I
Hallazgo
Pasó el verano y después el otoño; y llegó el invierno. Ni el señor Blanco ni la joven habían vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un pensamiento, volver a ver aquel dulce y adorable rostro, y lo buscaba sin cesar y en todas partes; pero no hallaba nada. No era ya el soñador entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el arriesgado provocador del destino, el cerebro que engendra porvenir sobre porvenir con la imaginación llena de planes, de proyectos, de altivez, de ideas y de voluntad. Era un perro perdido. Había caído en una negra tristeza; todo había concluido para él.
El trabajo le repugnaba, el paseo lo cansaba, la soledad lo fastidiaba; la Naturaleza se presentaba ahora vacía ante sus ojos. Le parecía que todo había desaparecido.
Un día de aquel invierno, Marius acababa de salir de su pieza en casa Gorbeau y caminaba lentamente por la calle, pensativo y con la cabeza baja.
De repente sintió un empujón en la bruma; se volvió, y vio dos jóvenes cubiertas de harapos una alta y delgada, la otra más pequeña, que pasaban rápidamente frente a él, sofocadas, asustadas, y como huyendo. No lo vieron y lo rozaron al pasar.
Marius distinguió en el crepúsculo sus caras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus vestidos rotos y sus pies descalzos. Sin dejar de correr, iban hablando.
La mayor decía en voz baja:
¡Llegaron los sabuesos, pero no pudieron pescarme!
La otra respondió:
¡Los vi y disparé a rajar!
Marius comprendió, a través de su jerga, que los policías habían tratado de prender a las muchachas, y ellas se habían escapado.
Se escondieron un rato entre los árboles y luego desaparecieron.
Marius iba ya a continuar su camino, cuando vio en el suelo a sus pies un paquetito gris, y lo recogió.
Se les habrá caído a esas pobres muchachas dijo.
Volvió atrás, pero no las encontró; creyó que estarían ya lejos; se metió el paquete en el bolsillo y se fue a comer.
Por la noche, cuando se desnudaba para acostarse, encontró en su bolsillo el paquete. Ya se había olvidado de él. Creyó que sería útil abrirlo, porque tal vez contuviera las señas de las jóvenes o de quien lo hubiera perdido.
El sobre contenía cuatro cartas, sin cerrar. Todas exhalaban un olor repugnante a tabaco.
La primera estaba dirigida a: "Señora marquesa de Grucheray, plaza enfrente de la Cámara de Diputados".
Marius se dijo que encontraría probablemente las indicaciones que buscaba en ella, y que además, no estando cerrada la carta, era probable que pudiese ser leída sin inconveniente.
Estaba concebida en estos términos:
"Señora marquesa:
La birtud de la clemencia y de la piedad es la que une más estrechamente la soziedad. Dad salida a buestros cristianos sentimientos, y dirigid una mirada de compación a este desgraciado español víctima de la lealtad y fidelidad a la causa sagrada de la legitimidad, que no duda que buestra honorable persona le concederá un socorro. Os saluda humildemente Alvarez, capitán español de caballería, realista refugiado en Francia, que está de biaje acia su patria, y carece de recursos para continuar su biaje".
No había señas del remitente.
La segunda carta, dirigida a la señora condesa de Montverdet, estaba firmada por la señora Balizard, madre de seis hijos.
Marius pasó a la tercera carta, que era, como las anteriores, una petición, y estaba firmada por Genflot, literato.
Marius abrió por fin la cuarta carta, dirigida al señor bienhechor de la iglesia de Saint jacques. Contenía las siguientes líneas:
"Hombre bienhechor:
Si os dignáis acompañar a mi hija, conozeréis una calamidad mizerable, y os enseñaré mis certificados. Espero buestra bisita o buestro socorro, si os dignáis darlo, y os ruego recibáis los saludos respetuosos de buestro muy humilde y muy obediente serbidor,
Fabontou, artista dramático".
Después de haber leído estas cuatro cartas, no se quedó Marius mucho más enterado que antes.
En primer lugar, ningún firmante ponía las señas de su casa.
Además, parecía que provenían de cuatro individuos diferentes, pero tenían la particularidad de estar escritas por la misma mano, en el mismo papel grueso y amarillento, tenían el mismo olor a tabaco, y aunque en ellas se había tratado evidentemente de variar el estilo, las faltas de ortografía se repetían con increíble desenfado.
Marius las volvió al sobre, las tiró a un rincón, y se acostó.
A las siete de la mañana del día siguiente, acababa de levantarse y desayunarse a iba a ponerse a trabajar, cuando llamaron suavemente a la puerta.
Como no poseía nada, nunca quitaba la llave.
-Adelante dijo.
Se abrió la puerta.
Perdón, caballero...
Era una voz sorda, cascada, ahogada, áspera; una voz de viejo enronquecida por el aguardiente.
Marius se volvió con presteza, y vio a una joven.
II
Una rosa en la miseria
Ante él se encontraba una muchacha flaca, descolorida, descarnada; no tenía más que una mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa desnudez; las manos rojas, la boca entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, los ojos sin brillo de mirada insolente, las formas abortadas de una joven, y la mirada de una vieja corrompida; cincuenta años mezclados con quince. Uno de esos seres que son a la vez débiles y horribles, y que hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar. Un resto de belleza moría en aquel rostro de dieciséis años.
Aquella cara no era absolutamente desconocida a Marius. Creía recordar haberla visto en alguna parte.
¿Qué queréis, señorita? preguntó.
La joven contestó con su voz de presidiario borracho:
Traigo una carta para vos, señor Marius.
Llamaba a Marius por su nombre, no podía dudar que era a él a quien se dirigía; pero, ¿quién era aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?
Le entregó una carta. Marius, ai abrirla, observó que el lacre del sello estaba aún húmedo. El mensaje, pues, no podía venir de muy lejos. Leyó:
`Mi amable y joven becino:
"He sabido buestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis meses. Os bendigo. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan hace dos días cuatro personas, y mi mujer enferma. Sí mi corasón no me engaña, creo deber esperar de la jenerosidad del buestro, que se umanizará a la bista de este espectáculo, y que os dará el deseo de serme propicio, dignándoos prodigarme algún socorro.
BUESTRO, JONDRETTE
P. D. Mi hija esperará buestras órdenes, querido señor Marius ".
Esta carta era como una luz en una cueva. Todo quedó para él iluminado de repente. Porque ésta venía de donde venían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo estilo, la misma ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco.
Había cinco misivas, cinco historias, cinco nombres, cinco firmas y un solo firmante. Todos eran Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este modo.
Ahora veía todo claro. Comprendía que su vecino Jondrette tenía por industria, en su miseria, explotar la caridad de las personas benéficas, cuyas señas se proporcionaba; que escribía bajo nombres supuestos a personas que juzgaba ricas y caritativas, cartas que sus hijas llevaban. Marius comprendió que aquellas desgraciadas desempeñaban además no sé qué sombrías ocupaciones, y que de todo esto había resultado, en medio de la sociedad humana, tal como está formada, dos miserables seres que no eran ni niñas, ni muchachas, ni mujeres, especie de monstruos impuros o inocentes producidos por la miseria.
Sin embargo, mientras Marius fijaba en ella una mirada admirada y dolorosa, la joven iba y venía por la buhardilla con una audacia de espectro. Y como si estuviese sola, tarareaba canciones picarescas que en su voz gutural y ronca sonaban lúgubres. Bajo aquel velo de osadía, asomaba a veces cierto encogimiento, cierta inquietud y humillación. El descaro, en ocasiones, tiene vergüenza.
Marius estaba pensativo, y la dejaba hacer.
Se aproximó a la mesa.
¡Ah! exclamó , ¡tenéis libros! Yo también sé leer.
Y cogiendo vivamente el libro que estaba abierto sobre la mesa, leyó con bastante soltura: "...del castillo de Hougomont, que está en medio de la llanura de Waterloo..."
Aquí suspendió su lectura.
¡Ah! Waterloo; lo conozco. Es una batalla de hace tiempo. Mi padre sirvió en el ejército. Nosotros en casa somos muy bonapartistas. Waterloo fue contra los ingleses, yo sé.
Y dejó el libro, cogió una pluma, y exclamó:
-También sé escribir.
Mojó la pluma en el tintero. y se volvió hacia Marius:
¿Queréis ver? Mirad, voy a escribir algo para que veáis.
Y antes que Marius hubiera tenido tiempo de contestar, escribió sobre un pedazo de papel blanco que había sobre la mesa: Los sabuesos están ahí.
Luego, arrojando la pluma, añadió:
No hay faltas de ortografía, podéis verlo. Mi hermana y yo hemos recibido educación.
Luego consideró a Marius, su rostro tomó un aire extraño, y dijo:
¿Sabéis, señor Marius, que sois un joven muy guapo?
Y al mismo tiempo se les ocurrió a ambos la misma idea, que a ella la hizo sonreír, y a él ruborizarse.
Vos no habéis reparado en mí añadió ella , pero yo os conozco, señor Marius. Os suelo encontrar aquí en la escalera y os veo entrar algunas veces en casa del viejo Mabeuf. Os sienta bien ese pelo rizado.
Señorita dijo Marius con su fría gravedad , tengo un paquete que creo os pertenece. Permitid que os lo devuelva...
Y le alargó el sobre que contenía las cuatro cartas. Palmoteó ella de contento y exclamó:
Lo habíamos buscado por todas partes. ¿Luego erais vos con quien tropezamos al pasar ayer noche? No se veía nada. ¡Ah, ésta es la de ese viejo que va a misa! Y ya es la hora. Voy a llevársela. Tal vez nos dará algo con qué poder almorzar.
Esto hizo recordar a Marius lo que aquella desgraciada había ido a buscar ...