Europa
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Europa

  1. 440 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

La idea de lo que es hoy Europa está fundada en su pasado y en el camino que recorre hacia el futuro. La suya es una historia formidable y viva, conformada por un mosaico de pueblos con tradiciones, lenguas y puntos de vista distintos, pero primordial en tanto que denota una gran riqueza y diversidad en un mundo cada vez más homogéneo. En esta nueva edición ampliamente revisada, José Enrique Ruiz-Domènec repasa y analiza la evolución de las culturas del continente europeo a través de los grandes acontecimientos, problemas y circunstancias que la han jalonado. El resultado es una obra absorbente que propugna el conocimiento de nuestra historia como condición más que necesaria para poder definir nuestro futuro.«El libro Europa. Un relato necesario es una referencia y ha convertido a Ruiz-Domènec en uno de los sabios de la historia del continente». GUILLERMO ALTARES, El País

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788491875321
Categoría
Historia

1

CON LOS OJOS DESNUDOS

(312-622)

Un hombre justo y firme no teme el rostro amenazante del tirano, y no se alteraría aun si el universo entero se hundiera.
HORACIO, Odas
Europa es el resultado de un mestizaje de razas y culturas que tuvo lugar entre los siglos IV y VII. Este importante proceso comenzó con la división de la civilización panmediterránea conocida como Imperio Romano en dos partes: la occidental, que se esfumó el año 476 cuando Odoacro destronó al emperador Rómulo Augústulo, y la oriental, que tomó su propio camino con la llegada de Heraclio al trono de Bizancio; y siguió con la gran migración de pueblos germanos, eslavos y ugrofineses, las invasiones bárbaras.
El eje horizontal que unía las columnas de Hércules con las tierras de Oriente Próximo y el mar de Azov fue sustituido por un eje que comenzaba a la altura de Edimburgo y terminaba en Palermo, un eje noroeste-sudeste, que resultaría clave en la historia de los siglos siguientes. ¿Cómo observarlo? Sabemos que las estrellas se vigilan con el telescopio, los insectos con la lupa, una gota de agua con el microscopio, pero los hechos históricos deben verse con los ojos desnudos.
Una tarea laboriosa, artesanal, por cuanto, para decirlo al modo de Tucídides, «el testigo presencial de cada uno de los sucesos no siempre narra lo mismo acerca de idénticas acciones, sino conforme a las simpatías por unos o por otros, o conforme a su memoria».
CAMBIO DE DIRECCIÓN
La posibilidad de un cambio de dirección en la historia de Roma fue considerado una incorrección política para las élites dirigentes. Algunas profecías hablaban del fin de su civilización. Por ejemplo, la de las doce águilas, en la que cada una de ellas representaba un siglo de historia: Roma duraría doce siglos desde la fundación de la ciudad, ab urbe condita, que escribió Tito Livio. Esas habladurías sin embargo no convencían a una sociedad cuyo orgullo se expresó en los monumentos y en la ingeniería de sus ciudades. Nadie sospechó entonces que los monumentos y las obras públicas serían meras ruinas con el paso del tiempo.
Cuando, en pleno Renacimiento, comenzaron a descubrirse las ruinas romanas, la gente se preguntaba: ¿por qué ocurrió una cosa así? Llevamos siglos haciéndonos la pregunta con escaso éxito, a pesar de los esfuerzos del grabador veneciano Giovanni Battista Piranesi por catalogarlos. El hecho es incontestable, al menos desde que el Grand Tour en el siglo XVIII puso de moda el viaje a Italia como ritual de aprendizaje del europeo culto. Basta visitar el Foro de Roma para comprobarlo: ese lugar fue en un tiempo el centro del mundo civilizado y hoy es un paisaje lleno de ruinas, un objetivo turístico. Si nos detenemos un poco más veremos que en realidad es un espacio de experiencia, donde, para decirlo como el poeta romántico Novalis en sus Fragmentos, se observa la concatenación secreta entre lo antiguo y lo futuro y se aprende a componer la historia a partir de la esperanza y el recuerdo.
Fin de Roma, nacimiento de Europa: una ecuación que hay que verificar. Cada época ha reconstruido ese momento conforme a sus valores y prejuicios, pero siempre con la misma moraleja: el hundimiento de una civilización fue la aurora de otra. ¿Qué se ha dicho en los últimos doscientos cincuenta años, es decir, desde la Ilustración hasta hoy? Citaré dos testimonios.
En 1776, Edward Gibbon, tras un largo viaje por Italia, publicó el primer volumen de Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. El libro despertó en Londres tanto interés como las noticias sobre la revuelta en las colonias de América del Norte y las campañas de George Washington. Para Gibbon la decadencia de Roma fue el efecto natural e inevitable de su propia grandeza. Una afirmación que expresa las certezas de un hombre educado en la Ilustración. Nada que objetar. ¿O acaso sí?
En 1971, la editorial Thames and Hudson publicó un libro, profusamente ilustrado según la costumbre de la casa. Su autor era Peter Brown. Este profesor de historia antigua de origen irlandés, educado en Inglaterra, abordó el fin de Roma con testimonios dispares que permitían múltiples lecturas, no una sola, universal y racialmente pura. Eligió un nuevo término para definir el período: Antigüedad Tardía; luego dotó a los eventos y a sus protagonistas de un espacio y un lenguaje que le permitieron bosquejar la moral del cristianismo primitivo.
Hasta aquí lo que estos dos grandes autores han dicho sobre el fin de Roma y el nacimiento de Europa. Abordaré los detalles.
SI LA HISTORIA TIENE UN SENTIDO
Si la historia de Europa tiene un sentido, las transformaciones de la Antigüedad Tardía se lo otorgaron: a partir del 28 de octubre de 312 (fecha de la batalla del Puente Milvio), desde dentro de la maquinaria burocrática del Imperio Romano, los líderes romanos dieron ese paso de más que, al cumplir sus objetivos políticos, provocó el fin de un mundo y el nacimiento de otro.
Europa fue el resultado de un encuentro de civilizaciones, la romana y la germánica. El primer paso fue la desaparición de los marcos imperiales a medida que los bárbaros se fueron integrando. Una nueva clase social accedió a los cargos en la administración central romana. La planificación senatorial cedió la iniciativa a las asambleas de guerreros, la red de amigos y clientes de la nobleza palatina a los conmilitones de los reyes y la propiedad de la tierra se heredó por vínculos de sangre. Aquí se origina su vulnerabilidad a la corrupción romana, la única forma de vida que podían adoptar.
El Imperio Romano estaba políticamente descentralizado pero unido por leyes de obligado cumplimiento: leyes sobre el trabajo agrícola, los impuestos, la propiedad, la herencia, las redes del comercio, el control de la tecnología, el ejército, la esclavitud. El mundo bárbaro, en cambio, estaba formado por unas comunidades de hombres donde la iniciativa colectiva garantizaba la revolución metalúrgica de unos herreros alquimistas. Sus instrumentos crearon las condiciones para el desarrollo económico. En efecto, hasta que los pueblos no dispusieron de las afiladas hachas de los francos, llamadas en su honor franciscas, jamás se hubieran talado los árboles milenarios para construir puentes, casas y fuertes. Hay que conocer los cambios de clima para comprender el esfuerzo de criar ganado sin necesidad de buscar pastos lejanos.
El fin del nomadismo es decisivo en la formación de Europa. En los pastos se crió una raza de caballos que daría paso a los caballos de guerra, que montaron los jinetes. Estos últimos se convirtieron en los caballeros vestidos con cotas de mallas y cascos, sostén de una poderosa nobleza. Hay entre nosotros una fuerte simpatía hacia los ritos, los arneses, las leyendas y la literatura de esos caballeros. Sus nombres forman parte del imaginario europeo.
EL CRISTIANISMO, RELIGIÓN DEL IMPERIO
Hasta que los bárbaros entraron en razón en lo que respecta al poder cultural de la religión, los senadores romanos mantuvieron el control en todos los órdenes de la vida, menos quizás en el militar. Todo lo que podría inspirarles o ennoblecerles fue corrompido por unos miopes e insensibles mentores que no merecen el nombre de «maestros» con el que a menudo se denominaban. El objetivo era la legitimación de una burocracia que sostuviera el colonato y la reforma agraria sin importarle el coste material y humano de esos procedimientos. Dado que el Estado tenía la hegemonía sobre la sociedad, acordó una alianza con los terratenientes provinciales; pero esa hegemonía era, ante todo, un hecho religioso. Plotino, un alejandrino del siglo III, pensó que Dios es Uno y el panteón romano una sarta de mentiras: el neoplatonismo fue la guía espiritual para unos tiempos de zozobra. Fue preciso un paso más. Para hacerlo se necesitó alguien decidido, un líder que supiera simplemente conectar con la gente. Ese hombre fue Constantino.
Constantino dio los primeros pasos para considerar el cristianismo como la religión oficial del Imperio; labor que culminó el emperador Teodosio años más tarde, siendo el acto más audaz jamás realizado por un autócrata, ya que desafió las creencias de la mayoría de sus súbditos y salió airoso. El reto de aquellos doce años (312-324), en los que se reescribió la historia de Roma, lo asumirá una sociedad enérgica y a la vez exhausta. ¿Triunfará la doctrina de Cristo o vencerá el paganismo? Asomado a ese dilema, Constantino difundió la noticia de que su victoria sobre Majencio en Puente Milvio se debió a la sustitución de los emblemas romanos por el crismón cristiano. Giulio Romano en el siglo XVI recreó el momento con inusitado sentido de la historia; luego los manuales hablaron del Edicto de Milán, aunque sabemos que no es un edicto y no es de Milán: solo un texto que permitió a los cristianos salir de la clandestinidad.
La leyenda habla de que los cristianos vivieron en catacumbas. Una imagen novelesca (difundida por el cardenal Wiseman en la novela Fabiola), estimulada por el cine de Hollywood; una imagen emotiva y cordial, pero falsa. La vida de los primeros cristianos fue bastante precaria y vulnerable de por sí, lo bastante para que le añadamos esa dimensión patética que la desnaturaliza. ¿Para qué encerrarse en un dédalo de galerías húmedas e insalubres en las afueras de Roma si existían escondites mucho mejores? La «iglesia de las catacumbas» es una metáfora; no una realidad histórica.
La legalización del cristianismo fue el resultado de una intriga política que comenzó el día que el emperador Diocleciano abdicó (1 de mayo de 305) y se marchó a vivir a un palacio que había ordenado construir en la actual ciudad de Split, en Croacia. Desde allí pudo seguir la sucesión de luchas entre sus herederos por el control del Estado. Fue como un juego de damas; solo podía quedar uno. El último enfrentamiento fue entre Constantino y Licinio: uno representaba el futuro, el otro el pasado; y con razón o sin ella, Constantino se quedó como único emperador.
En medio de esos doce años de guerras, intrigas y conflictos doctrinales, se pasó de una Roma a otra. De la vieja Roma de Catón, Mario, Cicerón y César ya no quedaba apenas nada, ya que había perdido a sus dioses protectores; de la nueva Roma, que adoraba a otro dios, el Cristo, el Mesías, todavía era pronto para saber cuál sería su destino. En todo caso, la ciudad eterna entró en otra eternidad, la que le vinculó para siempre a la herencia de san Pedro, el apóstol sobre cuya piedra Cristo edificó la Iglesia. Nada hay sorprendente en esto, salvo un detalle: sin Constantino, el cristianismo habría seguido siendo una secta de hombres ricos, sofisticados y audaces, en lugar de convertirse en fieles de una potencia mundial. Una vez legalizado, se hizo inevitable su empuje en la sociedad, ya que el dios cristiano servía de coartada a un plan grandioso para la salvación de la humanidad; sus mandamientos interfirieron en la vida diaria exigiendo una moral estricta. Este reclamo a un dios único, verdadero, que a partir de entonces será Dios con mayúscula, vincula a Constantino con la nueva era y con ello al nacimiento de Europa.
CAMINO DE ADRIANÓPOLIS
El hombre es un ser necesitado de consuelo; más en los tiempos en que se siente agraviado por la aparición del viejo horror vacui. Eso ocurrió a comienzos del siglo IV. El hombre romano corriente manifestó la necesidad de consuelo ante la irreparable pérdida de sus creencias y de sus costumbres ancestrales; una pérdida provocada por la presencia de los bárbaros, quienes marcaban el ritmo de la historia. ¿Cómo ofrecerle consuelo?
Constantino (fallecido en 337) recurrió al cristianismo, Juliano el Apóstata, treinta años más tarde, a la guerra patriótica contra el Imperio persa. Ambas propuestas tenían un mismo fin: el amparo a una sociedad en creciente turbación por la sucesión de acontecimientos que les había tocado vivir. Los teólogos fueron los encargados de ofrecer los argumentos necesarios. Uno de estos argumentos fue la idea de la inmortalidad del alma; otros tenían que ver con la educación del cuerpo; todos, en suma, adoptaron la forma argumental del «este mundo no es de ningún modo tan malo como parece ser». Juan Crisóstomo y Efrén el Sirio fueron los adalides de esas ideas. Se difundió la creencia de que existían suficientes signos en la tierra y en el cielo acreditativos de que la providencia divina estaba a favor del hombre. Con tal argumento, la religión cristiana se convirtió en una moral cívica.
Los emperadores reunieron a los hombres cultos en concilios ecuménicos para definir el camino, ya que, ante la sensación de declive, surgió la tentación de refugiarse en el retiro espiritual. El anacoretismo, el eremitismo o el monacato bosquejan una moral ascética para una época sin imperio. Aun así, la sociedad romana seguía confiando en las élites, pensando que los tiranos estaban controlados y que un gobierno autoritario traería la recuperación económica y la paz. Esa caída en la insoportable levedad del ser impidió que la sociedad romana comprendiera la decisión tomada por el emperador de la parte oriental del Imperio. Se comentaba en las calles de Constantinopla y otras ciudades que Valente acudía a un lugar de Tracia con las legiones. El objetivo era confuso. Se decía que iba a detener una invasión de visigodos, que habían acudido allí, espantados de los hunos, y probablemente de la viruela que llevaban consigo.
No sé si, al cabo, fue la respuesta de un emperador mesiánico, pero resulta difícil entender la decisión de Valente de conducir las tropas a las afueras de la ciudad de Adrianópolis (la actual Edirne), sin esperar a su sobrino Graciano, emperador de la parte occidental del Imperio, que acudía en su ayuda a marchas forzadas. El deseo fue más fuerte que la prudencia y el sentido de la responsabilidad política. Ese deseo es el arte de vivir romano, cuyo intérprete más honorable fue Séneca: un deseo que no tiene nada que ver con la moral militar de los aristócratas rusos retratados por Tolstói en Guerra y paz, sino con el pundonor senatorial, una nostalgia de los tiempos de César, Adriano o Marco Aurelio. La ironía de la historia es que un emperador cristiano combatiera a los godos arrianos enarbolando unos ideales paganos. El fetichismo por las insignias SPQR explica una decisión tan alocada como funesta. Al caer la tarde del 9 de agosto del 378, Valente yacía muerto en su tienda de campaña y las insignias del Senado y el Pueblo romano en poder de los godos.
La batalla de Adrianópolis cambió el curso de la historia; y ni siquiera fue necesaria. Los godos habían acudido allí no como invasores, s...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. 1. CON LOS OJOS DESNUDOS (312-622)
  3. 2. UN LUGAR CREÍBLE (622-1071)
  4. 3. HORIZONTES ABIERTOS (1071-1337)
  5. 4. CIUDADES, PRÍNCIPES, REPÚBLICAS (1337-1526)
  6. 5. LA HECHURA DE LA EDAD MODERNA (1526-1648)
  7. 6. LA ARMONÍA UNIVERSAL (1648-1768)
  8. 7. AFINIDADES ELECTIVAS (1768-1848)
  9. 8. IDILIO DE LAS NACIONES (1848-1888)
  10. 9. EL TIEMPO PERDIDO (1888-1918)
  11. 10. ENTRE ACTOS (1918-1945)
  12. 11. LAS HERIDAS DE LA EXPERIENCIA (1945-1953)
  13. 12. PRINCIPIO Y FIN (1953-1989)
  14. 13. UNA UNIÓN PARA LOS EUROPEOS (1989-2019)
  15. EPÍLOGO EUROPA Y LA UNIÓN EUROPEA
  16. BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA
  17. NOTAS