Marco Aurelio
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Marco Aurelio

Retrato de un emperador romano y justo

Anthony R. Birley, José Luis Gil Aristo

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Marco Aurelio

Retrato de un emperador romano y justo

Anthony R. Birley, José Luis Gil Aristo

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Se considera a Marco Aurelio uno de los mejores y más populares emperadores que tuvo Roma. La fascinación por su figura, una de las más documentadas de la Antigüedad, va mucho más allá de su sabiduría como gobernante, gracias a la correspondencia que mantuvo con su tutor Frontón y, sobre todo, a sus Meditaciones, obra maestra de la filosofía estoica. Con esta biografía, Anthony Birley traza el más completo retrato que se ha hecho del hombre que llevó al imperio a vivir su último gran periodo de esplendor y equilibrio.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2019
ISBN
9788424938598

1

LA ÉPOCA DE LOS ANTONINOS
Si se pidiese a una persona que precisara el periodo de la historia del mundo durante el cual la condición del género humano disfrutó de la máxima dicha y prosperidad, mencionaría sin vacilar el periodo transcurrido desde la muerte de Domiciano hasta el acceso de Cómodo al trono.
Así escribía Edward Gibbon refiriéndose al «feliz periodo de más de ochenta años», del 96 al 180 d. C., durante el cual el Imperio Romano estuvo gobernado por los «cinco emperadores buenos» —Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio—. La vida del propio Marco (121-180) abarcó casi tres cuartas partes de esa época, mientras que su reinado (161-180) ocupó sus últimos diecinueve años. Casio Dión, nacido poco después de la llegada de Marco al poder, escribió al relatar la muerte de este: «Mi historia desciende ahora de un reinado de oro a otro de hierro y herrumbre, y así es también como les fueron las cosas a los romanos en aquel tiempo».[1]
Los «cinco emperadores buenos» fueron individuos muy diferentes por carácter y formación. Pero estuvieron vinculados por un factor de unión: ninguno fue hijo de su predecesor. De ahí que algunos observadores contemporáneos y muchos comentaristas posteriores, incluido Gibbon, pensaran que la sucesión imperial estuvo regida entonces por un principio nuevo: «la adopción del mejor». En realidad, no intervino ningún principio o medida deliberada. Ninguno de los emperadores, excepto Marco, tuvo un hijo para sucederle; y, en cualquier caso, Trajano y Adriano, Pío y Marco estaban unidos por lazos de parentesco.
En la primera obra de Tácito, la biografía de su suegro Agrícola, escrita al comienzo de la nueva era, el autor expresa el alivio del Senado al sentir que había concluido su periodo de servidumbre: «Ahora, por fin, revive nuestro ánimo». Nerva había sucedido a Domiciano, asesinado en el año 96, y conseguido lo imposible: la coexistencia entre principado y libertad. Plinio, contemporáneo de Tácito, se explayó pocos años después con bastante más prolijidad al hablar del cambio iniciado en aquella fecha. Ya no era necesario adular al soberano como si fuera un dios; Plinio contrapuso la humanidad, frugalidad, clemencia, generosidad, amabilidad, contención, laboriosidad y valentía de Trajano, que sucedió a Nerva en el año 98, al orgullo, el lujo, la crueldad, la malevolencia, la lujuria, la inactividad y la cobardía de Domiciano. Tácito y Plinio hablaban en nombre del Senado. En cambio, para la burguesía provinciana y el campesinado, es posible que la personalidad del emperador no importara gran cosa. Tácito hace que, en el año 70 d. C., el díscolo general Petilio Cerial recuerde ante una asamblea de galos rebeldes: saevi proximis ingruunt, los emperadores crueles arremeten contra quienes tienen más cerca —los senadores residentes en Roma—, mientras que los habitantes corrientes de las provincias no sufren. Además, los malos emperadores solían tener buenos consejeros (según comentó Trajano, supuestamente, en cierta ocasión).
El veredicto favorable de la historia sobre «el siglo de oro de los Antoninos» depende en gran parte del hecho de que los senadores se sentían más seguros cuando el emperador era, en expresión de Plinio, «uno de nosotros» y se comportaba como un senador más. Aquello constituía una especie de salvaguarda. En cualquier caso, como la mayoría de los historiadores y biógrafos romanos fueron miembros del Senado o estaban vinculados por sus simpatías al orden senatorial, el tema dominante en la historiografía de la Roma imperial fue la relación entre el emperador y el Senado.[2]
Para entender con mayor claridad por qué era así, merece la pena volver la vista atrás a los orígenes del sistema imperial. En el pasado, Roma había estado dominada por un solo hombre en varias etapas de la historia de la república, pero la autocracia comenzó con la victoria de Octaviano en Actio, en el 31 a. C. Octaviano ocultó sus poderes con astucia y sensatez, o al menos no hizo ostentación de ellos. Esto desarmó a la oposición y permitió a sus adversarios preservar una apariencia de respeto hacia sí mismos. Tras varios años de guerra civil, la gente ansiaba la estabilidad. El notable talento de Octaviano para la supervivencia (cuarenta y cuatro años de reinado en exclusiva) permitió la consolidación de las innovaciones que introdujo gradualmente apelando en cada fase a algún precedente antiguo y avanzando con cautela.
Al morir Augusto, Roma era de hecho un imperio, por más que su sucesor Tiberio intentara disimularlo. No era tan evidente cuándo había cesado la república y comenzado el imperio. Veleyo Patérculo, que escribía durante el reinado de Tiberio y fue uno de los «hombres nuevos» favorecidos por el nuevo sistema, pudo decir en tono complaciente que Augusto se había limitado a «dar vida otra vez a la constitución primigenia y antigua de la república». Augusto solo deseaba aparecer como un mero primus inter pares. Pero el hombre que empezó sus días como un simple C. Octavio fue mucho más que eso.
Comenzó cambiando su nombre por el de C. Julio César Octaviano, al ser adoptado póstumamente por el asesinado dictador Julio César. Por iniciativa de Antonio y algunos más, César fue proclamado dios, o algo parecido a un dios, lo cual permitió a su heredero dirigir la atención hacia su singular linaje —«Imperator Caesar divi filius» (hijo del divinizado)—. El título de Imperator, aplicado en otros tiempos a todos los comandantes romanos, se había convertido en un timbre de honor especial utilizado tras sus propios nombres por generales cuyos soldados los habían aclamado llamándolos así con motivo de una victoria. Octaviano convirtió abusivamente el título en una especie de nombre propio y abandonó el de Gayo —y también el de Julio, pues, en ese momento, César pasó a ser su apelativo familiar—. En el 27 a. C., el Senado le otorgó otro nombre por el que fue generalmente conocido: «Imperator Cesar divi filius Augustus». En el 23 a. C., Augusto obtuvo la «autoridad tribunicia», que le confería amplios poderes para intervenir en una multitud de ámbitos. Otros poderes y honores se sumaron a aquel en distintos momentos de su larga vida.[3]
Augusto se dio cuenta de que no podría sobrevivir a menos que permitiera al Senado, el antiguo árbitro supremo del destino de Roma, participar en su gobierno —en realidad, le fue imposible prescindir de los senadores—. Las antiguas magistraturas de la república pervivieron. Él mismo ocupó el consulado en trece ocasiones, y algunos de sus compañeros más íntimos a quienes quiso tributar un honor especial fueron también cónsules más de una vez. Para satisfacer las aspiraciones de senadores corrientes, cuya ambición seguía siendo la tenencia de las fasces, regularizó la institución del consulado sufecto, creado en origen para sustituir a cónsules fallecidos o desposeídos del cargo. A partir de entonces, los consules ordinarii, que daban nombre al año, dimitían antes de concluir su función anual para dar paso a los suffecti. Esta práctica se incrementó considerablemente en los años siguientes.
El ingreso en el orden senatorial (una corporación compuesta nominalmente por 600 individuos) era hereditario, pero las personas adecuadas que cumplían la condición requerida de poseer un millón de sestercios podían solicitar el latus clavus, la banda ancha de la toga senatorial. Ello les permitía ingresar en el Senado mediante su elección como cuestores a los veinticuatro o veinticinco años de edad, tras haber servido previamente en magistraturas de menor rango (y en el ejército). A partir de ese momento podían ascender en la escala del cursus senatorial pasando por los cargos de edil o tribuno del pueblo, pretor y, finalmente, cónsul. Los patricios, miembros de la aristocracia hereditaria (ampliada por Augusto y algunos de sus sucesores), podían pasar directamente de cuestores a pretores y acceder al consulado a los treinta y dos años, diez antes que el resto. Los patricios tenían más posibilidades de llegar a ser cónsules ordinarii. Pero muy pocos fueron cónsules más de una vez.
Junto a las magistraturas antiguas se creó una nueva carrera. Si los senadores lo decidían así, podían ignorar la existencia del emperador y servir solo como magistrados en Roma y como procónsules de provincias administradas al viejo estilo republicano. Pero Augusto y sus sucesores gobernaban una extensísima provincia formada en la práctica por todas las que contaban con ejércitos, además de otras muchas, y podían inmiscuirse, por tanto, en los asuntos de las provincias «senatoriales». Las provincias y ejércitos imperiales eran administrados y comandados por los delegados, o legados (legati), del emperador, y quienes habían hecho carrera en el servicio imperial formaban la auténtica base de la jerarquía senatorial, en la que las antiguas magistraturas republicanas no pasaban de ser meros peldaños, etapas formales de cualificación para un progreso ulterior. La administración de algunas provincias no se entregaba, por diversos motivos, a senadores, sino a caballeros, miembros del siguiente orden jerárquico del Estado, con el títu...

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