Capítulo 1
Efectos y aprendizajes de la COVID-19
en el ámbito de las residencias*
Falta de medios, desconocimiento
y vulneración de derechos
El curso de la emergencia sanitaria que el mundo entero atraviesa a causa de la pandemia de la COVID-19 y su alarmante capacidad infectiva nos ha mostrado que esta cruel enfermedad, si bien alcanza a ricos, pobres, poderosos y gente corriente, ataca sobre todo a las personas que viven en condiciones más precarias (hacinamiento, baja calidad de las viviendas, escasez de recursos de protección social, falta de apoyo social). Pero, de manera especialmente llamativa, se ha cebado con las personas de avanzada edad con enfermedades crónicas y, dentro de este grupo, con quienes viven en residencias.
Hemos observado cómo durante la primera oleada se llevaba por delante cada día decenas de miles de conciudadanos y originaba enorme sufrimiento tanto a las personas mayores como a sus familias, a las y los profesionales sociales y sanitarios, hasta tener un alcance global. Tanta muerte en soledad, tanto duelo en la distancia, tantos perjuicios socioeconómicos ocurrían al tiempo de denotarse un gran desconocimiento y descontrol por parte de las Administraciones y responsables de los servicios, sobre todo durante la primera oleada.
A todo ello hay que sumar otros efectos igualmente dañinos que ya estaban detectados desde antaño pero que durante la crisis pandémica han aflorado en toda su crudeza: el trauma del estigma y la discriminación que sufren las personas mayores y la grave limitación de sus derechos y de su autonomía en la toma de decisiones, sobre todo cuando se encuentran en situación de vulnerabilidad y necesitan cuidados de larga duración.
Sin duda, el escenario más cruel ha tenido lugar en las residencias de personas mayores (también en las que viven personas más jóvenes con graves discapacidades). Estos centros se vieron inermes ante un ataque infectivo verdaderamente feroz, sin hoja de ruta para conducirse y, en algunos territorios, con el abandono del sistema sanitario. Un número tan escandalosamente alto de muertes de personas mayores en residencias y de profesionales afectados no parece, sin embargo, que haya servido aún como aprendizaje para aprestarse a afrontar con diligencia las deficiencias estructurales y conceptuales que la pandemia ha destapado con la necesaria cooperación institucional.
Es verdad que los recortes (verdaderamente cruentos los de 2012) disminuyeron considerablemente los recursos técnicos y las ratios profesionales de las residencias; es verdad que la conjunción entre la velocidad infectiva del virus y la lenta en reaccionar del sistema originó la escasez de equipos de protección personal y de productos diagnósticos, provocando un desproporcionado contagio de muchos profesionales; es verdad que algunos hospitales rozaron el colapso… Pero todo eso no justifica que tantas personas mayores y con discapacidad que vivían en residencias se vieran privadas en algunos territorios durante el pico de la pandemia de medidas epidemiológicas y de la obligada asistencia sanitaria. Se vulneró así nuestra propia normativa de derecho universal y gratuito a la salud y la internacional establecida por la Convención de Naciones Unidas de derechos de las personas con discapacidad, ratificada por España en 2008, según la cual estas “tienen derecho a gozar del más alto nivel posible de salud sin discriminación […] y a que se les preste atención de la misma calidad que a las demás personas”.
Esta lesión de un derecho tan relevante como es la salud pública y la atención sanitaria fue la causa primera de tan elevado número de fallecimientos. Se actuó Poco, tarde y mal, como titula Médicos sin Fronteras su informe sobre la COVID-19, en el que relatan el “inaceptable desamparo” de las personas mayores por parte de los sistemas de salud. Lo mismo cabe colegir del informe de Amnistía Internacional, Abandonadas a su suerte, y de otros análisis como los que recoge Manuel Rico en su libro Vergüenza. El escándalo de las residencias. En este último, se denuncia el vergonzante negocio que está detrás de algunos de los grandes grupos propietarios de centros financiados por fondos de inversión y que, pese a la precariedad del sector (escasa ratio de profesionales, salarios muy bajos) han obtenido pingües beneficios.
Otro elemento que se asocia con la rápida propagación del virus son los espacios arquitectónicos de las residencias existentes. Hay que considerar en primer lugar el tamaño excesivo de la mayoría de los centros (más de la mitad de ellos tienen más de 100 plazas), a lo que hay que unir su diseño interior: salas grandes que las personas residentes ocupan todas juntas o en grupos numerosos (comedores, salones de estar, gimnasios), mientras que las habitaciones (la gran mayoría compartidas) se ubican a derecha e izquierda en largos pasillos, como ocurre en hospitales y hoteles. En entornos construidos como estos, el aislamiento que requerían las personas cuando se contagiaban de la enfermedad resultó muy difícil cuando no inviable y, en muchos casos, la opción adoptada fue confinar a las personas en sus propias habitaciones durante semanas o incluso meses, con las consiguientes consecuencias que esta “reclusión” provocó tanto en su salud física como en la psicológica y emocional (Pinazo-Hernandis, 2020).
En este sentido, hay que señalar como contraste los buenos resultados que se van conociendo de las evaluaciones relacionadas con la incidencia de la COVID-19 en los centros organizadas en torno a pequeñas unidades de convivencia en las que conviven no más de 10/12 personas. Hay estudios (The Green House Project, 2020; Sheryl Zimmerman et al., 2021) de los que se desprende que este modelo, debido a su escala pequeña con un reducido grupo de personas y plantilla de personal estable, ha sido más resistente a las infecciones y las muertes que las residencias tradicionales. Más de un 90% de estas viviendas han reportado la ausencia de personas infectadas por COVID-19 o un número pequeño de casos en comparación con residencias convencionales.
En España, una auditoría encargada por el Gobierno de Navarra (Observatorio de la Realidad Social, 2020) muestra cómo uno de los factores explicativos de la incidencia del virus en las residencias es precisamente su tamaño: los centros de más de 100 plazas tienen 5 veces más probabilidad de ser afectadas que las más pequeñas. En estos se dieron menos oportunidades al virus de propagarse y cuando, además, las habitaciones eran individuales, pudo minimizarse aún más el riesgo de que las personas infectadas contagiasen a sus compañeros.
Otro argumento de peso a la hora de evaluar la rápida expansión del virus es la propia organización funcional de las residencias. La mayoría de las y los trabajadores de atención directa no tienen una asignación fija dentro de las unidades, sino que rotan por toda la residencia: salen de ella cada día, vuelven a sus casas, están con sus familias y en la comunidad, regresan al centro… Esta rotación se incrementó por el número de bajas del personal por contagios y la consiguiente contratación permanente de nuevo personal.
Sin considerar y analizar debidamente estas debilidades de la configuración y dotación de nuestros sistemas de protección social, las residencias (y los servicios sociales, de paso) fueron, sobre todo durante el pico más duro de la pandemia, las paganas de la crisis. Vieron impotentes cómo se las señalaba como culpables de la situación de abandono y de los múltiples fallecimientos que ocurrían, cuando estos centros sociales carecen de medios y recursos para afrontar una epidemia como esta, que es eminentemente sanitaria, aunque tiene consecuencias sociales graves.
A medida que se fue teniendo más conocimiento de todo lo relativo a la pandemia, sobre todo, con las investigaciones que se van publicando y las aportaciones que desde muchos lugares del sector han realizado diferentes entidades, incluyendo la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, diversos comités de ética y expertos en derecho y dependencia, se fue reaccionando contra sistemas de triaje en los servicios de salud discriminatorios y lesivos, falta de intervención epidemiológica y asistencial en los centros y retrasos en la elaboración de protocolos y planes de contingencia.
La pandemia ha puesto sobre la mesa la situación de las residencias en las que conviven casi 400.000 personas mayores en España, un recurso, como el conjunto de los servicios sociales, que no ha tenido el reconocimiento social y político que se merece. Sus profesionales, muchos sin formación suficiente, con ratios por debajo de lo necesario y precarios salarios, realizaron en su mayoría esfuerzos desmedidos para proporcionar una atención de calidad. Si a ello le unimos el tradicional abandono del sistema sanitario para dar cobertura desde el mismo a las medidas de vigilancia epidemiológica y actuaciones preventivas, así como a la atención sanitaria desde los equipos de primaria y especializada a toda la población, incluidas obviamente las personas que viven en residencias, tenemos esbozado un retrato somero de la situación vivida en estos centros, quedando muchos de ellos abandonados a su suerte.
Culpabilizar a las residencias de la falta de asistencia adecuada y del exceso de muertes que se sucedían constituyó un error de base, porque se les exigía que actuaran frente a la pandemia sin tener en cuenta que su función no es la de prevenir, diagnosticar y curar enfermedades (fines del sistema sanitario), sino cuidar y acompañar a las personas (fines del sistema social).
Es cierto que afloraron algunos casos aislados de intolerables malas praxis y situaciones de maltrato en algunos centros en los que falló el control de la Administración; es cierto también que se necesitan mayores ratios y más cualificación profesional para poder cuidar y acompañar mejor a las personas; es igualmente cierto que se requieren mejores retribuciones y más reconocimiento a este trabajo. Pero también es cierto que, pese a estas carencias, el balance que puede hacerse de lo ocurrido durante la pandemia es que en la mayoría de los centros se reaccionó con responsabilidad y vocación de servicio pese a la enorme escasez de recursos y de apoyos con que contaron.
A la hora de analizar lo sucedido hay que separar nítidamente tres aspectos. Por un lado, el negocio en que se ha convertido una parte del sector residencial sin que la Administración haya actuado para impedirlo. Por otro lado, las decisiones políticas adoptadas por los responsables de los servicios sanitarios y sociales para actuar frente al avance del virus. Y, por otra parte, la actuación profesional de ambos sistemas. Todos sus equipos continuaron al pie del cañón con enorme responsabilidad y poniendo en peligro su salud y hasta su vida. Los ejemplos de tantos profesionales, extenuados pero impertérritos en su función, su búsqueda improvisada de medidas protectoras, incluidas las de confinarse en las residencias junto a las personas mayores para protegerlas mejor, nos han mostrado su compromiso y sentido del deber.
En el mes de noviembre de 2020, las autoridades sanitarias establecieron algunas medidas para paliar los estragos que la pandemia estaba originando en las residencias, como fue el suministro de equipos de protección, así como la elaboración de protocolos y planes de contingencia, proponiendo para estos una lista de verifica...