menaje a la vieja Angustias, ama del sacerdote. Una idea tenaz la impulsaba a prestar estos servicios desinteresadamente, y con asiduo celo. Aprovechando todas las ocasiones, la bruja moza registraba sin cesar la casa, a pretexto de asearla y barrerla. El desván, sobre todo, era objeto de sus predilecciones. En él se guardaban los tres baúles, que trajo el indiano, de cuero de buey, con cantoneras de latón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, con la llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentas comerciales, periódicos viejos, botas, una bufanda... La moza no cesaba de percudar, esperando siempre el indicio. Y un día, como pasase su mano por el fondo de uno de los baúles, en un ángulo, sus uñas arrastraron un objeto menudo, circular... Lo miró a la escasa luz que entraba por la claraboya. Sus pupilas destellaron. Era una monedita de oro, una doblilla menuda, donde brillaba la grave faz paternal del pelucón Carlos III.
Ya no cabía dudar. ¡En esos baúles había venido la fortuna del indiano!
Con husmear de gata fina, con sigilo de vulpeja cazadora, con maña de ratoncillo que busca la entrada de una despensa, empezó Micaela a investigar. Angustias, interrogada capciosamente, fue soltando retazos de lo probable, mezclados con mil fábulas. Sí, ya estaba ella enterada de que en la aldea eran unos mentirosos; creían que el hermano del señor cura venía relleno de onzas..., y pensaban que toda esa riqueza la había escondido el párroco debajo del altar mayor... ¡Invencionistas del demonio, que armaban un cuento en el aro de una peneira!...
En su casa, mientras Manuel envolvía en sucias cartas de baraja la cabeza de los cohetes, sacaba Micaela la conversación del tesoro del párroco. ¿Sería verdad que estuviese escondido en la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas! El indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pesetas roñosas; justamente había muerto de privaciones, de la miseria que pasó allá en Montevideo. La muchacha agachaba la cabeza y apretaba contra el pecho la monedita de oro, que llevaba colgada del cuello, en un saco. Dos o tres veces tuvo al borde de los labios la súplica: "Señor pá, aúdeme a buscare el tesoro..." Un inexplicable recelo la contuvo. Notaba en su padrastro algo de singular. Andaba como agitado, como fuera de sí. Para adquirir, según decía, los elementos del fuego artificial que había de arder el día de la fiesta del Patrón, hacía salidas frecuentes, viajes a Compostela, que duraban días. Y Micaela se quedaba sola frente al problema: averiguar dónde se ocultaba una riqueza de cuya existencia no le quedaba ni la menor duda, pero cuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa del cura no estaba el tesoro. Y en el altar mayor... ¡Imposible! Otro era el escondrijo. ¿Cuál? Una hermosa noche de plenilunio, la bruja resolvió apelar a los encantos. Recitaba la fórmula del libro y, provista de una varita de avellano, salió de su casa, encaminándose a la del cura. No corría ni un soplo de viento: las madreselvas de los zarzales esparcían fragancia deliciosa y pura: a lo lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!, y la queja de un carro estridulaba muy distante también, como una despedida. Micaela desató el pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente, y desenvolviéndolo, lo ató sobre los ojos, mientras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas, creía sentir mejor la corriente de esa extraña inspiración que se resuelve en adivinanza. No era ella la que avanzaba: era una virtud desconocida la que la impulsaba hacia un lado o hacia otro. Por allí se iba a la casa del cura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la varita, que se estremecía entre sus dedos?
Impulsada por aquel temblor de la varita, andaba Micaela sin ver..., tropezando en los conocidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron en la tierra blanda de un huerto y por poco dan contra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría los ojos, y reconoció dónde estaba. Ante ella alzábase el abandonado palomar del cura. Era una especie de torrecilla redonda, pequeña, cuyo tejado caía en ruina. La puerta, medio desvencijada, aparecía abierta de par en par. La moza, derechamente, se fue hacia el interior, donde penetraba la clara plata de la noche. Un instinto le decía ...
Índice
- Cuentos de la tierra
- Copyright
- LAS MEDIAS ROJAS
- UN POCO DE CIENCIA
- SIN QUERER
- LA CORPANA
- LUMBRARADA
- LA ADVERTENCIA
- OBRA DE MISERICORDIA
- BAJO LA LOSA
- MILAGRO NATURAL
- LA CASA DEL SUEÑO
- ENTRE HUMO
- LA SEÑORITA AGLAE
- EL PAÑUELO
- EL LEGAJO
- COMO LA LUZ
- EL ÚLTIMO BAILE
- SO TIERRA
- MADRUGUEIRO
- "LA DEIXADA"
- ANTIGUAMENTE
- ATAVISMOS
- EN SILENCIO
- BOHEMIA EN PROSA
- Sobre Cuentos de la tierra