El satiricón
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El satiricón

Petronio, Lisardo Rubio Fernández

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El satiricón

Petronio, Lisardo Rubio Fernández

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Por varias y bien diversas razones, El Satiricón se ha convertido en una de las obras de la literatura antigua latina de mayor actualidad en la época moderna. Por una parte, constituye junto El asno de oro de Apuleyo, el único testimonio de cierta importancia del cultivo del género novelístico entre los romanos. Por otra, es una fuente capital para los estudios del latín vulgar; del latín de cada día, raramente reflejado en los textos literarios, del que surgen las lenguas romances en un lento pero ininterrumpido proceso evolutivo. Además, el picante y desmesurado realismo - a veces verdadero surrealismo - que tiñe muchos pasajes de esta curiosa obra, ha llamado la atención de no pocos críticos y artistas de nuestro tiempo, entre los que habría que citar en primer término - y cómo no - a Federico Fellini.Pero El Satiricón no sólo intriga e interesa por lo que enseña, sino también por lo que oculta. Así, por de pronto, no sabemos ni cuál era el volumen total de la obra, de la que el muy importante del texto conservado no nos da más que algunas partes, ni cuál era el esquema argumental de su conjunto (si es que lo tenía, y no se limitaba a una técnica meramente aditiva del relato); ni estamos seguros, en fin, de quién fue su autor ni de cuándo se escribió. En efecto, aunque resulte bastante verosímil que El Satiricónsea obra del famoso Petronio que brilló en la corte de Nerón como arbiter elegantiarum, hasta el momento en que se despidió de esta vida echándole en cara al tirano todas sus vilezas, subsisten razonables dudas al respecto. Pero por encima de todo, El Satiricón es una de las obras de la literatura antigua con mayor aliciente para el lector moderno. Y ello no sólo por su hilarante visión de los ambientes que retrata, sino también porque -un poco al modo de los tal vez contemporáneos restos arqueológicos de Pompeya- nos permite asomarnos a la vida cotidiana de los pequeños protagonistas de la historia antigua.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424930455
EL SATIRICÓN
1.a PARTE : ASCILTO
1. «… ¿No será una nueva especie de Furias lo que atormenta a nuestros declamadores? Oídlos recitar: ‘¡Estas heridas las he recibido por la libertad del pueblo! ¡Este ojo lo he sacrificado por vosotros! ¡Dadme un guía, que me conduzca junto a mis hijos, pues los tendones de mis pantorrillas 1 han sido seccionados y no pueden sostener el peso de mi cuerpo’. Aún este [2] énfasis sería tolerable si abriera el camino a futuros oradores. Ahora estos temas grandilocuentes y estas frases tan huecas como altisonantes sólo logran un resultado: que los jóvenes, al llegar al foro, se crean transportados a un nuevo mundo 2 . Y así, según mi opinión, [3] la juventud, en las escuelas, se vuelve tonta de remate por no ver ni oír en las aulas nada de lo que es realmente la vida. Tan sólo se les habla de piratas con cadenas apostados en la costa, de tiranos redactando edictos con órdenes para que los hijos decapiten a sus propios padres, de oráculos aconsejando con motivo de una epidemia que se inmolen tres vírgenes o unas cuantas más; las palabras y frases se recubren de mieles y todo —dichos o hechos— queda como bajo un rocío de adormidera y sésamo.
2. »Los que se educan en este ambiente son tan incapaces de tener buen gusto como los cocineros de [2] tener buen olfato. Permítaseme, oh retóricos, afirmar con vuestra venia que, ante todo, sois vosotros quienes habéis echado a perder la elocuencia. Al reducirla a una música ligera y vana, a una especie de entretenimiento, habéis convertido el discurso en un cuerpo [3] sin nervio, sin vida. La juventud no se entretenía en declamaciones cuando Sófocles o Eurípides crearon la [4] lengua en que debían expresarse. El maestro a la sombra de su escuela no había asfixiado todavía el genio cuando Píndaro y los nueve líricos 3 renunciaron a [5] cantar en el ritmo homérico. Y para no invocar ya tan sólo el testimonio de los poetas, tampoco veo, por cierto, que Platón ni Demóstenes hayan acudido a esa [6] clase de ejercicios. La noble y —permítaseme la expresión— púdica elocuencia no admite aderezos ni redundancias, pero se yergue esbelta en su natural [7] belleza. Últimamente, de Asia ha pasado a Atenas esta verbosidad hueca y desmedida; cual astro maligno, ha asolado el alma de nuestra juventud y sus aspiraciones de grandeza; entonces la elocuencia, al ver falseadas sus normas, detuvo su marcha y enmudeció.
»Para resumir, ¿quién desde entonces ha alcanzado [8] una fama comparable a la de un Tucídides o un Hiperides? Ni la misma poesía ha recobrado su brillante y sano aspecto; al contrario, entre todas las manifestaciones del arte, envenenadas en cierto modo por el mismo manjar, ninguna pudo alcanzar las canas de la longevidad. Hasta la pintura ha corrido la misma triste [9] suerte desde que la audacia egipcia tuvo la ocurrencia de condensar en reglas los principios de un arte tan ilustre.»
3. Agamenón no pudo tolerar que mi declamación bajo el pórtico se alargara más que sus propias y sudorosas sesiones en la escuela: «Muchacho —me dijo—, puesto que tu lenguaje está reñido con las aficiones del público y puesto que, como caso totalmente excepcional, cultivas el sentido común, te voy a revelar los secretos de nuestro arte. En el fondo, los maestros no [2] tienen la menor culpa en lo que atañe a los ejercicios declamatorios: ellos se ven en la necesidad de ponerse a tono con los insensatos. Pues si sus lecciones no gustaran a la juventud, ‘se quedarían solos en sus escuelas’, como dice Cicerón.
»Los falsos aduladores que van a la caza de una [3] cena entre la gente rica tienen como preocupación primordial pensar en lo que resulte más grato a sus oyentes; el único medio de conseguir lo que pretenden es efectivamente tender al oído ciertas trampas. El [4] caso del maestro de oratoria es el mismo: como el pescador, si no pone en su anzuelo un cebo que a ciencia cierta atraiga los pececillos, perderá el tiempo sobre su roca, sin esperanza de botín.
4. »¿Cuál es la conclusión? Hay que echar la culpa a los padres: no quieren que sus hijos se formen en una severa disciplina. En primer lugar cifran sus esperanzas, [2] como toda su vida, en la ambición. Luego, por ver cumplidos pronto sus votos, lanzan al foro a esas inteligencias todavía muy verdes pretendiendo revestir a sus hijos recién nacidos con el ropaje de la oratoria, que es, según propia confesión, la cosa más [3] grande del mundo. Si aceptaran unos estudios graduados, dando tiempo al joven para formar su espíritu en el estudio de la filosofía, para trabajar su estilo con despiadada crítica, para escuchar con calma los modelos que se propone imitar, para convencerse que no es lo mejor aquello que deslumbra la infancia: entonces la gran oratoria volvería a reinar con toda su autoridad.
[4] »Hoy los niños no hacen más que jugar en la escuela, los jóvenes hacen el ridículo en el foro, y, lo que es más vergonzoso que ambos extremos, nadie quiere reconocer en la vejez la desacertada enseñanza de su infancia. [5] Pero no vayas a creer que yo condeno la improvisación sin pretensiones de un Lucilio. Yo mismo voy a expresar mis ideas en un breve poema:
5. »Si alguien aspira a un arte sobrio y se interesa por grandes temas, empiece por adaptar su vida a la estricta norma de la austeridad. No le importe el palacio [5] insolente con su altiva mirada, ni vaya tras los déspotas como cliente a la caza de una cena; no se entregue al vicio ni ahogue en vino el calor de su inspiración; no vaya al teatro contratado para aplaudir de oficio a los artistas. Pero si a uno le sonríe la ciudadela de Minerva [10] en armas o la tierra habitada por el colono Lacedemonio o la mansión de las Sirenas, entonces consagre a la poesía sus primeros años, beba a pleno pulmón en la fuente Meonia.
»Luego, saturado ya de la socrática grey, dé rienda suelta a su libertad y blanda las armas del gran Demóstenes.
[15] »Que entonces te envuelva el destacamento romano, el cual, liberado del acento griego, infundirá a tus palabras la savia de una nueva inspiración. Dejando el foro, corra a veces tu pluma sobre la plana para cantar la fortuna con sus característicos vaivenes. Sírvante de alimento las guerras cantadas en tono heroico y no pierdas de vista la impresionante sonoridad del indomable Cicerón.
»Pertrecha tu mente con todas esas virtudes; y entonces, saciado en dilatada corriente, brotarán de tu pecho palabras dignas de las Musas
6. Como yo prestaba atención a Agamenón, no me di cuenta de la huida de Ascilto…
Y mientras en el ardor de la conversación yo deambulaba por el jardín, entró en el pórtico un nutrido grupo de estudiantes; al parecer acababan de oír una improvisada declamación de no sé qué individuo como réplica al alegato de Agamenón. Como los jóvenes se [2] burlaban de las ideas y su disposición en el conjunto del discurso, aproveché la ocasión para desaparecer e irme corriendo en busca de Ascilto. Pero no recordaba [3] exactamente el camino ni sabía dónde estaba nuestra hospedería. En consecuencia, no hacía más que ir y [4] venir sobre mis propios pasos hasta que, harto de correr y bañado de sudor, me dirijo a cierta anciana que vendía legumbres silvestres y le pregunto:
7. «Por favor, abuela, ¿sabrías acaso decirme dónde está mi casa?» Le hizo gracia el chiste tan insulso, y me contestó: «¿Cómo no lo voy a saber?» Se puso de pie y echó a andar adelantándoseme. La tomé por una [2] adivina y…
Al poco rato, cuando habíamos llegado a un barrio bastante apartado, la amable vieja retiró la cortina de una puerta y dijo: «Esta debe ser tu morada.» Yo protestaba [3] que no reconocía la casa, cuando veo a ciertos individuos paseándose misteriosamente entre dos hileras [4] de letreros y de prostitutas desnudas. Tarde, demasiado tarde ya, comprendí que se me había llevado a un burdel.
Maldiciendo, pues, la emboscada que me había tendido la vieja, me cubro la cabeza y echo a correr por el centro del lupanar hasta la salida de enfrente. En el mismo umbral de la puerta me cruzo con Ascilto, tan extenuado y moribundo como yo: se diría que lo [5] había llevado allí la misma vieja. Después de saludarlo amablemente, le pregunté qué hacía en un sitio tan poco recomendable.
8. Llevándose las manos a la cabeza para secarse el sudor, dice: «¡Si supieras lo que me ha ocurrido!» [2] «¿Qué pasa?», pregunto. Y él, desfallecido, contesta: «Como andaba desorientado por toda la ciudad, sin saber dónde estaba mi paradero, se me acercó un buen padre de familia que se ofreció muy cortésmente para [3] acompañarme. Luego, por unos callejones tortuosos y muy oscuros, me trajo a este lugar y, con el dinero en la mano, me hizo una propuesta deshonrosa. La alcahueta ya había cobrado un as como precio de la habitación; ya el hombre me había puesto la mano encima, y, si yo no hubiera podido más que él, habría pasado un mal rato.»
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Tanto es así, que por todas partes toda aquella gente me parecía entregada a la bebida del satirión 4 .
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Aunando nuestras fuerzas, nos deshicimos de aquel impertinente.
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9. (ENCOLPIO .) Como entre niebla, vi a Gitón de pie en la esquina de una calle y me dirigí a su encuentro.
Le pregunté si el hermanito 5 nos había preparado [2] algo para almorzar. El chiquillo, sentándose sobre la cama, se secó con el dedo pulgar las lágrimas que le saltaban de los ojos. Yo, preocupado ante el aspecto [3] del hermanito, pregunté qué había pasado. El muchacho, después de resistirse un buen rato, al ver que a los ruegos yo añadía ya las amenazas, consintió en hablar: «Ese, tu hermano o compañero, vino hace un instante [4] a mi departamento y quiso atentar contra mi honor. Como yo quería chillar, echó mano a la espada diciendo: [5] ‘Si tú eres una Lucrecia, te has encontrado con un Tarquinio’.»
Al oír eso, apuntando con mis puños a los ojos de [6] Ascilto, pregunto: «¿Qué contestas, monstruo invertido, que ni el aliento tienes limpio?» Ascilto fingió indignarse [7] y, blandiendo sus puños con mayor vigor todavía y a mayor altura que los míos, chilló diciendo: «¿Te [8] quieres callar, gladiador obsceno, a quien la arena ha desechado cuando ya habías sucumbido? ¿Te quieres [9] callar, asesino nocturno, que ni aun cuando pasabas por valiente pudiste con una mujer honrada y que en un bosque me adoptaste como hermano por la misma razón que ahora te acompaña en la hospedería ese chiquillo?» «Desapareciste —le dije— mientras yo hablaba con el maestro Agamenón» 6 .
10. «Idiota de remate, ¿qué iba a hacer si me estaba muriendo de hambre? ¿Querías que siguiera escuchando sus frases, es decir, su música de vasos rotos y sus interpretaciones de sueños? Por Hércules, eres bastante [2] más ruin que yo, ya que por cenar fuera de casa has aplaudido al poeta.»
[3] Así, acabando en sonrisas la más sucia de las discusiones, ya en paz, pasamos a otra cosa.
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[4] Una vez más volvió a mi recuerdo la ofensa de Ascilto: «Mira —le digo—, veo que no podemos entendernos. En consecuencia, repartamos los bártulos que tenemos en común e intentemos buscar fortuna cada uno por su lado. Tú eres persona culta y yo también. [5] Para no hacerte la competencia, yo me ofreceré para cualquier otro servicio: pues, de lo contrario, tendríamos diariamente mil motivos de fricción y nos llevarían en lenguas por toda la ciudad.»
[6] Ascilto no se negó a ello, añadiendo: «Por hoy, ya que nos hemos comprometido a cenar como profesores que somos, no perdamos la noche. Mañana, ya que así lo dispones, me buscaré habitación y algún hermanito.»
[7] Mi respuesta fue: «Diferir lo que está acordado es perder el tiempo.»
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Sólo la pasión me hacía romper así tan bruscamente con él. Iba ya tiempo, en efecto, que aspiraba a quitarme de encima a este importuno vigilante para volver a mi vida de antaño con Gitón.
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11. Cuando hube echado un vistazo por toda la ciudad, volví a mi celdilla y, después de unos besos muy espontáneos, estrecho fuertemente en mis brazos al chiquillo rebosando de aquella felicidad soñada y envidiable. [2] No había concluido la escena, cuando Ascilto, apareciendo por la puerta al acecho y violentando el cierre, me sorprendió en plena fiesta con el hermanito. Llenó la celda de risas y aplausos, estiró la manta que [3] yo me había echado encima y dijo: «¿Qué estabas haciendo, venerable hermano? ¿Ah? ¿Estáis acampando por parejas?»
Pero no se atuvo tan sólo a las palabras; soltó la [4] correa de su saco y empezó a sacudirme sin cumplidos, sazonando además los golpes con sarcasmos obscenos: «¡Tal reparto, entre hermanos, ni pensarlo!»
12. Llegábamos al mercado al caer el día. Allí vimos un sinfín de mercancías; por cierto no eran de alta calidad; pero, aunque poco recomendables, pasaban no obstante fácilmente bajo la oscuridad del atardecer.
Como también nosotros habíamos traído el manto [2] robado, quisimos aprovechar la gran oportunidad y, en un rincón, empezamos a agitar una punta de la prenda por ver si casualmente su colorido podía atraer algún comprador. Al poco rato un campesino, cuya cara [3] me era familiar, se acercó en compañía de una mujercita y se puso a examinar el manto con mucho interés. Ascilto se fijó a su vez en la espalda del rústico comprador [4] y, de pronto, se quedó ...

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