Ira y tiempo
  1. 292 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

«Uno de los mejores libros recientes de Peter Sloterdijk.»Fernando Savater, El PaísEn este libro Peter Sloterdijk contempla la ira como factor político-psicológico que impulsa de forma decisiva la historia de Occidente hasta nuestra época más reciente, marcada por el terrorismo. En el umbral mismo de la tradición europea, o sea, en la Ilíada, ya aparece de forma relevante. Si se tiene en cuenta que los antiguos griegos la consideraban portadora de desgracias y, por esa vía, generadora también de héroes, ¿cómo es posible que, poco tiempo después, sólo sea permitida en situaciones muy concretas? ¿De qué forma se despliega en las tradiciones culturales posteriores, a partir de la santa ira de Dios, donde se puede ver un primer concepto de la justicia entendida como equilibrio? ¿Cuáles han sido los mecanismos que han servido a los movimientos revolucionarios para presentarse como administradores de una especie de banco mundial de la ira? ¿Por qué vías nos encontramos de nuevo con la ira? A estas preguntas responde Peter Sloterdijk con su propuesta de «ejercicios» de equilibrio a fin de no provocar batallas superfluas y «no dar por perdido el curso del mundo». Inconfundible seña de identidad del pensamiento y de la escritura de Peter Sloterdijk es su capacidad para insertar las cuestiones más actuales en una historia de larga duración y, de ese modo, fijar de nuevo la condition humaine presente desde contextos inesperados y trasfondos desconocidos.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788498413007
ISBN del libro electrónico
9788416280254
Edición
1
Categoría
Filosofía

1

El negocio de la ira en general

Oh, la venganza: la venganza
es un placer reservado a los sabios.
Da Ponte, Mozart, Las bodas de Fígaro, 1786
No hay contemporáneo que no haya tomado nota de que los Estados y poblaciones del mundo occidental y, dando un rodeo por éstos, las restantes partes del mundo, se irritan desde hace más de una década por un nuevo tema. Desde entonces, los bienintencionados disparan la alarma a diario con preocupación medio fingida: «¡El odio, la ira y la enemistad irreconciliables han vuelto a emerger de repente entre nosotros!». Una mezcla de fuerzas ajenas, insondable como la mala voluntad, se ha infiltrado en las esferas civilizadas.
De forma comparable, algunos moralmente comprometidos argumentan con un realismo lleno de reproches. Ponen el acento en el hecho de que estas llamadas fuerzas ajenas no nos pueden resultar tan ajenas. Lo que muchos fingen vivir como una experiencia horrible es, según los moralistas, sólo el reverso del modus vivendi casero. El final de esta simulación es inminente. «¡Ciudadanos, consumidores, transeúntes, es hora de despertar del letargo! ¡No sabéis que aún tenéis enemigos y no queréis saberlo porque habéis elegido la inopia!» Las nuevas llamadas a la conciencia adulta quieren imponer la idea de que lo real no está desactivado, ni siquiera en el interior de la gran burbuja de irrealidad que se sitúa como una envoltura maternal alrededor de los ciudadanos del mundo del bienestar. Si se considera real aquello que puede hacernos frente como portador de la muerte, entonces el enemigo representa la encarnación más pura de lo real, y con la reaparición de la posibilidad de enemistad se anuncia el retorno del antiguo estilo de lo real. Por lo demás, de esto se puede aprender que sólo se impone un tema estimulante cuando de una irritación resulta una institución, con portavoces visibles en la lejanía y trabajadores estables, con servicio de atención al cliente, presupuesto propio, reuniones de expertos, trabajo de prensa profesional y continuos informes acerca del frente del problema. El nuevo invitado fijo, el espíritu de venganza, puede reclamar todo esto en su propio beneficio. Puede decir de sí mismo: irrito, luego existo.
¿Quién podría poner en tela de juicio que los alarmistas, como siempre, tienen casi toda la razón? La mayoría de las veces, los habitantes de las naciones pudientes noctambulan en un pacifismo apolítico. Pasan sus días en una insatisfacción dorada. Mientras tanto, en los márgenes de las zonas de la felicidad, aquellos que molestan, incluso sus verdugos virtuales, profundizan en manuales de química de explosivos que han tomado prestados de las bibliotecas públicas del país de acogida. Una vez que uno haya hecho sonar la alarma en sí mismo, se sentirá como si tuviera ante los ojos la cabecera de un documental angustioso. Lo inofensivo y su opuesto se montan en una secuencia de perfidia impresionante, lo uno a continuación de lo otro, por una dirección que es consciente del efecto. Las imágenes que pasan ante los ojos no requieren comentario alguno: los padres modernos abren conservas para sus pequeños; las madres, empleadas y con doble carga, meten la pizza en el horno precalentado; las hijas revolotean por la ciudad para hacer valer su feminidad naciente. Bellas vendedoras de zapatos aparecen en la puerta del comercio con un cigarro durante un minuto de tranquilidad y responden a las miradas de los transeúntes. En los suburbios, estudiantes extranjeros, con el alma de piedra, se ciñen el cinturón de explosivos.
El montaje de tales escenas sigue una lógica de fácil comprensión. No pocos autores que sienten la vocación del educador político, entre ellos editorialistas neoconservadores, políticos antirrománticos, exegetas iracundos del principio de realidad, católicos tardíos y críticos del consumismo movidos por la repugnancia, querrían, como se ha señalado, volver a acercar los conceptos básicos de lo real a una población de ciudadanos demasiado despreocupados. Para conseguir este fin citan los correspondientes ejemplos más recientes de terror sangriento. Muestran cómo el odio penetra en las situaciones civiles estándar y no se cansan de afirmar que, bajo las fachadas bien ordenadas, el amok, el loco homicida sigue haciendo de las suyas durante mucho tiempo. Y mientras tanto siguen clamando continuamente: ¡Que esto no es ningún ejercicio! Pero, desde hace algún tiempo, el público se ha acostumbrado a la traducción rutinaria de la violencia real en meras imágenes, entretenidas y aterradoras, persuasivas e informativas. Percibe el movimiento opuesto de forma increíble como la recaída insulsa en un dialecto extinguido desde hace muchos años.
Pero ¿cómo se pueden presentar con seriedad como novedades la ira y sus proyectos, sus proclamaciones y explosiones? ¿Qué no debería olvidarse a conciencia antes de que irrumpiera la inclinación a mirar fijamente a los hombres que se vengan con gran efecto de sus supuestos o verdaderos enemigos como visitantes de galaxias exteriores? ¿Cómo se podría hacer valer en general la opinión de que uno ha sido catapultado desde la desaparición de la oposición Este-Oeste posterior a 1991 hacia un universo en el que los hombres, tanto individual como colectivamente, depusieron su capacidad de sentimiento rencoroso? ¿Acaso no es el resentimiento, aun antes del bon sens, la cosa mejor repartida del mundo?
Desde los días míticos es sabiduría popular que el hombre es el animal que deja muchas cosas sin hacer. Nietzsche diría que en todo hombre hay algo de alemán. No puede eliminar algunos venenos de la memoria y sufre bajo la marca de experiencias de cierta especie desagradable. Al dicho de que el pasado a veces no quiere pasar se atiene la versión cotidiana del exigente y penetrante juicio, según la cual la existencia humana, en primer lugar, no es ni más ni menos que la cumbre de una memoria acumulativa. «Recordar» no significa únicamente la prestación espontánea de la conciencia temporal interna que se opone por un breve lapso a la inmediata desaparición del momento vivenciado a través de la retentiva, es decir, de la función de retención interior automática; también está conectado con una función de almacenamiento que hace posible el regreso de temas y escenas no-actuales. En último lugar es también el resultado de formaciones de nudos mediante los cuales el ahora actualizado anuda de forma convulsiva y adictiva antiguos lazos de dolor. Tales movimientos son comunes durante el transcurso del trauma a las neurosis y a las sensibilidades nacionales. De los neuróticos se sabe que prefieren tener los accidentes siempre en las mismas curvas. Las naciones incluyen el recuerdo de sus derrotas en lugares de culto a los cuales los ciudadanos peregrinan de forma periódica. Todos los memoriales de cualquier tipo, sin importar si aparecen aureolados de matices religiosos, civilizatorios o políticos, deben tratarse, por consiguiente y sin excepción posible, con desconfianza: bajo el pretexto del recuerdo purificante, liberatorio o meramente creador de identidad, favorecen inevitablemente un tipo de encubierta tendencia a la repetición y re-escenificación.
Ya la victimología popular está, en cierta medida, al corriente de las reac ciones de los heridos. A través de malas experiencias se trasladan del centro olvidadizo y feliz a los márgenes escarpados desde los cuales la vuelta a la normalidad ya no resulta fácil. Se comprende la dinámica excéntrica sin más: a las víctimas de la injusticia y las derrotas no pocas veces les parece inalcanzable el consuelo en el olvido; y por el hecho de ser inalcanzable, también indeseable y, por tanto, inaceptable. De ello resulta que el furor del resentimiento se agite a partir del instante en el que el humillado decide dejarse caer en la humillación como si estuviera predestinado a ella. Exagerar el dolor para hacerlo más soportable; levantarse de la depresión del sufrimiento al orgullo de la miseria –por usar la sensiblera acuñación humorística de Thomas Mann sobre el patriarca Jacob44–, acumular, hasta convertirlo en una montaña, el sentimiento de las injusticias padecidas para colocarse sobre su cumbre con gesto de triunfo amargo: tales movimientos intensificantes y trastornadores son tan antiguos como la injusticia, que, por su parte, parece tan antigua como el mundo. ¿No es «mundo» la palabra para un lugar en el que los hombres acumulan de forma inevitable recuerdos de heridas, injurias, humillaciones y todos los posibles episodios contra los cuales posteriormente quisieran apretar con ira los puños? Y todas las culturas ¿no son siempre, de manera abierta u oculta, archivos de colectivos traumáticos? De reflexiones como ésta se puede deducir que a las reglas de la astucia de toda civilización pertenecen las medidas para borrar o contener los inflamados recuerdos de las aflicciones. ¿Cómo pueden los ciudadanos irse a la cama tranquilos si no se llamó previamente al couvre-feu para el fuego interno?
Por consiguiente, dado que la cultura debe ofrecer siempre sistemas para el restablecimiento de las heridas, resulta obvio desarrollar conceptos que cubran el espectro íntegro de las heridas, tanto visibles como invisibles. Esto lo han permitido las ciencias modernas de los traumatismos, las cuales parten de la penetrante idea de que las analogías fisiológicas también son útiles para los asuntos morales dentro de unos límites. En las heridas corporales abiertas, por utilizar un símil conocido, la sangre entra en contacto con el aire, con lo que las reacciones bioquímicas conducen a la coagulación de la sangre. Esto da lugar a un admirable proceso de auto-curación somática que pertenece al antiguo legado animal del cuerpo humano. Ante las lesiones morales se podría decir que el alma entra en contacto con la crueldad deseada o indeseada de otros agentes. También en tales casos se puede echar mano de mecanismos sutiles de curación mental de heridas; a ellos pertenecen la protesta espontánea, la exigencia de pedir cuentas al que nos ha herido o, en caso de que esto no sea posible, el propósito de pedir satisfacción en un tiempo dado. Junto a ello está el retraimiento sobre uno mismo, la resignación, la reinterpretación de la escena convirtiéndola en una prueba, el no querer reconocer lo ocurrido y, al final, cuando sólo parece que nos pueda ayudar una cura de caballo psíquica, la interiorización de la herida, como castigo merecido inconscientemente, hasta la adoración masoquista del agresor. De forma adicional, el budismo, el estoicismo y el cristianismo han desarrollado ejercicios morales para este botiquín del «yo» humillado, con la ayuda de los cuales la psique herida debe ser capaz de trascender en conjunto el sistema circulatorio de humillación y venganza45. Mientras la historia signifique el infinito movimiento del péndulo de golpes y contragolpes, es de sabios conseguir parar el péndulo.
No sólo la sabiduría del día a día y la religión se han interesado por la cura moral de las heridas. También la sociedad civil procura terapias simbólicas para respaldar las reacciones psíquicas y sociales a las heridas tanto de los individuos como de los colectivos. Desde tiempos antiguos, el órgano de los procesos judiciales se preocupa de que a las víctimas de la violencia y la injusticia se les ofrezcan desagravios ante el pueblo congregado. Mediante tales procedimientos se practica la conversión, siempre precaria, de los arranques de venganza en equidad. Sin embargo, de la misma manera que existe la herida supurante, mediante la cual el mal se vuelve crónico y general, también existe la herida psíquica y moral que no cicatriza y genera temporalidad putrefacta: la infinitud maligna de las reclamaciones que no se pueden atender. Así se origina el proceso sin sentencia satisfactoria que provoca en el demandante la sensación de que la injusticia que le han hecho sufrir se incrementará aún más en la vía procesal. ¿Qué hacer cuando la vía judicial se experimenta como el camino equivocado? ¿Se puede solucionar el asunto por la vía del sarcasmo de que el mundo se hundirá algún día en la tramitación oficial, una sentencia esta que vuelve a inventarse cada vez que los ciudadanos experimentan la indolencia de las autoridades? ¿No resulta obvio que la misma ira administre justicia y que, como alguacil propio o, incluso, como ejecutor autonombrado, llame a la puerta del ofensor?

La venganza narrada

Una innumerable casuística de carácter ejemplar, de épocas tanto antiguas como recientes, habla a favor de esta posibilidad. La búsqueda de justicia impulsa desde siempre una segunda y salvaje jurisprudencia en la que los humillados intentan ser jueces y funcionarios de ejecución en una sola y misma persona. Desde nuestro punto de vista, en estos documentos y en sus modelos reales resulta destacable que sólo la Modernidad incipiente ha inventado el romanticismo de la auto-justicia. Quien habla de tiempos modernos sin saber en qué medida están éstos marcados por un culto a la venganza excesiva sin modelo previo ha sucumbido a una mistificación. Se debe admitir que este culto cae hasta hoy en el punto ciego de la historia cultural, como si el «mito del proceso civilizatorio» no sólo quisiera hacer invisible la liberación de los más vulgares modales de la Edad Moderna (como Hans Peter Duerr ha expuesto con una abrumadora riqueza de datos), sino también la inflación de los fantasmas de la venganza. Mientras el tren global de la civilización apunta a la neutralización del heroísmo, a la marginalización de las virtudes militares y al fomento de los afectos pacífico-sociables, en la cultura de masas de la era de la Ilustración se abre un nicho dramático en el que la veneración de las virtudes vengativas, en caso de que se las pudiera llamar así, se impulsa hasta alturas excesivas.
Este fenómeno se remonta en sus orígenes a la década precedente a la Revolución francesa. La Ilustración no sólo desata la polémica del saber contra la ignorancia; también inventa una nueva calidad de sentencias condenatorias en la medida en que tacha de injustos todos los antiguos estados de cosas frente a la reivindicación de un nuevo orden. Esto hace vacilar el antiguo ecosistema de la resignación, en cuyo interior los hombres aprendieron a conformarse desde tiempos inmemoriales con la injusticia y la desventura aparentemente inevitables. Sólo bajo pronósticos clarificadores fue posible que la venganza ascendiera a un motivo epocal en asuntos tanto privados como políticos. Desde que el pasado básicamente no tiene razón, aumenta, no siempre aunque cada vez más a menudo, la tendencia a justificar la venganza.
Naturalmente, la Antigüedad ya había conocido los grandes actos de venganza. De las Furias de Orestes hasta el frenesí de Medea, el teatro antiguo ha rendido tributo a la potencia dramática de las fuerzas vengadoras. Ya desde el primer momento, el mito supo del peligro que, semejante al de una catástrofe natural, surge en las mujeres humilladas. Como muestra el ejemplo de Medea, la psique femenina recorre en esas situaciones el camino del dolor a la locura y de la locura al sacrilegio con una espantosa velocidad. Esto es lo que Séneca quería mostrar de forma desalentadoramente ejemplar en su tragedia sobre la furiosa heroína. En la terminología moderna se advertiría que el carácter pasivo-agresivo está dispuesto a excesos, en caso de que se deba decidir excepcionalmente por la ofensiva… y con esto llega la hora de las mujeres en el escenario de la venganza. El privilegio de las «grandes escenas» le ha correspondido desde siempre al iracundo bello sexo. A los antiguos de la época clásica nunca se les había ocurrido concebir tales ejemplos como algo más que requerimientos para orientarse hacia el medio y alejarse de exaltaciones.
En una de las piezas clave del drama ateniense, Las Euménides, con la cual se cierra la trilogía de La Orestíada de Esquilo, se trata nada más y nada menos que de la ruptura integral con la antigua cultura de venganza y destino y el establecimiento del cuidado político de la justicia. En un futuro, éste debe tener su lugar exclusivamente en los tribunales civiles. Su establecimiento requiere una sensible operación teológica y psico-semántica en la cual a las diosas vengadoras crueles y dignas, las Erinias, se les cambia el nombre por el de Euménides, las benévolas o venerables. La tendencia al cambio de nombre es inequívoca. Allá donde antes había un compulsivo imperativo de venganza, éste debe convertirse en justicia prudente de forma compensatoria.
Se podrán registrar las bibliotecas del mundo antiguo según todos los criterios posibles y se encontrará una gran abundancia de observaciones acerca del poder elemental de la ira y acerca de las campañas del furor vengador, pero de un juego medio serio con el romántico fuego de la venganza se descubrirá poco o nada. Precisamente a partir del siglo XVIII, este juego se convertirá en un motivo determinante en la cultura emergente de la burguesía, como si el Zeitgeist o espíritu de época hubiese decidido por cuenta propia que ha llegado el momento de interpretar nuevamente los sueños de venganza de la humanidad. Desde entonces, un gran vengador caza al otro, bajo la febril participación del público, en las pantallas del imaginario moderno: del noble bandido Karl Moor hasta el furioso veterano John Rambo; de Edmond Dantès, el enigmático conde de Montecristo, hasta Harmónica, el héroe de Hasta que llegó su hora, quien dedicó su vida a una Némesis privada; de Juda Ben Hur, quien se vengó del genio del Imperio romano con su victoria en la ominosa carrera de carros, hasta The Bride, alias Black Mamba, la protagonista de Kill Bill, que iba tachando en su lista de asesinatos los nombres de aquellos a quienes eliminaba. Ha comenzado la época de aquellos que viven para la «gran escena»46. Si viniera de visita la vieja dama de Dürrenmatt, sabría perfectamente a quién de sus antiguos conocidos tendría que asesinar. Jenny, la soñadora pirata de Brecht, c...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Ira y tiempo
  4. Introducción
  5. 1. El negocio de la ira en general
  6. 2. El dios iracundo: el camino hacia la creación del banco metafísico de la venganza
  7. 3. La revolución thimótica sobre el comunista banco mundial de la ira
  8. 4. Dispersión de la ira en la era del centro
  9. Notas
  10. Créditos