Juan de Mairena
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Juan de Mairena

  1. 150 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Juan de Mairena

Descripción del libro

Juan de Mairena es un libro de Antonio Machado a medio camino entre el tratado filosófico, la colección de aforismos y el cuaderno personal. En él se reúnen varios ensayos publicados anteriormente por Machado, así como reflexiones del poeta sobre una gran variedad de temas.

Preguntas frecuentes

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788726485417
Categoría
Filosofía

VIII

(Fragmentos de lecciones)
No hay mejor definición de la poesía que ésta: «poesía es algo de lo que hacen los poetas». Qué sea este algo no debéis preguntarlo al poeta. Porque no será nunca el poeta quien os conteste.
¿Se lo preguntaréis a los profesores de Literatura? Nosotros sí os contestaremos, porque para eso estamos. Es nuestra obligación. «Poesía, señores, será el residuo obtenido después de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de cuanto se vende por poesía todo lo que no lo es.» La operación es difícil de realizar. Porque para eliminar de cuanto se vende por poesía la ganga o escoria antipoética que lo acompaña, habría que saber lo que no es poesía, y para ello saber, anticipadamente, lo que es poesía. Si lo supiéramos, señores, la experiencia sería un tanto superflua, pero no exenta de amenidad. Mas la verdad es que no lo sabemos, y que la experiencia parece irrealizable.
¿Se lo preguntaremos a los filósofos? Ellos nos contestarán que nuestra pregunta es demasiado ingenua y que, en último término, no se creen en la obligación de contestarla. Ellos no se han preguntado nunca qué sea la poesía, sino qué es algo que sea algo, y si es posible saber algo de algo, o si habremos de contentarnos con no saber nada de nada que merezca saberse.
Hemos de hablar modestamente de la poesía, sin pretender definirla, ni mucho menos obtenerla por vía experimental químicamente pura.
Os digo todo esto un poco en descargo de mi conciencia y arrepentido de haberos hablado de poesía alguna vez, aparentando, por exigencias de la oratoria, convicciones sólidas y profundas que no siempre tengo. Es el peligro inevitable de la elocuencia que pretende elevarse sobre el diálogo. Al orador, es decir, al hombre que habla, convirtiéndonos en simple auditorio, le exigimos, más o menos conscientemente, no sólo que sea él quien piensa lo que dice, sino que crea él en la verdad de lo que piensa, aunque luego nosotros lo pongamos en duda; que nos transmita una fe, una convicción, que la exhiba, al menos, y nos contagie de ella en lo posible. De otro modo, la oratoria sería inútil, porque las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo. El orador necesita impresionar a su auditorio, y para ello refuerza con el tono, el gesto, y a veces la cosmética misma, todo cuanto dice, y a pesar suyo dogmatiza, enfatiza y pedantea en mayor o menor grado. Vicios son éstos anejos a la oratoria, de los cuales yo mismo, cuando os hablo en clase, no estoy exento.
**
(Mairena lee y comenta versos de su maestro)
Mairena no era un recitador de poesías. Se limitaba a leer sin gesticular y en un tono neutro, levemente musical. Ponía los acentos de la emoción donde suponía él que los había puesto el poeta. Como no era tampoco un virtuoso de la lectura, cuando leía versos —o prosa— no pretendía nunca que se dijese: ¡qué bien lee este hombre!, sino: ¡qué bien está lo que este hombre lee!, sin importarle mucho que se añadiese: ¡lástima que no lea mejor! Le disgustaba decir sus propios versos, que no eran para él sino cenizas de un fuego o virutas de una carpintería, algo que ya no le interesaba. Oírlos declamados, cantados, bramados por los recitadores y, sobre todo, por las recitadoras de oficio, le hubiera horripilado. Gustaba, en cambio, de oírlos recitar a los niños de las escuelas populares.
**
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
Estos versos de mi maestro Abel Martín —habla Mairena a sus alumnos— los encontré en el álbum de una señorita —o que lo fue, en su tiempo— de Chipiona. Y estos otros escritos en otro álbum, y que parecen la coda de los anteriores:
Te abanicarás
con un madrigal que diga:
en amor el olvido pone la sal.
Y estos otros, publicados hace muchos años en El Faro de Rota:
Te mandaré mi canción:
«Se canta lo que se pierde»,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón.
Son versos juveniles de mi maestro, anteriores no a la invención, acaso, pero sí al uso y abuso del fonógrafo, de ese magnífico loro mecánico que empieza hoy a fatigarnos el tímpano. En ellos se alude a una canción que he buscado en vano, y que tal vez no llegó a escribirse, al menos con ese título.
Pensaba mi maestro, en sus años románticos, o —como se decía entonces con frase epigramática popular— «de alma perdida en un melonar», que el amor empieza con el recuerdo, y que mal se podía recordar lo que antes no se había olvidado. Tal pensamiento expresa mi maestro muy claramente en estos versos:
Sé que habrás de llorarme cuando muera
para olvidarme y, luego,
poderme recordar, limpios los ojos
que miran en el tiempo.
Más allá de tus lágrimas y de
tu olvido, en tu recuerdo,
me siento ir por una senda clara,
por un «Adiós, Guiomar» enjuto y serio.
Mi maestro exaltaba el valor poético del olvido, fiel a su metafísica. En ella —conviene recordarlo— era el olvido uno de los «siete reversos, aspectos de la nada o formas del gran Cero». Merced al olvido puede el poeta — pensaba mi maestro— arrancar las raíces de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y trivial, para amarrarlas, más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento, el cual no es ya evocador, sino —en apariencia, al menos — alumbrador de formas nuevas. Porque sólo la creación apasionada triunfa del olvido.
...¡Sólo tu figura
como una centella blanca
escrita en mi noche oscura!
Y en la tersa arena, cerca de la mar,
Tu carne rosa y morena,
Súbitamente, Guiomar.
En el gris del muro,
cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro
con sólo tu voz y el viento;
en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
asomada al malecón
que bate la mar de un sueño,
y bajo el arco del ceño
de mi vigilia, a traición,
¡siempre tú!, Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar.
Aquí la creación aparece todavía en la forma obsesionante del recuerdo. A última hora el poeta pretende licenciar a la memoria, y piensa que todo ha sido imaginado por el sentir.
Todo amor es fantasía:
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada
contra el amor que la amada
no haya existido jamás...

IX

(«Don Nadie en la corte» /boceto de una comedia...

Índice

  1. Cover
  2. Juan de Mairena
  3. Copyright
  4. Other
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI
  11. VII
  12. VIII
  13. IX
  14. X
  15. XI
  16. XII
  17. XIII
  18. XIV
  19. XV
  20. XVI
  21. XVII
  22. XVIII
  23. XIX
  24. XX
  25. XXI
  26. XXII
  27. XXIII
  28. XXIV
  29. XXV
  30. XXVI
  31. XXVII
  32. XXVIII
  33. XXIX
  34. XXX
  35. XXXI
  36. XXXII
  37. XXXIII
  38. XXXIV
  39. XXXV
  40. XXXVI
  41. XXXVII
  42. XXXVIII
  43. XXXIX
  44. XL
  45. XLI
  46. XLII
  47. XLIII
  48. XLIV
  49. XLV
  50. XLVI
  51. XLVII
  52. XLVIII
  53. XLIX
  54. L
  55. Sobre Juan de Mairena