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Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la habitación.
- ¿Es verdad que la tiene? - exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos.
- Aún no.
- Pero ¿tiene esperanzas?
- Tengo esperanzas.
- Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia.
- Tenemos que conseguir un coche.
- No, mi carruaje está esperando.
- Bien, eso simplifica las cosas.
Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa Briony.
- Irene Adler se ha casado - comentó Holmes.
- ¿Se ha casado? ¿Cuándo?
- Ayer.
- Pero ¿con quién?
- Con un abogado inglés apellidado Norton.
- ¡Pero no es posible que le ame!
- Espero que sí le ame.
- ¿Por qué espera tal cosa?
- Porque eso libraría a vuestra majestad de todo temor a futuras molestias. Si ama a su marido, no ama a vuestra majestad. Si no ama a vuestra majestad, no hay razón para que interfiera en los planes de vuestra majestad.
- Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche. - El señor Sherlock Holmes, supongo - dijo.
- Yo soy el señor Holmes - respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida.
- En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.
- ¿Cómo? - Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación- . ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
- Para no volver.
- ¿Y los papeles? - preguntó el rey con voz ronca- . ¡Todo se ha perdido!
- Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a «Sherlock Holmes, Esq. Para dejar hasta que la recojan». Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente:
«Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego, no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que si el rey contrataba a un agente, ése sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar en sospechas, se me hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.
»Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tan- to imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.
»Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo sólo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima.
Irene NORTON, née ADLER.»
- ¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! - exclamó el rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola- . ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase?
- Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de vuestra majestad - dijo Holmes fríamente- . Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de vuestra majestad a una conclusión más feliz.
- ¡Al contrario, querido señor! - exclamó el rey- . No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado.
- Me alegra que vuestra majestad diga eso.
- He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo... - se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.
- Vuestra majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor - dijo Holmes.
- No tiene más que decirlo. - Esta fotografía.
El rey se le quedó mirando, asombrado.
- ¡La fotografía de Irene! - exclamó- . Desde luego, si es lo que desea.
- Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearos un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos.
Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.
2. La Liga de los Pelirrojos
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
- No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson - dijo cordialmente.
- Temí que estuviera usted ocupado. - Lo estoy, y mucho.
- Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
- Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.
- Siéntese en el canapé - dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo- . Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
- La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante - respondí.
- Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
- Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.
- Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco grisamarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.
- Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más - dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
- ¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? - preguntó- . ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.
- Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.
- Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
- No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.
- ¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
- ¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?
- Bien. ¿Y lo de China?
- El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca derecha sólo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente. - ¡Quién lo iba a decir! - exclamó- . Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito. - Empiezo a pensar, Watson - dijo Holmes- , que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?
- Sí, ya lo tengo - respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna- . Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.- Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Dun-can Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope's Court, Fleet Street.»
- ¿Qué diablos significa esto? - exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.
Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
- Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? - dijo- . Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.
- Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.
- Muy bien. Vamos, señor Wilson.
- Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes - dijo Jabez Wilson secándose la frente- , poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende el oficio.
- ¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? - preguntó Sherlock Holmes.
- Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo...