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LOS SOFISTAS Y SÓCRATES. LAS PRIMERAS PREGUNTAS
La reflexión sobre la moral empieza propiamente con los sofistas que protagonizan los diálogos socráticos de Platón. Estamos en el siglo V a.C., la época del máximo esplendor de Atenas, esplendor no sólo político y económico, sino cultural. Una época gloriosa para la sociedad, la literatura, el arte y la filosofía. En ella vivieron Pericles, Fidias, Sófocles, Anaxágoras y los grandes sofistas: Protágoras, Pródico, Hipias, Gorgias y, finalmente, Sócrates. Dice Hegel que «los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». De ahí que la sofística se haya vinculado con la Ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que ésta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional. De hecho, sin embargo, el mito no desaparece, los filósofos siguen acudiendo a la mitología para argumentar sus teorías y hacer más viva su enseñanza. Lo que ocurre es que la explicación mítica se utiliza ahora sólo como recurso, el recurso a la ficción para exponer una idea, pues, por sí solo, el mito ya es insuficiente para responder a los grandes interrogantes. Como son insuficientes los oráculos, porque hace falta no sólo tener unas máximas o guías de conducta, sino también inquirir en el porqué de las costumbres y en la razón de ser de las leyes. Hay que «estrujarse» la mente, pensar, extraer del lenguaje todo el potencial que atesora para plantear preguntas y persuadir de la verdad de los valores que se van descubriendo. Ya no es legítimo aceptar dócilmente lo que viene dado, hay que discutirlo y enmendarlo si es preciso. En una palabra, lo que la filosofía pretende es hacer hombres cultos, que significa hombres críticos y reflexivos, no complacientes sin más con la realidad.
La filosofía llevaba ya más de un siglo de andadura, con los filósofos presocráticos. El pensamiento reflexivo tenía ya un notable desarrollo. Pero el tema de los presocráticos había sido sobre todo la naturaleza y sólo excepcionalmente el ser humano o la sociedad. El giro hacia la práctica lo dan los sofistas. Cultivan la retórica y se autodenominan «maestros de virtud», porque enseñan el saber moral como un saber útil que puede ayudar a los hombres a vivir bien y a tener éxito en el gobierno de la ciudad. En la transmisión de ese saber es fundamental el dominio del lenguaje; de ahí el fervor por la elocuencia y las figuras de la retórica.
La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda. La autoadjudicación del nombre de «sabios» (sofistai), y no modestos «amantes de la sabiduría» (philosophoi), junto al oficio de maestros de virtud a cambio de unos estipendios, al parecer no siempre módicos, les acarreó la reputación de mercaderes del conocimiento y, peor aún, de algo tan etéreo y discutible como el conocimiento moral. Más aún cuando esos sabios que pretendían enseñar la virtud hacían gala de un escepticismo que sólo producía desconcierto y teñía el conocimiento moral de un relativismo que provocaba en los interlocutores más dudas que certezas. Todo muy propio de un pensamiento ilustrado —lo sabemos hoy—, pero difícil de asimilar como tal en su momento. Los sofistas supieron aprovecharse de una sociedad en la que la religión no era un vehículo de cultura, no contenía enseñanza alguna, no había una clase sacerdotal administradora de unos libros sagrados que cerraran el paso a la reflexión personal. Era, además, una sociedad que acababa de inventarse la democracia, donde todos los hombres libres tenían derecho a hablar, a cultivar el conocimiento y a participar activamente en el gobierno de la ciudad. Una sociedad, finalmente, en la que se notaba la influencia de las invasiones persas, el incremento del comercio y de los viajes que enfrentaba a la gente con diferentes culturas poniendo de manifiesto que lo que era bueno en Persia no lo era en Atenas y lo que valía en Egipto no valía en Megara. Muchos fueron los factores que propiciaron el vuelco intelectual que se produce con los sofistas y que pone en primer lugar al hombre como objeto de reflexión, y a la palabra como instrumento de persuasión.
SER BUENO, SER EL MEJOR, SER VIRTUOSO
Agathós («bueno») es el concepto ético por antonomasia. La ética es la reflexión sobre lo bueno, sobre la mejor manera de vivir, lo que hoy llamamos «excelencia» y los griegos llamaron areté («virtud»). En sus orígenes, la ética es el pensamiento sobre la vida excelente o vida virtuosa.
Muchos libros de ética empiezan refiriéndose a los poemas homéricos como el lugar donde encontramos los primeros ejemplos de virtud o de vida buena. Sin duda, el mundo que relata Homero poseía ya un éthos, una manera de ser moral. Lo que no había entonces era filosofía, reflexión sobre la moral. No había preguntas ni dudas sobre si los héroes de la Ilíada merecían ser reconocidos como «los mejores» (aristoi), cuando la medida de la virtud era el valor que se mostraba, mejor que en ningún otro escenario, en la guerra. Nadie lo dudaba, porque la guerra era la situación natural del hombre: como había dicho Heráclito, la guerra es «el padre de todas las cosas».
Pero lo que determinaba el significado de lo bueno no era sólo la realidad incuestionada de la guerra. Es que ser bueno o no poder llegar a serlo era algo que derivaba de la naturaleza de cada uno en una época en la que no se discutía la existencia de una aristocracia natural. Era aristós —«el mejor»— el que nacía para serlo, no el que se lo proponía, entre otras razones porque nadie que no tuviera un origen singular podía proponerse mejorar. La excelencia y la virtud, en consecuencia, eran patrimonio de unos pocos, las castas más nobles, de las que salían los guerreros. La virtud fundamental era el valor, entendido, por supuesto, como valor físico, capacidad de vencer en el combate. Una virtud eminentemente masculina, como no podía ser de otra manera. Ser bueno era, así, ser útil y listo (para la guerra), ser valiente, ser astuto y tener éxito en los combates. Decir de alguien que era agathós no era hacer un juicio moral, sino describir una posición social y unas capacidades personales unidas a la buena fortuna. Como lo era también llamar a alguien kakós, «malo», a saber, de origen humilde y bajo. Dice Héctor en la Ilíada: «¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!».1 Lo que uno es capaz de hacer, en virtud de una condición social que le ha tocado en suerte y no ha elegido, es lo que le depara lo más alto a lo que uno pueda aspirar: la memoria y el reconocimiento social.
La restrictiva identificación del agathós con el guerrero y el valiente marca una pauta que estará siempre presente en el significado de la moralidad. Con una diferencia: ese valor que, en principio, es físico y tiene que ver con la fuerza, con la agresividad y con la formación técnica del guerrero, se convertirá más adelante en valor psíquico, capacidad de autodominio, valor como esfuerzo para vencer los deseos y las pasiones inconvenientes con vistas a la excelencia a la que hay que aspirar. Por otra parte, la equiparación del mejor con el héroe soslaya una de las cuestiones más discutidas luego por los filósofos del período socrático: si la virtud es una o múltiple. Dicho de forma más simple: si poseer una virtud implica poseerlas todas, pues, de entrada, se hace difícil aceptar que el valiente, sólo por serlo, sea a la vez el compendio de todas las virtudes. Pero el mundo homérico reduce todas las virtudes a una sola, y ser bueno significa estar en posesión de todas las cualidades valoradas en la sociedad griega: coraje bélico y habilidad en la guerra, así como éxito en la misma.2
El éthos homérico es muy simple. Es dudoso que a los personajes homéricos se les pueda atribuir algo parecido a la responsabilidad. Desempeñan la función que el destino les ha otorgado: el rey, la función de gobernar; el padre de familia, la de proteger a los suyos, y la mujer, la de ser discreta, casta y fiel. En ningún caso puede hablarse propiamente de un agente moral que decide qué debe hacer, porque uno vive condicionado por su suerte al nacer, una suerte imposible de cambiar. Un hijo sordo o mudo no es un hijo real, dice Heródoto. Si un ciudadano maltrata a una anciana o a un niño, hay que recriminarle su cobardía o su arrogancia, no que no otorgue el respeto y la consideración debidos a las ancianas y a los niños. De ahí que no se pueda hablar de responsabilidad, porque no la hay si uno hace lo que le corresponde, no lo que elige. Lo que hay que saber es la función que compete a cada uno y adecuar el carácter a la misma. Esa fijación de los roles de cada uno, reconocidos como tales por la sociedad, ha llevado a entender la cultura homérica como una típica «cultura de la vergüenza», en contraposición a la «cultura de la culpa», posterior, más elaborada y donde sí entrará en juego la responsabilidad individual.3 El héroe griego busca, por encima de cualquier otra cosa, el reconocimiento social, el aplauso de los demás cuando cumple su cometido a la perfección.
PROTÁGORAS: EL ORIGEN DE LA MORALIDAD
La sofística viene a subvertir todas esas nociones cuyo significado había sido fijado por una ley natural incuestionable que colocaba a cada uno en su lugar, e introduce escepticismo y relativismo en el pensamiento. Los sofistas tuvieron donde aprender porque, como se ha dicho hace un momento, las guerras, las colonizaciones y el comercio llevaban a cuestionar la rigidez de los conceptos. Con la acuñación de la moneda, Teognis observa la confusión que se vierte sobre lo que debe ser considerado bueno y virtuoso: «Para la mayoría de los hombres, sólo hay una virtud: ser rico». Por su parte, Tucídides y Hesíodo escriben textos memorables sobre la evolución del lenguaje y la transformación del significado de las palabras por causa de los acontecimientos y la mezcla de culturas. Tucídides registra la corrupción del lenguaje a raíz de la revolución de Corfú con estas palabras profusamente recordadas durante milenios:
El significado de las palabras ya no tiene la misma relación con las cosas [...] El obrar temerariamente es considerado valor leal; la espera prudente, cobardía; la moderación es el disfraz de la debilidad; saberlo todo es no hacer nada.4
En Los trabajos y los días, también Teognis lamenta no poder seguir llamando «justos» a quienes lo son de verdad porque «es malo ser justo si el injusto logra convertirse en el mejor». Los sofistas buscan una salida al desconcierto moral, y lo hacen planteando una pregunta que va a dar filosóficamente mucho juego: ¿las leyes morales son phýsis o nómos?, ¿son naturales o convencionales?
Los dos sofistas más conocidos y respetados en su época, Protágoras y Gorgias, hicieron gala de la relatividad de cualquier forma de conocimiento así como del poder del lenguaje para justificar cualquier opinión o punto de vista. Protágoras (c. 485 a.C.-c. 411 a.C.) era originario de Abdera y viajó por toda Grecia difundiendo sus enseñanzas. Según Diógenes Laercio, su tratado de retórica y dialéctica se proponía mostrar que cualquier tesis podía defenderse si el argumento era hábil. Todo lo que los sofistas enseñaban pertenecía al ámbito de la dóxa, de la opinión, y no de la verdad: «Cuando sopla el viento, unos tiemblan y otros no; no podemos, pues, afirmar que este viento sea en sí mismo frío». Con respecto a la religión, no dudó en declararse agnóstico con la sentencia, harto conocida: «Acerca de los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre». Pero la afirmación que sintetiza el escepticismo y el carácter convencional que reviste el conocimiento, la sentencia que ha hecho famoso a Protágoras, es la tantas veces citada: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes».5
Es una sentencia equívoca, que ha merecido numerosas interpretaciones y comentarios y que, se entienda como se entienda, resulta crucial para el giro que está emprendiendo la ética. ¿Quién es «el hombre» que se proclama como la medida de todas las cosas? ¿Es el hombre genérico —la humanidad— o el individuo, con sus intereses y pasiones particulares? Seguramente, más el segundo que el primero, pues, como explicó Hegel, con los sofistas, el protagonismo del pensamiento lo tiene la conciencia, otro signo de que estamos ante un pensar ilustrado. Es el punto de vista del que habla el que determina qué es cada cosa. Más aún cuando de lo que se habla no es de entes naturales que pueden ser verificados, sino de símbolos y valores, como la justicia o el pudor. En el diálogo platónico dedicado a Protágoras se encuentra un texto fundacional para la ética: aquel en el que el sofista trata de convencer a Sócrates de la convencionalidad de la política y la moral echando mano de un mito de todos conocido, el mito de Prometeo.
En la versión que da Protágoras, el relato es, más o menos, como sigue. Una vez que Zeus creara la tierra y la poblara de seres vivientes, se dio cuenta de que éstos necesitaban recursos varios para defenderse de las adversidades y poder sobrevivir. A tal fin envió a Epimeteo a la tierra para que dotara a las distintas especies de lo más apropiado en cada caso para desenvolverse. Pero Epimeteo no era muy listo y calculó mal el reparto de los dones de que disponía, de forma que agotó todos los recursos en los animales y dejó al hombre desnudo y desprotegido. Es entonces cuando Zeus envía a Prometeo a la tierra para que otorgue al hombre un elemento imprescindible: el fuego. Prometeo así lo hace y los humanos adquieren las habilidades necesarias para protegerse del frío, defenderse de los animales, procurarse la alimentación que el cuerpo requiere. Con el fuego, el hombre adquiere la técnica para sobrevivir. Pero la técnica se muestra en seguida insuficiente: al hombre le falta algo más, le falta el sentido de la convivencia. Zeus observa alarmado que los hombres se pelean y amenazan con destruirse unos a otros. Para evitarlo, recurre a Hermes y lo envía también a la tierra con un mandato: que distribuya entre los humanos «el sentido moral y la justicia» (aidós y diké). Ante la pregunta de Hermes en busca de precisión: ¿cómo debo hacer ...