El rostro amarillo
eBook - ePub

El rostro amarillo

  1. 35 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El rostro amarillo

Descripción del libro

El triste y trágico pasado de una joven viuda la perseguirá hasta el final de sus días.

La joven escapa a Inglaterra tras perder trágicamente a toda su familia por la fiebre amarilla. Su nuevo esposo inglés, el Sr Grant Munro acudirá desesperadamente al consultorio de Sherlock Holmes y el Dr. Watson.

Su mujer lleva días desaparecida, tiene parte de su dinero y sin dejar rastro alguno, abandonó a su esposo sin ninguna explicación.

El Sr. Munro con el corazón en la mano, buscará la ayuda de Holmes y Watson para encontrar el paradero de su amada esposa.

Una novela que realizará una crítica racial al sistema inglés del siglo XIX, te sorprenderá con la manera en Holmes deduce una inimaginable verdad.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El rostro amarillo de Arthur Conan Doyle en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Letteratura y Classici. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788726462876
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici

EL OFICINISTA DEL CORREDOR DE BOLSA

Poco después de mi matrimonio compré su clientela a un médico en el distrito de Paddington. El anciano señor Farquhar, que fue a quien se la compré, había tenido en otro tiempo una excelente clientela de medicina general; pero sus años y la enfermedad que padecía..., una especie de baile de San Vito..., la había disminuido mucho. El público, y ello parece lógico, se guía por el principio de que quien ha de sanar a los demás debe ser persona sana, y mira con recelo la habilidad curativa del hombre que no alcanza con sus remedios a curar su propia enfermedad. Por esa razón fue menguando la clientela de mi predecesor a medida que él se debilitaba, y cuando yo se la compré, había descendido desde mil doscientas personas a poco más de trescientas visitadas en un año. Sin embargo, yo tenía confianza en mi propia juventud y energía y estaba convencido de que en un plazo de pocos años el negocio volvería a ser tan floreciente como antes.
En los tres primeros meses que siguieron a la adquisición de aquella clientela tuve que mantenerme muy atento al trabajo, y vi, en contadas ocasiones, a mi amigo Sherlock Holmes; mis ocupaciones eran demasiadas para permitirme ir de visita a Baker Street, y Holmes rara vez salía de casa como no fuese a asuntos profesionales. De ahí mi sorpresa cuando, cierta mañana de junio, estando yo leyendo el Bristish Medical Journal, después del desayuno, oí un campanillazo de llamada, seguido del timbre de voz, alto y algo estridente, de mi compañero.
—Mi querido Watson —dijo Holmes, entrando en la habitación—, estoy sumamente encantado de verlo. ¿Se ha recobrado ya por completo la señora Watson de sus pequeñas emociones relacionadas con nuestra aventura del Signo de los Cuatro?
—Gracias. Ella y yo nos encontramos muy bien— le dije, dándole un caluroso apretón de manos.
—Espero también —prosiguió él, sentándose en la mecedora— que las preocupaciones de la medicina activa no hayan borrado por completo el interés que usted solía tomarse por nuestros pequeños problemas deductivos.
—Todo lo contrario —le contesté—. Anoche mismo estuve revisando mis viejas notas y clasificando algunos de los resultados conseguidos por nosotros.
—Confío en que no dará usted por conclusa su colección.
—De ninguna manera. Nada me sería más grato que ser testigo de algunos hechos más de esa clase.
—¿Hoy, por ejemplo?
—Sí; hoy mismo, si así le parece.
—¿Aunque tuviera que ser en un lugar tan alejado de Londres como Birmingham?
—Desde luego, si usted lo desea.
—¿Y la clientela?
—Yo atiendo a la del médico vecino mío cuando él se ausenta, y él está siempre dispuesto a pagarme esa deuda.
—¡Pues entonces la cosa se presenta que ni de perlas!— dijo Holmes, recostándose en su silla y mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados—. Por lo que veo, ha estado usted enfermo últimamente. Los catarros de verano resultan siempre algo molestos.
—La semana pasada tuve que recluirme en casa durante tres días, debido a un fuerte resfriado. Pero estaba en la creencia de que ya no me quedaba rastro alguno del mismo.
—Así es, en efecto. Su aspecto es extraordinariamente fuerte.
—¿Cómo, pues, supo usted lo del catarro?
—Ya conoce usted mis métodos, querido compañero.
—¿De modo que usted lo adivinó por deducción?
—Desde luego.
—¿Y de qué lo dedujo?
—De sus zapatillas.
Yo bajé la vista para contemplar las nuevas zapatillas de charol que tenía puestas.
—Pero ¿cómo diablos?... —empecé a decir.
Holmes contestó a mi pregunta antes que yo la formulase, diciéndome:
—Calza usted zapatillas nuevas, y seguramente que no las lleva sino desde hace unas pocas semanas. Las suelas, que en este momento expone usted ante mi vista, se hallan levemente chamuscadas. Pensé por un instante que quizá se habían mojado y que al ponerlas a secar se quemaron. Pero veo cerca del empeine una pequeña etiqueta redonda con los jeroglíficos del vendedor. La humedad habría arrancado, como es natural, ese papel. Por consiguiente, usted había estado con los pies estirados hasta cerca del fuego, cosa que es difícil que una persona haga, ni siquiera en un mes de junio tan húmedo como este, estando en plena salud.
Al igual que todos los razonamientos de Holmes, este de ahora parecía sencillo una vez explicado. Leyó este pensamiento en mi cara, y se sonrió con un asomo de amargura.
—Me temo que, siempre que me explico, no hago sino venderme a mí mismo —dijo Holmes—. Los resultados impresionan mucho más cuando no se ven las causas. ¿De modo, pues, que está usted listo para venir a Birmingham?
—Desde luego. ¿De qué índole es el caso?
—Lo sabrá usted todo en el tren. Mi cliente está ahí fuera, esperando dentro de un coche de cuatro ruedas. ¿Puede usted venir ahora mismo?
—Dentro de un instante.
Garrapateé una carta para mi convecino, eché a correr luego escalera arriba para explicarle a mi mujer lo que ocurría, y me reuní con Holmes en el umbral de la puerta de la calle.
—¿De modo que su convecino es médico? —me preguntó, señalándome con un ademán de la cabeza la chapa de metal.
—Sí. Compró una clientela, lo mismo que hice yo.
—¿De algún médico que llevaba mucho tiempo ejerciendo?
—Igual que en el caso mío. Ambos se hallaban establecidos aquí desde que se construyeron las casas.
—Pero usted compró la mejor clientela, ¿verdad?
—Creo que sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?
—Por los escalones de la puerta, muchacho. Los de usted están gastados en una profundidad de tres pulgadas más que los del otro. Pero este caballero que está dentro del coche es mi cliente, el señor Hall Pycroft. Permítame que lo presente a él. Cochero, arree a su caballo, porque tenemos el tiempo justo para llegar al tren.
El hombre con quien me enfrenté era joven, de sólida contextura y terso cutis, con cara de expresión franca y honrada y bigote pequeño, rizoso y amarillo. Llevaba sombrero de copa muy lustroso y un limpio y severo traje negro, todo lo cual le daba el aspecto de lo que era: Un elegante joven de la City, de la clase a la que se ha puesto el apodo de cockneys, pero de la que se forman nuestros más valerosos regimientos de voluntarios, y de la que sale una cantidad de magníficos atletas y deportistas, superior a la que produce ningún otro cuerpo social de estas islas. Su cara redonda y rubicunda, rebosaba alegría natural; pero las comisuras de su boca estaban, según me pareció, encorvadas hacia abajo, como en un acceso de angustia que resultaba medio cómica. Pero hasta que estuvimos instalados en un vagón de primera clase y bien lanzados en nuestro viaje hacia Birmingham, no logré enterarme de las dificultades que le habían arrastrado hacia Sherlock Holmes.
—Tenemos por delante setenta minutos de recorrido sin ninguna estación —hizo notar Holmes —. Señor May Pycroft, sírvase relatar a mi amigo su interesante caso tal y como me lo ha contado a mí, o aún con más detalles, si es posible. Me será útil el volver a escuchar otra vez cómo ocurrieron los hechos. Este caso, Watson, pudiera llevar algo dentro, y pudiera no llevar nada; pero presenta, por lo menos, esos rasgos extraordinarios y outré que tanto nos agradan a usted y a mí. Y ahora, señor Pycroft, cuente con que no volveré a interrumpirle.
Nuestro joven acompañante me miró con mirada brillante, y dijo:
—Lo peor de toda la historia es que yo aparezco en ella como un condenado majadero. Claro está que aún puede acabar bien y no creo que pudiera haber obrado de otro modo que como obré; pero, si resulta que con ello he perdido mi apaño sin conseguir nada en cambio, tendré que reconocer que he sido un pobre tontaina. Señor Watson, valgo poco para contar historias, y hay que tomarme como soy.
Yo tuve hasta hace algún tiempo mi acomodo en la casa Coxon and Woodhouse, de Drapers Gardens; pero a principios de la primavera se vieron en dificultades, debido al empréstito de Venezuela, como ustedes recordarán, y acabaron quebrando malamente. Yo llevaba cinco años con ellos, y cuando vino la catástrofe, el viejo Coxon me extendió un estupendo certificado; pero, como es natural, nosotros, los empleados, los veintisiete que éramos, quedamos en mitad de la calle. Probé aquí y allá, pero había infinidad de individuos en idéntica situación que yo, y durante mucho tiempo todo fueron dificultades para mí. Yo ganaba en Coxon tres libras semanales, y tenía ahorradas setenta; pero no tardé en meterme por ellas, y hasta en salir por el extremo opuesto. Finalmente, llegué al límite de mis recursos, hasta el punto de costarme trabajo encontrar sellos de correo para contestar a los anuncios y sobres en que pegar los sellos. A fuerza de subir y bajar escaleras, presentándome en oficinas, se me habían desgastado las botas, y me parecía estar tan lejos como el primer día de encontrar acomodo.
Vi, por último, que había una vacante en casa de los señores Mawson y Williams, la gran firma de corredores de Bolsa de Lombard Street. Pudiera ser que no anden ustedes muy enterados en cuestiones de Bolsa; pero puedo informarles de que se trata quizá de la casa más rica de Londres. Al anuncio había que contestar únicamente por carta. Envié mi certificado y mi solicitud, aunque sin la m...

Índice

  1. El rostro amarillo
  2. Copyright
  3. EL ROSTRO AMARILLO
  4. EL OFICINISTA DEL CORREDOR DE BOLSA
  5. Om El rostro amarillo