Introducción
¿Cuáles son los problemas de la enseñanza de la lengua en la escuela? ¿Se pueden definir de una vez y para siempre? ¿Es necesaria una formación permanente o el docente puede seguir adelante con aquello que “funcionó” alguna vez? ¿Existe un único modelo que permita trabajar todos los aspectos de la escritura y de la lectura? ¿Las últimas corrientes lingüísticas son siempre superadoras de las anteriores? ¿Es necesaria la teoría o sólo se aprende “a leer leyendo y a escribir escribiendo”?
Un libro que pretenda trabajar los problemas de la enseñanza de la lengua supone un contrapunto frente a cualquier teoricismo que sin mirar lo que sucede en el aula se autoconvence de su eficacia, y un contrapunto también frente a cualquier aplicacionismo que imagine que las teorías –legitimadas por la universidad, los diseños curriculares, los manuales escolares, incluso las teorías de otros colegas– pueden “aplicarse” sin mediaciones y con un supuesto de universalidad que desatienda la diversidad que la escuela supone. No todas las teorías sobre el lenguaje son válidas en el campo educativo ni una única permitiría explicar los complejos procesos que se juegan en el decir, leer y escribir; menos aun si se reconoce que cada práctica no se da en el vacío ni en condiciones ideales elegidas sino
en un contexto que la determina: alumnos y docentes que, a su vez, provienen de diferentes espacios y formaciones.
A partir de estas convicciones, este libro intenta avanzar en el planteo sobre los problemas de la enseñanza de la lengua en un recorrido que abarca tanto los saberes sobre el lenguaje ya conocidos en la tradición escolar como así también aquellos que puedan resultar más “novedosos” en función de los problemas que una práctica concreta presenta.
En este intento es preciso “leer” lo que dicen los relatos, los escritos, las escenas de trabajo en las aulas: leer lo que impone la particularidad. Es en esa particularidad donde están los docentes y alumnos actuando, con sus maneras de pensar y decir el mundo, en los más variados escenarios en los que la práctica educativa se produce. Algunos apartados de este libro, entonces, partirán de experiencias de aula que nos permitan identificar problemas y, en función de estos, intentar construir un espacio de propuestas.
Hemos incluido el término “conflicto” en el título de este libro porque es un término que de alguna manera explica una forma de ver y de entender el mundo. Las relaciones y los intercambios sociales pueden ser explicados, a grandes rasgos, según una visión de consenso o, por el contrario, ser ligados a la visión del conflicto, las tensiones y las luchas.
Pensemos, para comenzar, en los conflictos que pueden darse entre el ámbito científico y el ámbito educativo.
Por ejemplo, cuando ciertos avances en las ciencias del lenguaje producidos en la universidad a la espera de su utilización en las aulas, son tildados por la escuela de “rebuscados” e “inaplicables” o, al revés, cuando en la escuela se crean saberes –los podríamos denominar “escolares”– que nada o poco tienen de ligazón con los que se están originando en la universidad. Ahí se produce un conflicto: en un caso se construirán prejuicios sobre la escuela (su falta de formación, su “atraso”) y en otros se construirán prejuicios sobre la universidad (su “indiferencia”, es “cerrada”). Es posible que quienes hayan transitado por la formación universitaria reconozcan ciertas ideas sobre la escuela, compartidas entre los compañeros recién egresados, tales como que para empezar a dar clases de lengua tenían que olvidar todo lo aprendido en su formación, pues nunca podrían aplicarlo en la enseñanza en el nivel medio. Pero también pudimos ver estos prejuicios cuando, en el marco de las tareas de capacitación que hicimos en escuelas estatales del conurbano bonaerense, nos encontramos con una primera reacción de resistencia por parte de los profesores porque pensaban que vendríamos a exponer las últimas teorías sobre la lengua sin “meter los pies en el barro”, dicho de otro modo, sin conocer los problemas de sus alumnos. Prejuicios, entonces, sobre la “teoría” o prejuicios sobre la “práctica” que se resolverán en la situación escolar de diferentes maneras y en diferentes grados: habilitando ciertas formulaciones y desechando otras, con indiferencia hacia ciertos postulados y recuperando otros.
A su vez, en cada uno de estos ámbitos, en el interior de las instituciones, también se producen tensiones: los directivos consideran indispensable una “capacitación” para los docentes de la escuela pues observan en los boletines altos índices de repitencia en el primer año; situación que los docentes, por su parte, adjudican a otras variables y se resisten a “dejar pasar de año” a alumnos. O cuando los profesores proponen una manera de confeccionar las planificaciones anuales que es tachada de insuficiente por la coordinadora del área. O, por ejemplo, las discusiones surgidas en relación con cuáles deben ser las líneas rectoras de organización de la materia: se propone al docente organizar el año a partir de las tipologías textuales –según líneas innovadoras del diseño curricular– pero el profesor, por múltiples razones, tamizará esa propuesta con aquellas que viene trabajando desde hace años. Cada caso, en la práctica, mostrará estas tensiones de diferentes formas; incluso pueden “negociarse” aquellas posturas que se presenten como contrarias ya que la negociación es también el resultado de un conflicto.
Por otro lado, los docentes de una escuela tampoco están siempre de acuerdo. Muchas veces no hay consenso con los profesores de otras materias ni de los docentes de Lengua entre sí. Por ejemplo, no siempre hay acuerdos en relación con la cuestión de a quién le compete enseñar a escribir o resumir: si es una tarea exclusiva de los profesores de lengua o si es una tarea que atraviesa todas las áreas del conocimiento. Ni hay consenso entre los docentes de lengua sobre, por ejemplo, con qué lenguaje hacerlo, qué lugar ocupará la literatura entre los otros discursos que deben trabajarse en el área, si la gramática es o no una teoría adecuada para la formación.
Y dentro del aula, a su vez, los conflictos también pueden vislumbrase entre profesores y alumnos, y alumnos entre sí: aceptaciones, resistencias y negociaciones en las relaciones personales y en las relaciones con el saber que son producto de formaciones y orígenes distintos. Conflictos que se extienden también a la comunidad educativa: con los padres, con los vecinos. O con el mercado editorial: cuando las editoriales presentan sus productos –los libros de texto para docentes y alumnos– como materiales de trabajo que explicarían los “nuevos contenidos” o los temas propuestos por los Contenidos Básicos Comunes, están luchando por una mejor ubicación en el ámbito escolar.
Es que básicamente el currículum es un espacio de lucha. Como lo definió Alicia de Alba: “es una síntesis de elementos culturales (conocimientos, valores, costumbres, hábitos) que conforman una propuesta políticoeducativa, pensada e impulsada por diversos grupos y sectores sociales, cuyos intereses son diversos y contradictorios, aunque algunos tiendan a ser dominantes o hegemónicos y otros tiendan a oponerse y resistirse a tal dominación. Síntesis a la cual se arriba a través de diversos mecanismos de negociación e imposición social”. Luchas por distintas concepciones del lenguaje, por el conocimiento, por las maneras de trabajarlo.
Estas luchas, estas tensiones se expresan en el lenguaje. Y hay formas de hablar y de escribir que, de acuerdo al lugar en el que las pversonas se encuentran, pueden resultar “propias” o “ajenas”.
Un padre que espera que su hijo encuentre y desarrolle en la escuela la lengua que considera que no tiene en su casa o en su barrio se ubica del lado de lo ajeno, de lo “otro”. Cuando dice que “lo manda a la escuela para que aprenda a hablar como se debe”, ese padre deposita su confianza en la escuela pues ésta es para él el lugar donde su hijo aprenderá esa otra lengua valorada positivamente en relación con la lengua del hogar, autovalorada como insuficiente para la vida en sociedad. Pero también puede ser al revés; hay quienes luchan toda la vida para que no se les quite lo “propio”, una lengua propia que simboliza toda una cultura que se conformó a lo largo del tiempo. Las dos vertientes pueden ser posibles porque la identidad, y la lengua representando a esa identidad, puede ser camisa y piel a la vez; es decir, uno es quien es por el lugar donde nació, las costumbres que aprendió, la lengua materna que adquirió en el hogar, pero también según cómo quiere ser o cómo quiere que lo vean los demás, según dónde elige vivir y dónde quiere estar. La lengua es la piel y también una camisa con diferentes talles.
Entonces la lengua, además de ser una convención y una imposición social e histórica, puede ser un ejército con capa y espada, que sirve para luchar, para resistir. A principios de siglo se llevaron a cabo en la escuela argentina esfuerzos tendientes a silenciar voces “extranjeras” que, sin embargo, se seguían escuchando en el recreo: esto nos habla de lo que los sociolingüistas denominan “lealtad lingüística” o “símbolo de pertenencia a un grupo”. En este sentido podemos interpretar también algunos silencios de nuestros alumnos en algunas situaciones escolares: como una resistencia a perder lo “propio” o como un reconocimiento de la valoración negativa que portaría una forma de habla particular, de modo tal que si no puedo reproducir esa lengua, “mejor me callo”.
Es que a veces se toma prestada una lengua que no sentimos “propia” –para los discursos académicos o cuando queremos impresionar a un profesor, por ejemplo– y no siempre se sale airoso: ese préstamo nos desnuda, pone al descubierto que no nos sentimos cómodos. Son los fenómenos que la sociología del lenguaje ha definido como de “hipercorrección” para explicar cómo influyen nuestras ideas acerca de lo que es “correcto” en una situación determinada que, a veces, muestran justamente lo contrario, que desconocemos la norma y nos es “ajena”.
Otras veces, es la escritura la que se nos presenta como una lengua “ajena”, bien porque no es una práctica habitual o bien porque produce cierto temor (“es difícil”, “da trabajo”). Claire Blanche-Benveniste la llama “lengua dominguera” y muestra, a través del análisis de la escritura de varios chicos, cómo cuando se escribe se saca a relucir la lengua reservada para los domingos, los días distintos, los días de fiesta. Para otros, quizás, pueda significar el espacio de lo privado y, de ese modo, el espacio de la intimidad, de lo “propio”, el espacio donde encontrarse con uno mismo o donde “reescribir los textos de la cultura dominante cargándolos de las propias expe...