Noches blancas
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Fiódor Dostoyevski

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Noches blancas

Fiódor Dostoyevski

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"¡Dios mío! ¡Un minuto entero de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana...?" Durante una noche blanca en San Petersburgo, fenómeno que se da durante el solsticio de verano y a causa del cual la oscuridad nunca es completa, un joven solitario e introvertido conoce de forma accidental a Nástenka, una joven y bella muchacha. La aparición de la joven ilumina su existencia con un fulgor trágico, y el hecho de haber presentido el amor en sus primeras y sinceras conversaciones son suficientes para que el joven soñador se considere un bienaventurado. El joven narra que tras el primer encuentro, ambos desconocidos deciden encontrarse durante las cuatro noches siguientes, con la condición de que él no se enamore de ella. Así comienzan las largas noches blancas en las que Nástenka relata su triste historia de vida, y en las que tienen conversaciones que tratan de forma sutil y envolvente sobre las grandes pasiones que mueven al ser humano: el amor y el desamor, la ilusión, la esperanza y el desengaño. A pesar de que el protagonista cree haber encontrado el alivio tan esperado a su soledad, el destino indicaba que se tenían que separar... Sin embargo, la efímera felicidad de las noches blancas le devolvió la ilusión y la esperanza, junto con el gran aprendizaje de amar libremente. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2020
ISBN
9788726568134
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Noche segunda

-Bueno, ya veo que ha sobrevivido usted-me dijo riendo y estrechándome ambas manos.
-Ya llevo aquí dos horas. ¡No puede usted figurarse qué día he pasado!
-Me lo figuro, sí. Pero al grano. ¿Sabe usted para qué he venido? Pues no para decir tonterías como ayer. Mire, es preciso que en adelante seamos más sensatos Ayer estuve pensando mucho en todo esto.
-¿Pero en qué ser más sensatos? ¿En qué? Por mí estoy dispuesto, pero la verdad es que en mi vida me han ocurrido cosas tan sensatas como ahora.
-¿De veras? Para empezar le ruego que no me apriete las manos tanto. En segundo lugar le advierto que hoy ya he pensado mucho en usted.
-Bien, ¿y con qué conclusión?
-¿Con qué conclusión? Pues con la conclusión de que tenemos que empezar por el principio, porque hoy estoy persuadida de que aún no le conozco bien. Ayer me porté como una niña, como una chicuela. Por supuesto, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Me estuve dando importancia, como sucede siempre que empezamos a examinar nuestra vida. Y para corregir esa falta me he propuesto enterarme detalladamente de todo lo que toca a usted. Ahora bien, como no tengo a nadie que me pueda dar informes, usted mismo habrá de contármelo todo, revelarme todo el secreto. A ver, ¿qué clase de hombre es usted? ¡Hala, empiece, cuénteme toda la historia!
-¡Historia!-exclamé sobrecogido-. ¡Historia! ¿Pero quién le ha dicho que tengo historia? Yo no tengo historia...
-Puesto que ha vivido usted, ¿cómo no va a tener historia?-me interrumpió riendo.
-No ha habido historia de ninguna clase, ninguna. He vivido, como quien dice, conmigo mismo, es decir, enteramente solo, solo, completamente solo.
¿Entiende usted lo que es estar solo?
-¿Cómo solo? ¿Es que no ve nunca a nadie?
-¡Ah, no! Ver, sí veo; pero solo, a pesar de ello.
-¿Entonces qué? ¿Es que no habla con nadie?
-En sentido estricto, con nadie.
-Entonces, explíquese. ¿Qué clase de hombre es usted? Déjeme adivinarlo. Usted, como yo, probablemente tiene una abuela. La mía está ciega. Nunca me deja ir a ninguna parte, de modo que casi se me ha olvidado hablar. Y cuando un par de años atrás hice ciertas travesuras, y ella vio que no podía hacer carrera de mí, me llamó y prendió mi vestido al suyo con un imperdible. Desde entonces así nos pasamos sentadas días enteros. Ella hace calceta aunque está ciega; y yo, sentada a su lado, coso o le leo algún libro. De esta manera tan rara, prendida a otra persona con un alfiler, llevo ya dos años.
-¡Qué desgracia, Dios santo! No, yo no tengo una abuela como ésa.
-Si no la tiene, ¿por qué se queda usted en casa?
-Escuche. ¿Quiere saber qué clase de persona soy?-Pues sí.
-¿En el sentido riguroso de la palabra?
-En el sentido más riguroso de la palabra.
-Pues bien, soy... un tipo.
-Un tipo. ¿Un tipo? ¿Qué clase de tipo?-gritó la muchacha, riendo a borbotones, como si no lo hubiera hecho en todo un año-. Es usted divertidísimo. Mire, aquí hay un banco. Sentémonos. Por aquí no pasa nadie. Nadie nos oye y... empiece su historia. Porque, no pretenda lo contrario, usted tiene una historia y trata sólo de escurrir el bulto. En primer lugar, ¿qué es un tipo?
-¿Un tipo? Un tipo es un original, un hombre ridículo-contesté con una carcajada que empalmaba con su risa infantil-. Es un bicho raro. Oiga, ¿sabe usted lo que es un soñador?
-¿Un soñador? ¿Cómo no voy a saberlo? Yo misma soy una soñadora. Hay veces, cuando estoy sentada junto a la abuela, que no sé por qué motivo no se me ocurre nada. Pero me pongo a soñar y a ensimismarme hasta que..., en fin, qué me caso con un príncipe chino. A veces eso de soñar está bien... Por otra parte, quizá no. Sobre todo si ya hay bastantes cosas en que pensar-agregó la joven hablando ahora con relativa seriedad.
-¡Magnífico! Si alguna vez decide casarse con un emperador chino, entenderá lo que digo. Bueno, oiga... Pero, perdón, todavía no sé cómo se llama usted.
-Por fin. ¡Pues sí que se ha acordado usted temprano!
-¡Ay, Dios mío! No se me ha ocurrido siquiera. Como lo he estado pasando tan bien...
-Me llamo... Nastenka.
-Nastenka. ¿Nada más?
-¿Nada más? ¿Le parece poco, hombre insaciable?
-¿Poco? Todo lo contrario. Mucho, mucho, muchísimo. Nastenka, es usted una chica estupenda si desde el primer momento ha sido Nastenka para mí.
-Precisamente. Ya ve.
-Bueno, Nastenka, escuche y verá qué historia más ridícula me sale.
Me senté junto a ella, tomé una postura pedantescamente seria y empecé como si leyera un texto escrito:
-Hay en Petersburgo, Nastenka, si no lo sabe usted, bastantes rincones curiosos. Se diría que a esos lugares no se asoma el mismo sol que brilla para todos los petersburgueses, sino que es otro el que se asoma, otro diferente, que parece encargado de propósito para esos sitios y que brilla para ellos con una luz especial. En esos rincones, querida Nastenka, se vive una vida muy peculiar, nada semejante a la que bulle en torno nuestro, una vida que cabe concebir en lejanas y misteriosas tierras, pero no aquí, entre nosotros, en este tiempo nuestro tan excesivamente serio. En esa otra vida hay una mezcla de algo puramente fantástico, ardientemente ideal, y de algo (¡ay, Nastenka!) terriblemente ordinario y prosaico, por no decir increíblemente chabacano.
-¡Uf! ¡Qué prólogo, Dios mío! ¿Qué es lo que oigo?
-Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré ya nunca de llamarla Nastenka), lo que oye usted es que en esos rincones viven unas gentes extrañas: los soñadores. El soñador-si se quiere una definición más precisa-no es un hombre ¿sabe usted? sino una criatura de género neutro. Por lo común se instala en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo cotidiano. Una vez en él, se adhiere a su cobijo como lo hace el caracol, o, al menos, se parece mucho al interesante animal, que es a la vez animal y domicilio, llamado tortuga. ¿Por qué piensa usted que se aficiona tanto a sus cuatro paredes, indefectiblemente pintadas de verde, cubiertas de hollín, tristes y llenas de un humo inaguantable? ¿Por qué este ridículo señor, cuando viene a visitarle uno de sus raros conocidos (pues lo que pasa al cabo es que se le agotan los amigos), por qué este ridículo señor le recibe tan turbado, tan alterado de rostro y en tal confusión que se diría que acaba de cometer un delito entre sus cuatro paredes, que ha fabricado billetes falsos, o que ha compuesto algunos versecillos para mandar a alguna revista bajo carta anónima en la que declara que el verdadero autor de ellos ha muerto ya y que un amigo suyo considera deber sagrado darlos a la estampa? Diga, Nastenka,
¿por qué no cuaja la conversación entre estos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni siquiera una frasecilla vivaz brotan de los labios del perplejo visitante, quien en otras ocasiones ama la risa, las frasecillas vivaces los comentarios sobre el bello sexo y otros temas festivos? ¿Por qué también ese amigo, probablemente reciente, en su primera visita (porque en tales casos no habrá una segunda, ya que ese amigo no volverá), por qué también el amigo se queda azorado, lelo, a pesar de toda su agudeza (si efectivamente la tiene), mirando el torcido gesto del dueño, quien por su parte ha tenido ya tiempo bastante para embrollarse por completo tras los esfuerzos tan titánicos como inútiles que ha hecho por avivar la conversación, por mostrar su propio conocimiento de las cosas mundanales, por hablar a su vez del bello sexo y aun por agradar humildemente a ese pobre hombre que allí nada tiene que hacer y que ha venido por equivocación a visitarle? ¿Por qué, en fin, el visitante coge de pronto su sombrero y sale disparado, habiendo recordado de pronto un asunto urgentísimo que por supuesto no existe, una vez que ha librado la mano del cálido apretón de la del-dueño, quien trata en vano de mostrar su contrición y recobrar el terreno perdido? ¿Por qué el visitante, traspasada la puerta de salida, suelta la carcajada y jura no volver a visitar a ese sujeto estrafalario, aunque ese sujeto estrafalario es en realidad un chico excelente? ¿Por qué, con todo, el visitante no puede resistir la tentación de comparar, siquiera forzadamente, la cara de su amigo durante la entrevista con la de un gato infeliz que han maltratado, vapuleándolo y aterrorizándolo a mansalva, unos niños quienes, habiéndolo capturado insidiosamente, lo han dejado hecho una lástima? ¿Gato que logra por fin meterse debajo de una silla, en la oscuridad, donde se ve obligado a pasar una hora entera, erizado todo él, dando resoplidos, lavándose las heridas recibidas, y que durante largo tiempo, mirará con desvío la naturaleza y la vida, incluso los restos de comida que de la mesa del amo le guarda, compasiva, una ama de llaves...?
-Oiga interrumpió Nastenka, que me había escuchado todo ese tiempo absorta, con los ojos y la boca abiertos-. Oiga, yo no sé por qué ha ocurrido todo eso ni por qué me hace usted esas preguntas ridículas. Lo que sí sé de cierto es que sin duda todas esas aventuras le han ocurrido a usted-tal como las cuenta.
-Ni que decir tiene-contesté yo con cara muy seria.
-Bueno, si es así, siga-prosiguió Nastenka-, porque me interesa mucho saber cómo termina la cosa.
-¿Usted quiere saber, Nastenka, qué hacía en su rincón nuestro héroe, o, mejor dicho, qué hacía yo, porque el héroe de todo ello soy yo, mi propia y modesta persona? ¿Usted quiere saber por qué me alarmó y turbó tanto la visita inesperada de un amigo? ¿Usted quiere saber por qué me solivianté y me ruboricé tanto cuando se abrió la puerta de mi cuarto? ¿Por qué no sabía recibir visitas y por qué quedé aplastado tan vergonzosamente bajo el peso de mi propia hospitalidad?
-Sí, sí-respondió Nastenka-. De eso se trata. Oiga, usted cuenta muy bien las cosas, pero ¿no es posible hablar un poco menos bien? Porque usted habla como si estuviera leyendo un libro.
-Nastenka-objeté con voz imponente y severa, haciendo esfuerzos para no reír-, mi querida Nastenka, sé que cuento las cosas muy bien, pero, lo siento, no puedo contarlas de otro modo. En este momento, querida Nastenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que estuvo mil años dentro de una hucha, bajo siete sellos. Y por fin han levantado los siete sellos. Ahora, querida Nastenka, cuando nos encontramos de nuevo tras larga separación (porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamente a usted y de que estaba escrito que nos encontrásemos ahora), se me han abierto mil esclusas en la cabeza y tengo que derramarme en un río de palabras, porque si no lo hago me ahogo. Por eso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa, que escuche atenta y humildemente. De lo contrario, guardaré silencio.
-De ninguna manera. Hable. Ya no digo más esta boca es mía.
-Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amiga mía, una hora que aprecio extraordinariamente. Es la hora en que han terminado los negocios, el trabajo, las obligaciones, y la gente regresa apresuradamente a casa para comer y descansar. En camino piensa en cosas agradables que hacer durante la velada, la noche y todo el tiempo libre de que dispone. A esa hora también nuestro héroe (y permítame, Nastenka, que hable en tercera persona, porque en primera me resultaría sumamente vergonzoso decirlo), repito, a esa hora también nuestro héroe, que como todo hijo de vecino tiene sus ocupaciones, vuelve a casa con los demás. En su rostro pálido y surcado de arrugas se dibuja un extraño sentimiento de satisf...

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