Historia del cuerpo humano
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Historia del cuerpo humano

Evolución, salud y enfermedad

Lieberman, Daniel E., Riera, Joan Lluís

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Historia del cuerpo humano

Evolución, salud y enfermedad

Lieberman, Daniel E., Riera, Joan Lluís

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Información del libro

Uno de los científicos más reputados en evolución humana nos explica de forma divertida y amena los secretos de la historia de nuestro cuerpo, desvelando las claves que pueden permitir adecuarnos a nuestras necesidades de especie por encima de los insalubres comportamientos marcados por las modas y los ritmos de vida actuales.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412288889
Categoría
Biología

1

INTRODUCCIÓN

¿A qué estamos adaptados los humanos?

Si entablamos una batalla entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro.
WINSTON CHURCHILL
Érase una vez, en 2012, un «mono misterioso» que protagonizó un espectáculo paralelo a la Convención Nacional Republicana que se celebraba en Tampa, en el estado de Florida. El mono en cuestión, un macaco rhesus escapado, llevaba más de tres años viviendo en las calles de la ciudad, robando comida de contenedores y cubos de basura, esquivando coches y eludiendo con gran astucia a los frustrados agentes que intentaban capturarlo. Se convirtió en una leyenda local. Y entonces, cuando las hordas de políticos y periodistas descendieron sobre la ciudad para la convención, el mono misterioso saltó de repente a la fama internacional. A los políticos les faltó tiempo para usar la historia del mono como oportunidad para promocionar sus puntos de vista. Libertarios y liberales aclamaron su tenaz evasión de sus perseguidores como símbolo del instinto de liberarse de las injustas intrusiones en la libertad de las personas (y de los monos). Los conservadores interpretaron los años de fallidos intentos por capturar el mono como símbolo de un gobierno pródigo e inepto. Los periodistas no pudieron resistir la tentación de contar la historia del mono misterioso y sus captores como una metáfora del circo político que se desarrollaba en aquella misma ciudad. La mayoría de la gente simplemente se preguntaba qué demonios hacía un macaco solitario en un barrio residencial de Florida, un lugar al cual obviamente no pertenecía.
Como biólogo y antropólogo, yo veía con otros ojos al mono misterioso y a las reacciones que inspiraba: como algo emblemático de la forma ingenua e incoherente en que los humanos vemos nuestro propio lugar en la naturaleza. A primera vista, el mono ejemplifica la capacidad de algunos animales para sobrevivir de maravilla en condiciones a las que nunca estuvieron adaptados. Los macacos rhesus evolucionaron en el sur de Asia, donde su capacidad para obtener una gran variedad de alimentos les permite habitar en prados, bosques e incluso en zonas montañosas. También prosperan en aldeas, pueblos y ciudades, y se usan a menudo en los laboratorios. En este sentido, el talento del mono misterioso para sobrevivir con la basura de Tampa no puede sorprender. Sin embargo, la convicción general de que un macaco suelto se encuentra fuera de su sitio en una ciudad de Florida revela lo poco y mal que nos aplicamos este razonamiento a nosotros mismos. Cuando se considera desde una perspectiva evolutiva, la presencia del mono en Tampa no es menos incongruente que la presencia de la gran mayoría de humanos en ciudades, barrios residenciales y otros ambientes modernos.
Todos nosotros vivimos tan alejados de nuestro ambiente natural como el mono misterioso. Hace más de seiscientas generaciones, todos éramos cazadores-recolectores. Hasta hace relativamente poco tiempo (un abrir y cerrar de ojos en la escala evolutiva) nuestros antepasados vivían en pequeñas bandas de menos de cincuenta personas que se desplazaban de manera regular entre un campamento y otro, y sobrevivían de la caza, la pesca y las plantas que recogían. Incluso después de que se inventara la agricultura, hace unos 10.000 años, la mayoría de los agricultores todavía vivían en pequeños pueblos, trabajaban cada día para producir suficiente alimento para satisfacer sus necesidades y nunca imaginaron una existencia que hoy es habitual en lugares como Tampa, en Florida, donde todos dan por hecho que haya coches, lavabos, aire acondicionado, teléfonos móviles y una gran abundancia de comida muy procesada y rica en calorías.
Lamento tener que informar que el mono misterioso fue capturado en octubre de 2012, pero ¿hasta qué punto debemos preocuparnos porque la gran mayoría de los humanos de nuestros días vivan, como antes el mono misterioso, en unas condiciones nuevas a las que nuestros cuerpos no se adaptaron originalmente? En muchos sentidos, la respuesta es «muy poco», porque la vida a principios del siglo XXI es bastante buena para el ser humano medio, y, en términos generales, nuestra especie está prosperando, en buena parte gracias al progreso social, médico y tecnológico que se ha producido durante las últimas generaciones. Hay más de siete mil millones de personas vivas en la actualidad, de las que una buena parte esperan que sus hijos y nietos vivan, como ellos mismos, hasta los setenta años y más. Incluso países que en términos generales son pobres han realizado grandes progresos: la esperanza de vida media en la India era de menos de cincuenta años en 1970, mientras que hoy es de más de sesenta y cinco.1 Miles de millones de personas viven más, crecen más y viven más cómodamente que la mayoría de los reyes y reinas del pasado.
Pero por buena que sea nuestra situación, podría ser mejor, y sobran razones para preocuparse por el futuro del cuerpo humano. Aparte de las amenazas potenciales que plantea el cambio climático, nos enfrentamos a una masiva explosión demográfica combinada con una transición epidemiológica. A medida que la gente vive más y son menos los que mueren por enfermedades causadas por infecciones o por falta de alimentos, aumenta exponencialmente el número de personas de mediana edad o mayores que sufren enfermedades no infecciosas crónicas que solían ser raras o desconocidas.2 Malcriados en la abundancia, una mayoría de adultos de países desarrollados como Estados Unidos o el Reino Unido viven en mala forma física y con sobrepeso, y la prevalencia de la obesidad infantil se está disparando en todo el mundo, lo que presagia miles de millones de personas más con mala salud y obesas en décadas venideras. La mala forma física y el exceso de peso, a su vez, vienen acompañados de cardiopatías, infartos cerebrales y diversos cánceres, además de un gran número de dolencias crónicas y costosas como la diabetes de tipo 2 y la osteoporosis. También están cambiando de forma preocupante las pautas de ciertas discapacidades, pues en todo el mundo es cada vez mayor el número de personas que sufre alergias, asma, miopía, insomnio, pies planos u otros problemas. En pocas palabras, la menor mortalidad está dando paso a una mayor morbilidad (mala salud). Hasta cierto punto, este cambio se produce porque mueren menos personas jóvenes a causa de enfermedades contagiosas, pero no debemos confundir enfermedades que son más comunes en las personas mayores con enfermedades que realmente tienen su causa en el proceso normal de envejecimiento.3 A todas las edades, la morbilidad y la mortalidad se ven afectadas significativamente por el estilo de vida. Los hombres y las mujeres de cuarenta y cinco a setenta y cinco años de edad que son físicamente activas, comen frutas y verduras en abundancia, no fuman y consumen alcohol de manera moderada tienen por término medio una cuarta parte del riesgo de morir en un año determinado que las personas con hábitos poco saludables.4
La creciente incidencia de tantísimas personas con enfermedades crónicas no solo augura un aumento del sufrimiento sino también unos costes médicos colosales. En los Estados Unidos, el coste de la sanidad es de ocho mil dólares por persona y año, lo que suma casi el 18 por ciento del producto interior bruto (PIB) de esta nación.5 Una fracción importante de este dinero se dedica al tratamiento de enfermedades prevenibles como la diabetes de tipo 2 y enfermedades cardiovasculares. Otros países gastan menos en sanidad, pero sus costes están creciendo a un ritmo preocupante, empujados por el aumento de enfermedades crónicas (Francia, por ejemplo, gasta actualmente el 12 por ciento de su PIB en la atención sanitaria). A medida que China, India y otros países en vías de desarrollo se hagan más ricos, ¿cómo se enfrentarán a estas enfermedades y a sus costes? Es evidente que necesitamos reducir el coste sanitario y desarrollar tratamientos nuevos y más baratos para los miles de millones de personas que están enfermas actualmente o lo estarán en el futuro. ¿No sería mucho mejor prevenir esas enfermedades? Pero ¿cómo?
Esto nos trae de vuelta a la historia del mono misterioso. Si a todo el mundo le pareció necesario sacar al mono de los barrios residenciales de Tampa, que desde luego no es el lugar al que pertenece, tal vez deberíamos devolver también a sus antiguos vecinos humanos a un estado natural más normal desde un punto de vista biológico. Aunque los humanos, como los macacos rhesus, puedan sobrevivir y multiplicarse en multitud de ambientes (incluidos los barrios residenciales y los laboratorios), ¿no gozaríamos de mejor salud si comiéramos los alimentos que estamos adaptados a consumir e hiciéramos ejercicio tal como lo hacían nuestros antepasados? La lógica de que la evolución fundamentalmente adaptó a los humanos a sobrevivir como cazadores-recolectores más que como agricultores, trabajadores de fábricas o empleados de oficina está inspirando a un creciente movimiento de modernos hombres de las cavernas. Quienes siguen esta manera de entender la salud afirman que todos seríamos más sanos y felices si comiéramos e hiciéramos ejercicio de una manera más parecida a como lo hacían nuestros antepasados de la Edad de Piedra. Se puede empezar por adoptar una «paleodieta», que consiste en comer mucha carne (de animales alimentados con pastos, naturalmente), además de frutos secos, semillas, frutas y verduras, y dejar de lado todos los alimentos procesados con azúcares y féculas simples. Quien se lo tome realmente en serio complementará su dieta con gusanos, y nunca comerá cereales, productos lácteos ni nada que esté frito. También se pueden incluir actividades más paleolíticas en los hábitos diarios, como caminar o correr 10 kilómetros al día (descalzo, por supuesto), trepar a unos cuantos árboles, perseguir ardillas en los parques, lanzar piedras, evitar el sofá y dormir sobre una tabla en lugar de un colchón. Para ser justos, los defensores de los estilos de vida primitivos no sugieren que nadie abandone su trabajo, se mude al desierto de Kalahari y renuncie a todas las comodidades de la vida moderna como los lavabos, los coches y la Internet (que es esencial para comunicar en un blog las experiencias propias con la Edad de Piedra a otras personas simpatizantes). Lo que sugieren es que pensemos en cómo usamos nuestro cuerpo, y especialmente qué comemos y cómo hacemos ejercicio.
Pero ¿tienen razón? Si un estilo de vida paleolítico es claramente más sano, ¿por qué no viven así más personas? ¿Qué inconvenientes tiene? ¿Qué alimentos y actividades deberíamos abandonar o adoptar? Aunque es obvio que los seres humanos no estamos adaptados a abarrotarnos de comida basura y pasar el día estirados en un sofá, nuestros antepasados tampoco evolucionaron para comer plantas y animales domesticados, leer libros, tomar antibióticos, beber café y correr descalzos por calles plagadas de trozos de vidrio.
Estas y otras cuestiones suscitan la pregunta fundamental de este libro: ¿a qué está adaptado el cuerpo humano?
Esta es una pregunta extraordinariamente difícil de responder que exige múltiples enfoques, uno de los cuales consiste en explorar la historia evolutiva del cuerpo humano. ¿Cómo y por qué evolucionó nuestro cuerpo hasta ser lo que es hoy? ¿Qué alimentos hemos evolucionado para consumir? ¿Qué actividades hemos evolucionado para realizar? ¿Por qué tenemos el cerebro grande, el pelo escaso, los pies arqueados y otras características distintivas? Como veremos, las respuestas a estas preguntas son fascinantes, a menudo hipotéticas y en ocasiones contrarias a la intuición. Pero primero hay que atacar la cuestión más profunda y espinosa de qué significa «adaptación», pues lo cierto es que el concepto de adaptación es notablemente difícil de definir y de aplicar. Solo porque hayamos evolucionado para alimentarnos con ciertas comidas o realizar determinadas actividades no significa que sean buenas para nosotros, o que otros alimentos u otras actividades no hayan de ser mejores. Así pues, antes de ocuparnos de la historia del cuerpo humano, veamos de qué modo se deriva el concepto de adaptación de la teoría de la selección natural, qué significa realmente este término y de qué modo puede ser relevante para nuestro cuerpo actual.

CÓMO FUNCIONA LA SELECCIÓN NATURAL

Como el sexo, la evolución suscita opiniones igualmente fuertes de parte de quienes la estudian profesionalmente y de quienes la consideran tan errónea y peligrosa que creen que es un tema que no debería enseñarse a los niños. Sin embargo, pese a tanta controversia y apasionada ignorancia, la idea de que la evolución tiene lugar no debería ser objeto de discusión. La evolución no es más que cambio con el tiempo. Incluso los creacionistas más recalcitrantes reconocen que la Tierra y sus especies no siempre han sido iguales. Cuando Darwin publicó El origen de las especies en 1859, los científicos ya eran conscientes de que, de una manera u otra, lo que otrora habían sido fondos marinos, repletos de conchas y fósiles marinos, habían acabado empujados hasta las tierras altas de las montañas. Los descubrimientos de mamuts fósiles y de otros organismos extinguidos testimoniaban que el mundo se había alterado profundamente. Lo radical de la teoría de Darwin era su explicación, de una generalidad abrumadora, de la evolución por medio de la selección natural y sin necesidad de ningún agente.6
La selección natural es un proceso notoriamente simple que en esencia es el resultado de tres fenómenos comunes. El primero es la variación: cada organismo difiere de otros miembros de su especie. Nuestra familia, nuestros vecinos y otros seres humanos varían enormemente en peso, longitud de las piernas, forma de la nariz, personalidad y tantas otras cosas. El segundo fenómeno es la heredabilidad genética: algunas de las variaciones presentes en cada población se heredan porque los progenitores transmiten sus genes a su descendencia. Nuestro peso es mucho más heredable que nuestra personalidad, mientras que el lenguaje que hablamos no tiene en absoluto una base genética heredable. El tercer y último fenómeno es el éxito reproductor diferencial: todos los organismos, incluidos los humanos, difieren en el número de descendientes que producen y que, a su vez, sobreviven hasta reproducirse. A menudo, las diferencias en el éxito reproductor parecen pequeñas y sin importancia (mi hermano tiene un hijo más que yo), pero estas diferencias pueden tener efectos drásticos y significativos cuando los individuos tienen que luchar o competir para sobrevivir y reproducirse. Cada invierno muere entre el 30 y el 40 por ciento de las ardillas de mi vecindario, una proporción parecida a la de los humanos que fallecían durante las grandes hambrunas y epidemias de peste. La Peste Negra mató al menos a un tercio de la población de Europa entre 1348 y 1350.
Si uno está de acuerdo en que existen variación, heredabilidad y éxito reproductor diferencial, deberá aceptar que también tiene lugar la selección natural porque el resultado inevitable de la combinación de esos fenómenos es precisamente la selección natural. Guste o no, hay selección natural. Dicho formalmente, la selección natural se produce siempre que individuos con variaciones heredables difieren en el número de descendientes que sobreviven en comparación con otros individuos de la población; en otras palabras, difieren en su eficacia biológica (o fitness) relativa.7 La selección natural se produce más comúnmente y con más fuerza cuando los organismos heredan variaciones raras y perjudiciales, como la hemofilia (la incapacidad de coagular la sangre), que reducen la capacidad de un individuo para sobrevivir y reproducirse. Este tipo de caracteres tienen menos probabilidad de transmitirse a la siguiente generación, lo que lleva a su reducción o eliminación de la población. Este tipo de filtro recibe el nombre de selección negativa y a menudo conduce a una falta de cambio con el tiempo dentro de una población, a mantener el status quo. Sin embargo, ocasionalmente se produce selección positiva cuando un organismo hereda al azar una adaptación, un rasgo nuevo y heredable que le ayuda a sobrevivir y reproducirse mejor que sus competidores. Los rasgos heredables, por su propia naturaleza, tienden a aumentar su frecuencia de generación en generación, provocando cambios con el tiempo.
A primera vista, pues, la adaptación parece ser un concepto simple que debería ser igualmente sencillo de aplicar a los humanos, los monos misteriosos y otros seres vivos. Si una especie evolucionó y, por consiguiente, cabe suponer que está «adaptada» a una dieta o hábitat determinados, los miembros de esa especie deberían tener más éxito cuando comen esos alimentos y viven en esas circunstancias. No nos cuesta aceptar que los leones, por ejemplo, están adaptados a la sabana africana y no a los bosques templados, las islas desérticas o los zoos. Siguiendo la misma lógica, si los leones están mejor adaptados al Serengueti, y por tanto allí sobreviven mejor, ¿no están los humanos mejor adaptados a vivir como cazadores-recolectores, y por tanto es así como vivirían mejor? Por muchas razones, la respuesta es «no necesariamente», y reflexionar sobre cómo y por qué es así tiene profundas implicaciones para entender por qué la historia evolutiva del cuerpo humano es relevante para su presente y futuro.

EL ESPINOSO CONCEPTO DE LA ADAPTACIÓN

Nuestro cuerpo tiene miles de adaptaciones obvias. Las glándulas sudoríparas nos ayudan a mantenernos frescos, el cerebro a pensar y los enzimas del intestino a digerir. Estos atributos son adaptaciones porque son características útiles y heredadas que tomaron forma gracias a la selección natural e influyen positivamente en la supervivencia y la reproducción. Por lo general, ni pensamos en ellas, y su valor adaptativo solo se hace evidente cuando dejan de funcionar como es debido. Por ejemplo, podríamos pensar que la cera de los oídos no es más que un incordio inútil, pero en realidad estas secreciones son beneficiosas porque ayudan a prevenir infecciones. No obstante, no todas las características de nuestro cuerpo son adaptaciones (no se me ocurre nada útil que puedan hacer los hoyuelos de la cara, o el pelo de las narinas, o la tendencia a bostezar), y muchas adaptaciones funcionan de una forma impredecible o contraria a nuestra intuición. Para entender a qué estamos adaptados es esencial que identifiquemos las verdaderas adaptaciones y que interpretemos su relevancia, algo que, sin embargo, es más f...

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