El lenguaje de los animales
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El lenguaje de los animales

Temple Grandin, Catherine Johnson, Ángela Pérez

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El lenguaje de los animales

Temple Grandin, Catherine Johnson, Ángela Pérez

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CÓMO ESCUCHAR LO QUE LOS ANIMALES QUIEREN DECIRNOS¿Qué sienten los animales? ¿Qué piensan? ¿Cómo ven el mundo? A veces no nos damos cuenta de que, para entenderlos, debemos cambiar radicalmente nuestra perspectiva humana. Como científica experta en conducta animal y también como persona con autismo, Temple Grandin propone otras vías para establecer un fuerte vínculo emocional entre los seres humanos y el mundo animal, invitándonos a interpretar su forma de comportarse y expresarse desde otros puntos de vista, no solo desde el nuestro.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2020
ISBN
9788490566794
Categoría
Psicología
Categoría
Psicopatología

1

INTRODUCCIÓN: MI HISTORIA

Las personas no autistas siempre me preguntan por el momento en que me di cuenta de que podía entender cómo piensan los animales. Creen que tuvo que ser toda una revelación.
Pero no fue así. Tardé mucho tiempo en comprender que veo cosas de los animales que los demás no ven. Y tenía ya cuarenta y tantos años cuando al fin reconocí que contaba con una gran ventaja sobre los ganaderos que me contrataban para organizar la gestión de sus animales: el hecho de ser autista. El autismo dificultaba la vida escolar y la vida social, pero facilitaba el trato con los animales.
Cuando era pequeña, no tenía ni idea de que poseía una conexión especial con los animales. Me gustaban, pero eso era todo. Ya afrontaba bastantes problemas intentando desentrañar enigmas como por qué un perro muy pequeño no es un gato. Eso constituyó una crisis grave en mi vida. Todos los perros que conocía eran muy grandes, y solía clasificarlos por el tamaño. Entonces los vecinos se compraron un perro salchicha y me quedé completamente desconcertada. No dejaba de preguntarme cómo aquel animalillo podía ser un perro. Estudié y estudié al perro salchicha, tratando de descifrarlo. Al final comprobé que su hocico era igual al de mi golden retriever y lo entendí: los perros tienen hocico de perro.
Ésa era toda mi experiencia a los cinco años.
Empecé a enamorarme de los animales en el colegio de secundaria, cuando mi madre me envió a un internado especial para niños superdotados con problemas emocionales. En aquella época llamaban «problemas emocionales» a todo. Mi madre tuvo que buscarme un lugar porque me habían expulsado del instituto por pelearme. Y me peleaba porque los niños me provocaban. Me insultaban, me llamaban Retardada y Grabadora.
Me llamaban Grabadora porque guardaba en la memoria muchas frases y las empleaba una y otra vez en todas las conversaciones. Además sólo había unas cuantas conversaciones que me gustara mantener, y eso amplificaba el efecto. Me encantaba hablar del rotor de la feria. Me acercaba a alguien y le decía: «Fui al Parque de Nantasket, subí al rotor y me encantó cómo me empujaba sobre la pared». Luego añadía algo como, por ejemplo: «¿A ti te gustó?». Y en cuanto me contestaban, volvía a explicar toda la historia desde el principio. Era como si tuviera en la cabeza una cinta grabada que se repetía continuamente. Por eso mis compañeros me llamaban Grabadora.
Las burlas hacen daño. Y, cuando mis compañeros se burlaban de mí, me ponía furiosa y los abofeteaba. Así de simple. Y ellos me provocaban aún más porque querían verme reaccionar.
Mi nuevo colegio solucionó ese problema. Había una cuadra de caballos para que los alumnos hiciéramos equitación, y los profesores me castigaban sin montar a caballo si pegaba a alguien. Lo hicieron muchas veces hasta que aprendí a gritar cuando alguien me provocaba. Desahogaba la agresividad gritando. Todavía lo hago cuando la gente es mala conmigo. A los que se burlaban de mí nunca les pasaba nada.
Lo curioso de aquel colegio era que los caballos también tenían problemas emocionales. Y tenían problemas emocionales porque el director había comprado los más baratos para ahorrarse dinero. Los habían rebajado por sus enormes problemas de comportamiento. Eran bonitos y de patas finas, pero emocionalmente estaban destrozados. Había ocho caballos en total y dos no se dejaban montar. No había forma. La mitad de los caballos de aquella cuadra tenían problemas psicológicos muy graves. Claro que yo eso no lo comprendía a los catorce años.
Así que allí estábamos todos internos, un grupo de adolescentes con problemas emocionales y un grupo de animales con problemas emocionales. Había una yegua, Lady, que era estupenda si uno la montaba en el corral, pero en la pista se desquiciaba. Se encabritaba y brincaba y cabrioleaba sin parar. Y había que sujetarla con la brida porque si no volvía disparada a la cuadra.
Luego estaba Beauty. Beauty se dejaba montar, pero tenía la mala costumbre de cocear y morder cuando uno estaba en la silla. Alzaba la pata y daba una coz en el pie o en la rodilla, o bien volvía la cabeza y mordía la rodilla de quien la montara. Había que vigilar. Siempre que alguien intentaba montar a Beauty, coceaba y mordía, atacaba por ambos lados al mismo tiempo.
Claro que eso no era nada comparado con lo que hacía Goldie, que se encabritaba y corcoveaba siempre que uno intentaba cabalgar. No había modo de cabalgar en aquella yegua. Lo único que podía hacerse era quedarse sentado en la silla. Si alguien intentaba cabalgar, se excitaba y sudaba a mares. A los cinco minutos estaba empapada y chorreaba sudor. Era sudor nervioso. Puro pánico. Le aterraba que la hicieran cabalgar.
A pesar de todo, Goldie era un animal precioso: de color castaño claro, con la cola y la crin doradas. Tenía la misma constitución esbelta y delicada que los caballos árabes, y unos modales perfectos si no la montaban. Uno podía pasearla llevándola de la correa a pie, podía almohazarla, en realidad podía hacer lo que quisiera y se portaba perfectamente siempre que no intentara montarla. Ése parece ser un problema obvio de cualquier caballo nervioso, aunque puede ser lo contrario también. He conocido a caballos de los que la gente dice: «Sí puedes montarlos, pero eso es todo lo que puedes hacer con ellos». Ese tipo de caballo es bueno con la gente en la silla y desagradable con la gente en tierra.
Todos los caballos del colegio habían sido maltratados. La señora a quien le habían comprado a Goldie había usado un bocado horrible y cortante y había tirado de él con tanta fuerza que Goldie tenía la lengua retorcida y deformada. Y a Beauty la habían tenido inmovilizada todo un día en una collariza de establo, no sé por qué. Aquellos caballos habían soportado malos tratos atroces; estaban destrozados.
Pero yo no tenía idea de todo eso entonces. Nunca maltraté a los caballos del colegio —como hacían otros niños—, pero tampoco era una sabia autista que susurrara a los caballos. Simplemente me gustaban.
Estaba tan absorta en ellos que me pasaba casi todo el tiempo libre trabajando en las cuadras. Me dedicaba a limpiar y me encargaba de que los caballos estuvieran preparados. Uno de los momentos culminantes de mi carrera de secundaria fue el día que mi madre me compró una brida y una silla inglesas verdaderamente preciosas. Fue todo un acontecimiento en mi vida, porque me pertenecían, pero también porque las sillas del colegio eran horribles. Montábamos en viejas sillas McClelland, que fueron las genuinas sillas de caballería empleadas por primera vez en la guerra de Secesión. Las del colegio seguramente se remontaran a la Segunda Guerra Mundial, cuando todavía había algunas unidades de caballería en el Ejército. La silla McClelland tenía una ranura hasta el centro para no hacer daño al animal. La ranura estaba bien para el caballo, pero era horrorosa para el jinete. Creía que no había una silla más incómoda en el mundo hasta que leí que los soldados afganos de la Alianza del Norte montaban en sillas de madera: eso me pareció todavía peor.
¡Cómo cuidé aquella silla! Me gustaba tanto que ni siquiera la dejaba en el cuarto de los arreos, que es donde tenía que estar. La subía todos los días a mi habitación para no separarme de ella. Compré jabón especial y acondicionador de cuero en la guarnicionería y me pasaba horas lavándola y sacándole brillo.
A pesar de lo feliz que me sentía con los caballos en el colegio, los años de secundaria fueron difíciles. Cuando llegué a la adolescencia, me invadió una oleada de ansiedad que no cesaba nunca. Era el mismo grado de ansiedad que sentiría más adelante cuando presenté la tesis doctoral ante el tribunal, sólo que entonces me sentía igual día y noche. No había ocurrido nada que me hiciera sentirme así de repente; creo que se trataba de uno de mis genes autistas que se desbandó. El autismo tiene mucho en común con el trastorno obsesivocompulsivo, que figura como trastorno de ansiedad en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM IV).
Los animales fueron mi salvación. Un verano fui a visitar a mi tía, que tenía un rancho para turistas en Arizona. Y, un día, vi en un rancho próximo un rebaño de reses, a las que hacían pasar por la manga de compresión. Una manga de compresión es un aparato que emplean los veterinarios para inmovilizar a los animales mientras los vacunan. Parece una V grande hecha de barras metálicas, unidas en la base. Cuando una res entra en la manga, un compresor de aire cierra la V, presionando el cuerpo del animal. El ganadero tiene espacio suficiente para manejar las manos y la aguja hipodérmica entre las barras metálicas. Si queréis ver cómo son, podéis hacerlo en mi sitio web.
En cuanto vi aquel artilugio, pedí a mi tía que parara el coche para bajarme a mirar. Me quedé absorta al ver a aquellos animales enormes dentro de la máquina compresora. Cabría suponer que éstos se aterrarían al sentirse súbitamente atenazados por la enorme estructura metálica, pero ocurre exactamente lo contrario: se tranquilizan. Y es lógico, pensándolo bien, porque la presión intensa produce una sensación calmante a casi todo el mundo. Es una de las razones por las que sientan tan bien los masajes: la presión intensa. La manga de compresión probablemente produzca al ganado la misma sensación tranquilizadora que tienen los recién nacidos cuando los envuelven en los pañales o los buzos bajo el agua. Los reconforta.
Al ver cómo se calmaban aquellas reses, comprendí que yo necesitaba una manga de compresión propia. Cuando volví al colegio en otoño, mi profesor de secundaria me ayudó a hacerme una del tamaño de un ser humano a cuatro patas. Me compré un compresor de aire e hice la V con tablas de contrachapado. Funcionaba a la perfección. Cada vez que me metía en mi máquina de compresión, me sentía más tranquila. Todavía la uso.
Superé los años de adolescencia gracias a mi máquina de compresión y a mis caballos. Los animales me mantenían en marcha. Pasaba con ellos hasta el último minuto que me dejaban libre el estudio y las clases. Incluso monté a Lady en un concurso hípico. Es difícil imaginar hoy que un colegio tenga una cuadra de caballos peligrosos y con trastornos emocionales para que hagan equitación sus alumnos. Ahora ni siquiera los dejan jugar a la pelota en el gimnasio porque alguien podría hacerse daño. Pero así fue. Los caballos nos mordieron, nos pisaron y nos tiraron al suelo muchas veces en aquel colegio, aunque ningún alumno resultó gravemente herido nunca, al menos mientras yo estuve allí. Así que salió bien.
Me gustaría que más niños montaran hoy a caballo. Se supone que las personas y los animales tendrían que relacionarse. Pasamos mucho tiempo evolucionando juntos y solíamos ser compañeros. Pero la gente ya no se relaciona con los animales, a menos que tengan un perro o un gato.
Los caballos son especialmente beneficiosos para los adolescentes. Un psiquiatra amigo mío, de Massachusetts, trata a muchos adolescentes y tiene toda una serie de expectativas diferentes para los que hacen equitación. Dice que, si hay dos niños con el mismo problema en el mismo grado de gravedad, y sólo uno de ellos monta a caballo regularmente y el otro no, el primero acabará desenvolviéndose mejor que el segundo. En primer lugar, un caballo supone una responsabilidad enorme, así que cualquier adolescente que deba encargarse de un caballo se forjará un buen carácter. Además, la equitación no es lo que parece. No se trata de que una persona se siente en la silla de montar e indique al caballo lo que tiene que hacer tirando de las riendas. La verdadera equitación se parece mucho al baile de salón y al patinaje artístico en pareja. Es una relación.
Recuerdo que yo miraba para comprobar que mi caballo estaba en la dirección correcta. Cuando un caballo galopa en la pista, uno de sus cascos delanteros tiene que adelantarse más que el otro, y el jinete tiene que ayudarle a hacerlo. Si yo inclinaba el cuerpo exactamente lo necesario, ayudaba a mi caballo a llevar la dirección correcta. Mi sentido del equilibrio era tan malo que nunca pude aprender a esquiar en paralelo por más que lo intenté, aunque llegué a la etapa avanzada de «quitanieves». Pero en cambio a caballo movía el cuerpo de forma sincronizada con el del animal para ayudarle a correr bien.
La equitación me llenaba de júbilo. Recuerdo lo emocionante que era a veces ir a caballo y galopar en el potrero. No es bueno hacer cabalgar a los caballos continuamente, pero de vez en cuando hacíamos una breve carrera y me sentía jubilosa. O salíamos a la carretera y hacíamos una galopada verdaderamente rápida. Recuerdo cómo era, los árboles que pasaban volando; lo recuerdo perfectamente.
La equitación se convierte en algo automático al cabo de un tiempo. Un buen jinete y su caballo forman un equipo. No es una relación unilateral, además. No es sólo el jinete quien se relaciona con el caballo y le indica lo que tiene que hacer. Los caballos son supersensibles a sus jinetes y responden continuamente a sus necesidades sin que se lo pidan. Los caballos de escuela, los que emplean en los picaderos para enseñar equitación, dejan de trotar cuando notan que el jinete empieza a perder el equilibrio. Por eso es completamente distinto aprender a montar a caballo que aprender a andar en bicicleta. Los caballos procuran que nadie se haga daño.
El amor que un adolescente recibe de un caballo es beneficioso para él, y también lo es el trabajo en equipo. Se ha sostenido durante años que había que enviar a los niños difíciles a la academia militar o al ejército. Y eso funciona muchas veces porque esos sitios están muy estructurados. Pero funcionaría mucho mejor si aún hubiera caballos en las academias militares.
Este libro es el fruto de los cuarenta años que he pasado con los animales. No se parece a ningún libro sobre los animales que yo haya leído, ante todo porque yo soy diferente de los demás profesionales que trabajan con animales. Los autistas podemos pensar como los animales. Y también podemos pensar como las personas, claro: no somos tan diferentes de los humanos normales. El autismo es una especie de apeadero entre animales y humanos, lo cual sitúa a las personas autistas como yo en la posición ideal para traducir a nuestra lengua el «habla animal». Puedo explicar a la gente por qué se comportan como lo hacen sus animales.
Creo que esa es la razón de que haya tenido éxito a pesar de ser autista. El comportamiento animal era el campo idóneo para mí, porque lo que me faltaba en comprensión social podía compensarlo comprendiendo a los animales. He publicado más de trescientos trabajos científicos, mi sitio web recibe 5.000 visitas mensuales y doy 35 conferencias al año sobre el manejo de los animales. Y también doy otras 25 conferencias sobre autismo, por lo que me paso mucho tiempo de viaje. La mitad del ganado de Estados Unidos y de Canadá se maneja con sistemas humanitarios diseñados por mí.
Todo eso se lo debo en buena medida al hecho de que mi cerebro funcione de forma distinta.
El autismo me ha proporcionado una perspectiva de los animales de la que carece la mayoría de los profesionales, aunque no muchas personas corrientes: que los animales son más inteligentes de lo que creemos. Muchas personas que tienen animales domésticos y muchos amantes de los animales dicen, por ejemplo, que «Pelusilla puede pensar»; sin embargo, los investigadores suelen desecharlo como ilusorio.
Yo he comprobado que las ancianitas tienen razón. Las personas que aman a los animales y que pasan mucho tiempo con ellos a veces empiezan a sentir de forma intuitiva que hay más en ellos de lo que se advierte a simple vista. Sólo que no saben qué es ni cómo describirlo.
Yo di con la respuesta, o al menos con lo que considero parte de la respuesta, casi por casualidad. Debido a mis problemas personales, he seg...

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