
- 60 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La fontana de oro
Descripción del libro
La fontana de oro es una novela de Benito Pérez Galdós. Narra la historia de amor entre Lázaro, un joven liberal y soñador, y Clara, una huérfana que vive con su tío, absolutista y tradicional. La novela tiene una poderosa lectura alegórica sobre la España de la Revolución de Septiembre.
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Información
Categoría
LetteraturaCategoría
Letteratura generaleCapítulo III
Un lance patriótico y sus consecuencias
Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vio que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas a la Constitución y a Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.
—30→
Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.
Los cinco detuvieron al anciano.
«¡Mátale, mátale!» dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.
-No, déjale, Perico: ¿de qué vale despachurrar a este bicho?
-Si es Coletilla -exclamó el del chirlo, reconociéndole-. Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.
-¡Que cante el Trágala! -dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo a la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyos pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer a la Justicia.
-Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito.
Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.
«¡Miren qué orejazas de mochuelo!» añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.
- Pos no tiene mala cabeza e pelaílla pa jugar a los trucos -dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo.
El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:
«Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos -prosiguió, volviéndose a los otros-: este es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va a presentar al Rey constitucional para que nos haga...».
—31→
-¡Menistros! -gritó el matutero enarbolando su vara.
-Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!
-Vamos a jaserle comunero de la gran comuniá -dijo el matutero-. Primera prueba. ¡Qué salte!
-¡Qué salte!
-¡Qué salte!
Y uno de ellos tomó de la mano a Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.
« Zegunda prueba -chilló Tres Pesetas-: toma esta espada, pincha a uno de nosotros».
Y sacando un sable le dio de plano tan fuerte golpe, que le obligó a caer en opuesto sentido.
«Di '¡viva la Constitución!'».
-¿Pues no lo ha e ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras... -vociferó el matutero, sacando su navaja.
-Este tunante fue el que delató al cojo de Málaga -dijo el caballero particular.
-Y el amigo de Vinuesa.
-Señores, este no es más que Coletilla, el gran Coletilla -afirmó Calleja con mucha gravedad.
La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello a Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.
«Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido».
Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.
«Déjamelo a mí -exclamó el chalán-. Tríncalo por el piscuezo: quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche».
Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba a Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua a la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.
Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, a pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió a insistir.
«Vamos, señores, dejen ustedes en paz a ese pobre viejo, que no les hace ningún daño» dijo el militar.
-Si es Coletilla, el mismo Coletilla.
—32→
-Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.
-Eso mismo decía yo -exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.
- Poz que diga «¡viva el Rey constitucional!».
-Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.
-¡Si es un servilón! -exclamó Chaleco.
-¿Y qué queréis hacer con él? -preguntó el militar.
-Poca cosa -dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido-. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan a misa las asaúras.
-Vamos, marchaos a vuestras casas -dijo el militar con mucha entereza-: yo lo defiendo.
-¿Usía?
-Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.
-Pues si no ize ¡viva la...!
-Di «¡viva la Constitución!» -exclamaron todos a la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.
-Vamos -manifestó el militar, dirigiéndose a Elías-: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.
-¡Que lo diga!
-¡Que lo iga pronto!
El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.
«Vamos, padrito, pronto» dijo el matutero.
-¡No! -exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación.
Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron a acometerle, y fue preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.
«Diga usted '¡viva la Constitución!'».
-¡No! -repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó: «¡Muera!».
Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto a defender a Elías hasta el último trance.
«Apartaos -dijo-. Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?».
-Que retire esas palabras -dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las fórmulas parlamentarias.
-¿Qué ritire ni ritire?
—33→
-Sí, está loco -dijo Chaleco-; y si no está loco está bo... bo... borracho.
-¡Eso es... eso... borracho! -gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra.
Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz a Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal que no podía andar sino a pasos cortos y vacilando a cada momento.
El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle a ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose a la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.
El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó a hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del vicio estimulaba más su prolija locuacidad.
No podemos transcribir los términos precisos en que habló este, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya estas o parecidas palabras:
«Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, —34→ que hacen dudar a los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan a regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. Pero ¡qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Cómo nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!
»El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar a que la libertad dé sus frutos, y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?».
Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó a ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero este, sumamente abstraído, daba muestras de no atender a sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos trascendentales y profundas.
«Es de deplorar -continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica-, es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir, y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño».
Parose por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.
«Esos que le han detenido a usted -continuó el militar-, no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, o ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, o alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación o castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos o quitársela a todos. ¿Y es justo renunciar a los beneficios —35→ de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieran ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado pueda hacer con ella. No privemos de la libertad a un discreto por quitársela a cien imprudentes».
El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar a su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: «Aquí». El viejo había concluido, y el militar iba a dejar a su nuevo amigo; pero notó que estaba este cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.
La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas a la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.
La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina a las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras a todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía a toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.
El portal era angosto y muy largo. Para llegar a la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros a causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el ...
Índice
- La fontana de oro
- Copyright
- Other
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Capítulo XVIII
- Capítulo XIX
- Capítulo XX
- Capítulo XXI
- Capítulo XXII
- Capítulo XXIII
- Capítulo XXIV
- Capítulo XXV
- Capítulo XXVI
- Capítulo XXVII
- Capítulo XXVIII
- Capítulo XXIX
- Capítulo XXX
- Capítulo XXXI
- Capítulo XXXII
- Capítulo XXXIII
- Capítulo XXXIV
- Capítulo XXXV
- Capítulo XXXVI
- Capítulo XXXVII
- Capítulo XXXVIII
- Capítulo XXXIX
- Capítulo XL
- Capítulo XLI
- Capítulo XLII
- Capítulo XLIII
- Sobre La fontana de oro