
- 316 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
La pregunta es: ¿Porqué los votantes siguen depositando su confianza en políticos corrompidos, deshonestos, malvados, ineptos...?
La respuesta más probable es: porque tienen una fe religiosa en ellos. Porque esos electores, más que ciudadanos, son creyentes.
Si la ideología sustituyó a la religión en las sociedades modernas a partir de la Revolución Francesa, y si la separación Iglesia-Estado tuvo como consecuencia un impulso de adelanto y bienestar para Occidente, podemos suponer que apartar la ideología del gobierno de los Estados reactivaría el progreso de la humanidad en un momento en que la democracia está desapareciendo.
La idea de ateísmo ideológico, que se formula en estas páginas, puede ser una pieza fundamental para combatir la corrupción, el autoritarismo y la miseria económica y moral, que aumentan ahora que la democracia, tal y como un día la concebimos, ya no existe. Se presenta aquí la posibilidad realmente factible de separar de forma definitiva la ideología del gobierno de las ciudades y las naciones por ir en contra de los intereses generales.
Estamos ante una propuesta rompedora y sorprendente que podría cambiarlo todo.
Una lectura urgente para desencantados y escépticos de la política, pero también para fanáticos y radicales, es decir para los "creyentes"
Preguntas frecuentes
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Información
Categoría
DemocraciaPRIMERA PARTE
Del ciudadano al cliente (y del cliente al usuario)
Una confesión íntima y vergonzante
A modo de introducción
En el año 2014 pensé seriamente en la posibilidad de suicidarme.
Nunca me había sentido tan hostigada, tan enferma de preocupación. No podía dormir. La ruina llegaba a mi puerta en forma de cartas certificadas con acuse de recibo que contenían apremios y amenazas.
No cesaban.
El cartero siempre llamaba dos veces. Diarias. Sentía terror cada vez que oía el timbre de la puerta. O cuando abría el buzón de correos, lleno de avisos para que recogiese certificados de color blanco y negro, repletos de papeles con referencias oscuras y acuciantes.
Urgencias. Apremios. Obligaciones. Amenazas ejecutivas. Extractos de ordenanzas y leyes, todas las cuales aparentemente yo había vulnerado.
Me convertí en un alma en pena, patética y llorosa. Molestaba a todo el mundo con mis cuitas. En mi familia me dijeron: «No importunes más con tus problemas. Tú no das pena. Nadie sentirá lástima por ti. Se siente compasión por el chaval del 3.º A, que va en silla de ruedas. O por Vicenta, la viuda del zapatero, a la que han desahuciado, pero no por ti. Ten un poco de dignidad y no sigas lloriqueando en público».
«Que no doy pena, ¡pues la voy a dar! Me quitaré la vida, como ese muchacho que se quemó a lo bonzo y dio origen a la Primavera árabe», pensaba yo, en mi delirio.
La impotencia y la falta de salidas me hacían disparatar.
Finalmente, me vi obligada a vender la casa donde vivía junto con mi hija, que dependía de mí, y a endeudarme por treinta años para pagar la disparatada cantidad de dinero que me pedía la Agencia Tributaria, que me acusó de «defraudadora» y me hizo reconocer mi supuesta culpa, a pesar de que era inocente.
Usando el mismo método que en ciertos países no democráticos, donde las autoridades obligan a los infractores a reconocer su culpa firmando de puño y letra confesiones preparadas y falaces, capaces de justificar cualquier pena.
Es la confesión de los pecados del creyente humillado ante el poder magnífico, religioso, de la política, de la policía ideológica.
La acusación me estremecía, me indignaba, me resultaba sorprendente. Yo siempre había cumplido, y lo sigo haciendo, con mis obligaciones cívicas. Incluso viví en Suiza durante años mientras continué tributando en España (debo ser la única persona no declarada legalmente irresponsable que ha hecho algo así).
Jamás tuve intención de defraudar nada. El problema era que yo tenía una «sociedad unipersonal», y el fisco había llegado a la conclusión de que tales sociedades eran ilegales para personas como yo (artistas, nos llamaba de forma un tanto despectiva el señor ministro del ramo).
Me resultó ridículo pensar que constituí esa sociedad porque me lo recomendó pocos años antes una amable funcionaria… ¡de Hacienda!
«Abra usted una sociedad, que se ahorrará un dinerito que nunca viene mal», me dijo la señora. Todavía recuerdo su sonrisa. Estoy segura de que era sincera. «Abra una sociedad», dijo, como podría haber dicho «Abra una tienda».
Pero eso había ocurrido un tiempo atrás, y las cosas en 2014 eran muy diferentes. La Gran Recesión azotaba a Europa. Grecia era la noticia del momento, cada mañana, cada día de la semana. Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse porque Grecia tiraba de todos nosotros hasta el precipicio, como una de esas estampas de los mapamundi antiguos, en que unos gigantes airados llevan el planeta sobre los hombros. España estaba quebrada y tenía un gobierno semoviente, dispuesto a ejecutar perrunamente todas las instrucciones que les daban desde Bruselas.
Los ciudadanos les importábamos un bledo, quod erat demonstrandum. Los manguerazos de dinero del Banco Central Europeo iban para los bancos. Las personas contábamos menos que ceros a la izquierda en los grandes balances. Tan solo pagábamos, de la cuna a la tumba.
No es difícil imaginar a algún altísimo dignatario europeo dictando en voz baja, como susurrando un secreto, a los lanares emisarios españoles: «Apriétenles ustedes un poco las tuercas a sus contribuyentes, que hay que equilibrar estas cifras y sacar dinero de donde se pueda».
Seguramente tradujo antes, mediante Google Translate, sus palabras para hacerse entender con el equipo económico español, poco conocido mundialmente por su habilidad con los idiomas.
El ministro de Hacienda de la época era un señor que se convirtió en un cruel y despiadado ejecutor de lo que pudieron ser directrices europeas. O quizás era una iniciativa que surgió motu proprio.
El tipo podría haber encarnado la figura y el talante de aquellos recaudadores de impuestos egipcios de la Antigüedad, que se hacían enterrar con una mano fuera de la tumba para que los viandantes pudiesen depositar en ella algún donativo que les sirviera en su viaje eterno. Siempre está bien llevar algo suelto, se vaya a donde se vaya.
El caso es que sí. Nos apretaron las tuercas. Sin piedad, sin tino, sin medida. Nos empobrecieron a muchos. Desde el autónomo que tenía una pastelería al jugador del Real Madrid famoso en todo el orbe (aunque este último se empobreció menos, claro, ya que se limitó a pedir subidas de sueldo que compensaran sus pérdidas). Del actor que vivía a salto de mata, a la entusiasta y mentecata escritora que pensaba que podía «ahorrarse un dinerito» legalmente.
Nos apretaron hasta ahogarnos.
Del siervo al obligado tributario la historia ha volado, más que transcurrido.
La pregunta es: ¿y todo esto para qué? Y no, no me vale que me digan que es para sostener hospitales, escuelas y carreteras. Las tres cosas juntas no exigen tanto. Hay una parte, cada vez más importante, del erario público (que es la hucha privada del poder) que sirve para alimentar al propio poder, para engordarlo, para hacerlo más inconmensurable y poderoso. Y el poder no retrocede jamás ni un centímetro ganado de presencia en la existencia de quienes lo mantienen con su sudor, con su vida. Al contrario, su tendencia natural es inflarse, robustecerse, perpetuarse por encima de lo que sea. Y de quien sea.
Sé de algunos que murieron o enfermaron gravemente durante este proceso de acoso que duró años. Hubo incluso quien se suicidó. Muchos lo pensaron, como yo.
La alternativa era: «O te declaras culpable y pagas de conformidad con la Agencia Tributaria, o el aparato fiscal represor del Estado te llevará a juicio durante años, ganará cada juicio que recurras, porque tiene a la Administración con todo su poder de su lado, y en el proceso te arruinarás igualmente. Tú elijes. Susto con muerte o muerte con susto».
Yo, que odio los enfrentamientos y no tenía dinero para pagar abogados, me declaré culpable. Aunque no lo era. Sigo siendo inocente. Más inocente, si cabe, que cuando me declaré culpable bajo coacción.
El procedimiento usado fue el mismo de la Inquisición: hacer preguntas, intimidar, y utilizar cada respuesta, cada factura aportada, cada indicio, para desovillar nuevas culpabilidades con que acusar al contribuyente acorralado.
Una amiga me relató su propio escalofriante interrogatorio, que ilustra bien el común proceso kafkiano que padecieron, y continúan padeciendo, muchos obligados tributarios: «Así que va usted a la peluquería. ¿Tiene la factura? ¿Se la ha desgravado? Pero a la peluquería puede ir usted porque quiere salir con sus amigas de paseo, no porque necesite ir bien peinada por motivos profesionales. Así que, compra usted un ordenador cada cinco años. ¿Tiene la factura? Pero el ordenador lo puede usar usted para divertirse».
Muchos ciudadanos, la mayoría quizás, obedecen ciegamente a sus líderes políticos. Otros, los odian porque ellos pueden convertir las vidas de los votantes en un verdadero infierno. Si la política despierta tantas pasiones es por eso: por la influencia atroz y desmedida que tiene en la vida en la gente común.
¿Pero por qué las cosas son así?
¿Y deberían ser así para siempre?
Sí, es verdad.
Antes de cerrar un acuerdo en el que me confundieron hasta el final (haciendo que mi abogado miope firmase en mi nombre actas con fechas caducadas por las que luego me persiguieron de nuevo y me reclamaron multas y más intereses), pensé en suicidarme.
Lo pensé seriamente.
Porque una ciudadana contra el Estado solo puede dañarse a sí misma.
El emperador Tiberio decía que a las ovejas (los contribuyentes) hay que esquilarlas, no despellejarlas. Pero a mí, como a tantos otros, nos despellejaron unos personajes siniestros, políticos poderosos, cuya posición estaba muy por encima de sus capacidades, que se servían del poder en vez de usar este para servir a la comunidad.
Lo del suicidio era lo de menos, porque en muchos momentos sentí que ya estaba muerta.
Y no: no se trataba del mero hecho del dinero, de la ruina que me provocaron. Aunque, por supuesto también. Lo peor era el acoso, la cacería administrativa, el acorralamiento, la amenaza diaria, la inquietud constante, interminable como una enfermedad mortal, la sensación de que había perdido todo asidero en el mundo, de que mi país era un lugar hostil que, lejos de protegerme, me perseguía para ejecutarme.
Así que el suicidio no era tan solo una salida. Para mí se trataba de la única manera que se me ocurría para resarcirme.
La venganza es algo previo a la justicia. Pero en un mundo donde la justicia no asiste al ciudadano indefenso, sino que está al servicio del poder, solo queda la venganza como triste recurso. Y las personas como yo, incapaces de ejercer violencia contra los demás, terminamos por emplearla sobre nosotras mismas.
Lo tenía todo calculado.
Retransmitiría el atentado contra mí misma en directo, en streaming, y antes de cometer la fatalidad acusaría a los culpables que me llevaban a tomar una decisión tan siniestra y fatal: los políticos y sus esbirros.
Luego, lo pensé mejor.
Y se me ocurrió que era mucho más práctico y social, menos violento y más divertido, escribir este libro.
La religión que nos separa
Una vez conocí a un señor mayor que defendía lo importante que había sido para él convertirse desde muy joven en «un hombre de partido». Se trataba de un viejo socialista al que los nuevos tiempos (un eufemismo que significa: ‘los nuevos dirigentes’) habían expulsado de la militancia.
Me confesó que ser del PSOE había orientado y dado sentido a su vida. Se emocionó contándome las cosas que había hecho durante su juventud por el partido. Viajes, conspiraciones, encuentros y complots con camaradas de otros países, donaciones y trabajos extravagantes para sacar dinero de donde no lo había, aventuras sin número. Se le iluminaba la cara al hablarme de cómo ser socialista era para él una parte fundamental de su existencia, algo que había formateado su alma.
No me resultó difícil comprenderlo. Casi lo envidié.
Se sentía satisfecho y agradecido por lo mucho que había recibido como ser humano, a pesar de que su tiempo en el partido estaba ya acabado. Nuevas generaciones habían reemplazado el trabajo que hizo en unos tiempos bien diferentes. Fue expulsado del ámbito partidario, sin piedad, junto con muchos de sus compañeros de generación, y ahora solo era un jubilado más que se reunía con otros camaradas de juventud para jugar a las cartas y recordar. No se arrepentía de nada. Todo lo malo pasado y presente le parecía poco en comparación con lo mucho y bueno que había recibido.
Mientras lo escuchaba hablar me di cuenta de que estaba oyendo el mismo discurso con que un creyente defendería su fe. Me decía las mismas cosas que ya había oído de boca de las monjas de mi colegio, o de algún familiar adepto a escuchar misa de forma regular.
Porque la fe obra milagros, es un reconstituyente existencial, da fuerzas para seguir luchando cuando la vida deja de tener sentido, cosa que ocurre en más ocasiones de las que todos deseamos.
Los creyentes lo saben. Y por eso se aferran a su religión con la misma fuerza con que aquel señor, nostálgico y agradecido, abrazaba su ideología.
Aunque lo malo de los creyentes es que muchos sienten la tentación del proselitismo. Quieren convertir a los demás a la misma fe que ellos profesan. Al mismo partido al que votan. Y aunque los creyentes religiosos cristianos cada vez se atreven menos a ejercer el proselitismo, no ocurre lo mismo con los creyentes ideológicos, que agitados por sus líderes se enfrentan cada día con quienes no piensan igual que ellos. Más que hacer proselitismo, luchan contra un formidable enemigo: contra todos los demás. Contra las opiniones diferentes. Porque, al igual que ocurre con las religiones, las ideologías también son una mera cuestión de opinión. Algo no racional ni científico. Siempre hay un componente cuestionable y discutible en todas ellas.
La pregunta escéptica del ateo, del agnóstico, del indiferente político es: ¿y por qué debemos los demás soportar el acoso ideológico, no solo de los líderes políticos que nos gobiernan y nos desprecian si no pensamos como ellos, sino de amigos y familiares de una determinada ideología, empeñados en adoctrinarnos a todos a su alrededor? ¿Por qué la ideología, que forma parte de las creencias personales, ha de ser una imposición, constituirse en un acoso, en una excusa para sufrir discriminación, en un malestar existencial que acompañe la vida entera de la ciudadanía? ¿Por qué soportar una concepción del mundo que pertenece a la conciencia de otros, y por qué esos otros la quieren ordenar como única y verdadera, obligando al resto de sus semejantes a someterse a sus dictados, sueños, irracionalidades, auténticas locuras?
¿Por qué la mitad de la sociedad está obligada a encadenarse al modelo de la otra mitad, solo porque una pequeña cantidad de votantes la supere en las urnas?
¿Por qué, incluso quienes no queremos hacerlo, nos vemos forzados a mantener una lucha existencial de ideologías, parecida a la de las religiones, por qué tenemos que pasar toda la vida gritando amenazadoramente: «¡Mi dios, mi líder, es más poderoso que el tuyo!, hace más milagros, aunque me exija sacrificios humanos, aunque me pida arrojar a mis hijos al fuego y oírlos gemir mientras agonizan»?
¿Cuándo acabará la tiranía del mundo de los creyentes?
¿Y podremos los no creyentes rebelarnos y evadirnos de ella algún día?
Parece difícil. Pero no imposible.
¿Y por qué existen los apolíticos, pero no los aideológicos? ¿Por qué se puede comprender que alguien no se interese por la política, pero resulta inconcebible que no tenga ideología? Aun sabiendo que la ideología es, fundamentalmente, un señuelo. Porque, en el fondo, y en la superficie, la mayoría de las veces todo trata de intereses partidarios, dado que los partidos políticos, con sus poderosos y sacerdotales dirigentes, se han convertido en empresas endeudadas y muchas veces corruptas, en clubs y cotos privados para las élites. Y lo inexplicable, como bien podría decir Bertrand de Jouvenel, es que sigamos sometidos a ellos. Que les rindamos obediencia sin obtener nada a cambio, nada que mejore nuestras existencias o las haga más dignas. Los creyentes ponen sus vidas a disposición de sus sacerdotes de partido, les entregan su obediencia. ¿Por qué, para qué? ¿De verdad esperan que los sacerdotes ideológicos construyan un mundo a la medida de sus...
Índice
- Cubierta
- Ateísmo ideológico
- Ángela Vallvey
- Título
- Créditos
- Índice
- Primera Parte: Del ciudadano al cliente (y del cliente al usuario)
- Segunda Parte: De la lucha de clases a cualquier clase de lucha
- Tercera Parte: Distinguir lo verdadero y acabar con el miedo
- Bibliografía básica