SEGUNDA PARTE
UNA CRISIS EN DOS ETAPAS: LEHMAN BROTHERS (2008-2009) Y DEUDA SOBERANA (2011-2012)
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EL COLAPSO DE LEHMAN BROTHERS Y LA IMPOSIBLE RESPUESTA ESPAÑOLA
Cuando la crisis emergió, la situación de España era más que compleja: un endeudamiento privado (interno y externo) insostenible, que había financiado un insólito boom de la construcción y un aumento de la demanda interna que no se podía mantener. La nueva situación taponó la arteria que sostenía la expansión, y las secuelas del colapso financiero (reconsideración del riesgo y evaporación de la liquidez) la abocaron a un súbito final. Este capítulo se destina a situar las consecuencias de aquel primer choque, y las razones por las que, una vez que se hubo reabsorbido parcialmente, España se vio arrastrada a una nueva crisis, la de la deuda soberana, en cuya gestación tuvo una parte no menor la disfuncionalidad política del país.
FINAL DE FIESTA: LA TRANSICIÓN 2007-2008
Con la excepción del BIS, que venía advirtiendo de los problemas a los que se podían enfrontar los países deudores (como España, Gran Bretaña o Estados Unidos), las instituciones multilaterales no percibían la gravedad del peligro que se avecinaba y, todavía en la primavera de 2008, el FMI postulaba un avance del PIB mundial en 2008 y 2009 del 3,7% y del 3,8%, respectivamente. Que la situación parecía bajo control da razón del porqué, en julio de 2008, el BCE elevó los tipos de interés (hasta el 4,25%); o que, al celebrarse los primeros diez años del euro a escasos meses del colapso de Lehman Brothers, se destacara su éxito en el control de la inflación (Trichet, 2009) y, en cambio, no se hiciera mención alguna de los riesgos que, con su puesta en marcha, se habían acumulado.
Y aunque es verdad que el momento exacto en el que se desencadenaría la crisis era imposible de conocer, lo cierto es que el aumento de la deuda en determinados países del sur, y las correlativas posiciones acreedoras de otros del centro, estaba a la espera de un accidente que, finalmente, tuvo lugar. Por ello, las justificaciones del presidente del BCE, Jean-Jacques Trichet, acerca de la imposibilidad de prever acontecimientos tan inciertos, o del desconocimiento de cuándo podía emerger un «cisne negro», son solo parcialmente adecuadas (Trichet, 2011a). La incertidumbre acerca del momento exacto de la aparición de una crisis no debería ser excusa para no haber adoptado las medidas para evitarla. Porque si emerge una crisis financiera, la responsabilidad de su aparición es siempre de los reguladores. Y aunque el BCE no tenía el control de la supervisión de los sistemas financieros nacionales, y del español entre ellos, sí que debería haber alertado de los desequilibrios que se estaban acumulando. El hecho de que el BCE fuera tan activo, una vez que los problemas de la deuda soberana estallaron en 2011-2012, indica, indirectamente, su responsabilidad y la del Banco de España en la gestación de los desequilibrios que nos condujeron a la crisis.
En Estados Unidos, el verano de 2008 contempló una acentuación de los problemas de algunas instituciones y, por último, el viernes 6 de septiembre al gobierno no le quedó más alternativa que nacionalizar, de facto, a sus dos grandes compañías hipotecarias. Su intervención generó un amargo debate en el país, ya que el consenso dominante postulaba que los errores no los debían pagar los contribuyentes, sino las instituciones responsables (Guha, 2008). Esta oposición a utilizar dinero público fue decisiva para explicar la quiebra de Lehman Brothers: una semana más tarde de la intervención de Fannie Mae y Freddie Mac, el gobierno fue incapaz de articular su salvamento. Y, en ausencia de rescate privado, no había otra solución que la quiebra: Lehman Brothers presentó sus libros al juzgado la mañana del lunes 14 de septiembre. La crisis, la Gran Recesión, había estallado. Y, con ella, se iniciaba un período que convertía en real lo que hasta entonces se consideraba impensable. Y el exuberante optimismo y la exuberancia financiera de los primeros años del siglo XXI se trocaron en reestimación de riesgos, desconfianza entre instituciones y evaporación de la liquidez.
Lehman Brothers fue un brusco aviso. Que las autoridades dejaran caer una institución de ese tamaño rompía un contrato implícito con la banca: en última instancia, el dinero del contribuyente se utilizaría para el salvamento de una institución lo suficientemente importante como para generar riesgo sistémico. Y aunque al día siguiente, el 15 de septiembre, el gobierno estadounidense dio marcha atrás y nacionalizó AIG, la mayor compañía de seguros del mundo, el pánico fue ya imposible de evitar.
A partir de ese momento, el colapso financiero se extendió a los intercambios globales, hundiendo el comercio mundial y, con él, la producción industrial. Ante esta crítica situación, la respuesta de las autoridades fue inmediata y con una única consigna: evitar, a toda costa, la repetición de una nueva Gran Depresión, porque los datos de los primeros meses sugerían un preocupante paralelismo con esta (Eichengreen y O’Rourke, 2010).
Para ello, se articuló una intervención en todos los frentes: hundimiento de tasas de interés, inyección masiva de fondos, salvamento de instituciones financieras y elevados déficits públicos. En el área del euro, y entre julio y diciembre de 2008, los tipos oficiales de interés cayeron del 4,25 % al 2,50 %, y continuaron descendiendo hasta el 1 % en mayo de 2009. Por su parte, la Fed estadounidense procedió de forma todavía más agresiva, reduciendo los tipos del 2,0% de abril al 1,0 % de finales de octubre y entre el 0,25 % y el 0 % en diciembre de 2008. Y lo mismo sucedió con el Banco de Inglaterra, el de Japón o el de China. Además, la banca central también procedió a comprar masivamente títulos (privados o públicos) o a conceder préstamos ilimitados al sector financiero, aumentando el volumen de sus balances de forma insólita, un proceso que iba a persistir hasta bien entrada la siguiente década y que, en el caso del BCE, continuaba todavía a principios de 2017. Al mismo tiempo, los gobiernos garantizaban emisiones de un sector financiero en el que todo eran sospechas sobre la verdadera salud de sus balances.
En el ámbito del salvamento de instituciones, el activismo en Europa fue notable. En Gran Bretaña se nacionalizaron, total o parcialmente, Northern Rock, Royal Bank of Scotland, HBOS (fusión de Halifax y Bank of Scotland) y Lloyds. Por su parte, Irlanda asumió, por un importe superior al 30 % de su PIB, las obligaciones de su sistema financiero y, posteriormente, creó un banco «malo» para depositar en él los créditos incobrables del hundimiento inmobiliario. Bélgica, Francia y Luxemburgo rescataron Dexia, y Bélgica y Holanda, Fortis (el principal banco belga); mientras Alemania nacionalizaba en 2009 el Commerzbank (el segundo del país) y ponía en marcha un sistema que apartaba de los balances bancarios los activos de dudoso cobro.
Finalmente, en lo tocante a la política fiscal, y tras la reunión del Consejo Europeo del 15-16 de octubre de 2008, la CE acordó en noviembre que los Estados miembros inyectaran recursos por valor de 200.000 millones de euros, equivalentes al 1,5% del PIB (Comisión Europea, 2008a). Con ello, en 2009 y 2010 el déficit público de la eurozona aumentó sustancialmente y se situó por encima del 6%. Incluso Alemania respaldó esa política, con déficits durante esos años del 3,2 % y del 4,2 %, respectivamente, aunque ya a principios de 2009 efectuó una reforma constitucional que obligaba a situar el déficit público estructural en, como máximo, el 0,35% a partir de 2016. En Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón y, en especial, China, la dinámica de las cuentas públicas fue similar.
A pesar de la muy rápida adopción de esas excepcionales medidas, el desplome de los mercados financieros y la recesión fueron inevitables: entre el 1 de agosto de 2008 y el 31 de marzo de 2009, la caída del Dow Jones fue del 33 %, el japonés Nikkei perdía un 38 % y el DAX alemán un 36 %, volatilizándose billones de dólares de riqueza. El colapso y el hundimiento subsiguiente de la confianza comportaron una brusca y profunda contracción del gasto privado, que no pudo compensar el aumento de los déficits públicos: el PIB de la eurozona se redujo un −2,1 % anual en el último trimestre de 2008 y un −5,5 % en el primero de 2009, la mayor recesión desde la Segunda Guerra Mundial, mientras en Estados Unidos la contracción fue también sustancial (el −2,8% y el −3,5% anual, respectivamente). Entre las grandes economías, solo China mantuvo el crecimiento, merced a una ultraexpansiva política fiscal y monetaria. La situación era tan preocupante que, en octubre de 2008, el presidente francés Nicolas Sarkozy llamó a «refundar el capitalismo». Y, para calmar las inquietudes, el G-20 se comprometió, en la publicitada cumbre de Londres (del 2 de abril de 2009), a restablecer la confianza, el crecimiento y el empleo, reparar el sistema financiero y reforzar la regulación financiera.
Finalmente, a partir de la primavera de 2009, la intervención fiscal y monetaria comenzó a estabilizar la situación. Y su expresión más evidente fue la recuperación de los mercados de acciones: entre finales de marzo y de julio, el Dow Jones avanzó un 21%, un 28% el Nikkei y un 30% el DAX alemán. Los brotes verdes habían llegado. Y, ya a principios de 2010, el BCE destacaba la mejora de las condiciones financieras y, con ello, el final de las medidas extraordinarias de crédito a la banca (Trichet, 2010).
ESPAÑA 2008-2009: LEHMAN BROTHERS Y EL DESPERTAR DEL ENCANTAMIENTO
Para España, la desaparición de la restricción exterior que parecía implicar la adopción del euro fue un largo sueño, un dilatado encantamiento, del que Lehman Brothers nos despertó bruscamente. Con su quiebra, la larga etapa de expansión iniciada en 1995-1996 se cerró bruscamente. Aunque no era la primera vez que un insostenible déficit exterior obligaba a finalizar un crecimiento excesivo, lo novedoso de 2008 era su elevado nivel y, en particular, su importante acumulación en forma de deuda internacional, de magnitud desconocida hasta entonces. Porque, cuando la expansión finalizó en 2007, la producción inmobiliaria colapsó, al igual que los ingresos públicos, al tiempo que revertían los movimientos migratorios. Pero, en cambio, la deuda no se vio afectada por la recesión. La expansión había terminado, pero la deuda se quedaba. Y, a partir de entonces, se iniciaba el lento y doloroso proceso de desapalancamiento, la característica definitoria de la larga etapa recesiva de 2008-2013, un aspecto que ha continuado presidiendo, todavía en 2017, las fragilidades de nuestra economía.
Aparentemente, la situación española hasta Lehman Brothers no parecía distinta a la de otros grandes países de la eurozona. De hecho, las agencias de rating no habían alterado la valoración de su deuda: a lo largo de 2007 y hasta agosto de 2008, la prima de riesgo de España respecto de Alemania se mantuvo en registros ridículamente reducidos (alrededor de los 13 puntos básicos). Además, si las autoridades comunitarias y el BCE no estaban especialmente preocupados por nuestros potenciales problemas, en España había que incorporar el efecto del calendario electoral, con elecciones municipales y autonómicas en 2007, y generales en 2008.
Porque a todo lo anterior había que añadir la disfuncionalidad política del país. Que la política iba por otros derroteros lo muestra el contenido de los programas electorales, que no abordaban las fragilidades de fondo: por ejemplo, el ministro de Economía y Hacienda de Zapatero, Pedro Solbes, no tuvo inconveniente en añadir más empuje a una economía sobrecalentada, reduciendo el IRPF a partir de 2007. Por ello, no ha de sorprender que cuando la crisis comenzaba a arreciar a finales de 2008, y ya se oteaban graves problemas en el horizonte, los grandes partidos fueran incapaces de alcanzar un consenso mínimo para abordarla, como si no fuera con ellos ni su responsabilidad en la generación de los desequilibrios que hundieron al país ni la búsqueda de soluciones. Lo mismo cabe decir de las grandes organizaciones sociales y, en particular, de las sindicales: su posición en los primeros compases de la crisis fue, simplemente, que no eran responsables de la situación y, por tanto, no debían cargar con los costes de ningún ajuste. Estas acusaciones cruzadas entre distintos agentes políticos, económicos y sociales sesgaron el debate que debería haber tenido lugar. Porque, dados los desequilibrios existentes, los ajustes eran inevitables y, por tanto, el debate debería haberse centrado en cómo distribuir sus efectos. Lamentablemente, ese no fue el caso.
Consideraciones de política interna al margen, la crisis iba desplegándose y ganando profundidad: en el primer trimestre de 2008, y en tasa intertrimestral, el PIB creció un reducido 0,5 %, cuando un año antes estaba avanzando un 1,0%. A partir de ahí, las cosas fueron de mal en peor: en el segundo trimestre bajó al 0,1% y, finalmente, se hundió al −0,8% en el tercero. Con estas inequívocas señales, el presidente Zapatero aceptó que España había entrado en recesión (julio de 2008), aunque la esperanza del gobierno se cifraba en que la crisis global pudiera ser contenida y permitiera un aterrizaje suave.
Ello no fue posible porque el exceso de deuda de familias y empresas provocó una muy severa, e inevitable, respuesta contractiva del gasto privado, que arrastró a España a la recesión. A partir de entonces quedó claro que se iban a pagar los excesos de la expansión. En particular, destaca el brusco anuncio del final del boom residencial, que se tradujo en el súbito hundimiento de algunas de las principales variables del sector (oferta, demanda, financiación y empleo), con efectos que se filtraron al resto de la economía. Así, y en lo tocante a la nueva oferta, las viviendas iniciadas mostraron severas caídas en 2008 (−46,8%) y 2009 (−51,5%), al tiempo que el elevado volumen de las que se iban finalizando presionaba al alza el stock de la nueva pendiente de venta, que pasó de las 349.000 a las 791.000 entre 2006 y 2010. Por su parte, la demanda (transacciones), tras el máximo histórico de 2006 (más de 955.000 viviendas vendidas), comenzó a caer con fuerza ya en 2007 (−12,4 %), una contracción que adquirió tintes de colapso en 2008 (el −32,6 %, hasta las 564.000) y presentó todavía nuevas reducciones en 2009 (el −17,8 % y 464.000 viviendas vendidas). En suma, las transacciones se habían hundido en cerca del 50% entre 2007 y 2009. Por su parte, las hipotecas (sobre cualquier tipo de finca) siguieron un camino parecido: de las 1,8 millones de 2007 a las 1,1 millones de 2009, de forma que el nuevo crédito hipotecario se redujo también prácticamente a la mitad (de 145.000 millones a 73.000 millones de euros entre 2007 y 2009). En este contexto, la ocupación en la construcción comenzó a declinar tras el máximo histórico de 2,7 millones en el tercer trimestre de 2007 (un 13,2% del empleo) y, entre el tercer trimestre de 2008 y el cuarto de 2009, perdió unos insólitos 600.000 ocupados (una caída de un intenso −25 %). No obstante, y a pesar de esta dinámica tan negativa del mercado de trabajo, financiación y oferta y demanda de vivienda, los precios (INE) solo se redujeron con moderación: entre los primeros trimestres de 2008 y de 2010, retrocedieron un 10%, reflejo de un impacto más severo en la vivienda de segunda mano (−13,7 %) y menor en la nueva (−6,1 %), que, inicialmente, respondió solo moderadamente a las nuevas condiciones. Ello expresaba la convicción de los operadores del mercado inmobiliario (empresas y sector financiero) acerca del carácter temporal de la crisis, apoyada por la refinanciación bancaria y las moderadas caídas en tasaciones.
El colapso de la construcción residencial actuó como una mancha de aceite, extendiendo sus efectos a todo el tejido económico. Ello se tradujo en una punción sobre la ocupación de una intensidad jamás contemplada en tan corto período de tiempo: en el semestre de octubre de 2008-marzo de 2009, acumuló una pérdida próxima a los 1,3 millones de empleos (un −6,2 %), de los que más de una tercera parte procedían de la construcción. Al mismo tiempo, la tasa de paro aumentó sustancialmente y, dado que el punto de partida en el tercer trimest...