La isla misteriosa
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La isla misteriosa

Julio Verne

  1. 672 páginas
  2. Spanish
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La isla misteriosa

Julio Verne

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Información del libro

Cuando cinco prisioneros de guerra huyen en globo de sus enemigos, no pueden imaginar el destino que les espera. Después de sobrevolar el Pacífico, aterrizan en una isla desierta en la que tendrán que sobrevivir. Son hábiles y saben trabajar en equipo, pero la isla esconde algunos secretos inexplicables. Probablemente no están solos.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2018
ISBN
9788491871767
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

XV

LA RESURRECCIÓN DEL VOLCÁN — LA BUENA ESTACIÓN — CONTINUACIÓN DE LAS OBRAS — NOCHE DEL 15 DE OCTUBRE — UN TELEGRAMA — UNA PREGUNTA — RESPUESTA — SALIDA PARA LA GRANJA — LA NOTA — EL HILO SUPLETORIO — LA COSTA DE BASALTO — A LA MAREA ALTA — A LA MAREA BAJA

— LA CAVERNA — LUZ DESLUMBRADORA

Los colonos, advertidos por el ingeniero, habían interrumpido sus tareas y contemplaban en silencio la cima del Monte Franklin.
El volcán parecía haber entrado en actividad, y los vapores habían penetrado la capa mineral acumulada en el fondo del cráter. Pero los fuegos subterráneos, ¿producirían alguna violenta erupción? Nada podía pronosticarse sobre este punto.
Sin embargo, aun admitiendo la hipótesis de una erupción, era probable que no fuera muy dañosa para el conjunto de la isla. No siempre son desastrosas las erupciones en materias volcánicas, y ya la isla había estado sometida a estas pruebas, como lo demostraban las corrientes de lava que rayaban las laderas septentrionales de la montaña. Además, la forma del cráter, la boca abierta en su borde superior, debía proyectar la expansión de lava hacia las partes estériles de la isla, y en dirección opuesta a las fértiles.
Sin embargo, el pasado no era una garantía segura del porvenir. Muchas veces en la cima de los volcanes se cierran antiguos cráteres y se abren otros nuevos, fenómenos que ya se han visto en los dos mundos, en el Etna, el Popocatépetl, el Orizaba, y en vísperas de una erupción hay motivo para temerlo todo. Bastaba, en efecto, un terremoto, un fenómeno que acompaña alguna vez a las expansiones volcánicas, para que se modificara la disposición interior de la montaña, y se abrieran nuevas vías a las lavas incandescentes.
Ciro Smith explicó todo esto a sus compañeros, y sin exagerar la situación, les dio a conocer el pro y el contra.
De todos modos, nada podía hacerse. La Casa de Granito no parecía hallarse amenazada, a no ser que hubiera un terremoto que conmoviese el suelo. Pero la granja corría gran peligro si se llegaba a abrir algún nuevo cráter en las pendientes meridionales del Monte Franklin.
Los colonos contemplaban en silencio la cima del Monte Franklin.
Desde aquel día los vapores no dejaron de coronar la cima de la montaña y aun pudo observarse que aumentaban así en altura como en espesor, sin que se levantase llama alguna entre sus gruesas volutas. El fenómeno se concentraba todavía en la parte inferior de la chimenea central.
Entretanto, con los buenos días las tareas suspendidas volvieron a seguir su curso. Apresurábase todo lo posible la construcción del buque, y aprovechando el salto de agua de la playa, Ciro Smith estableció una máquina de serrar maderas que convirtió más rápidamente los troncos de árboles en tablas y vigas. El mecanismo de este aparato era tan sencillo como los que funcionan en las rústicas sierras de Noguera. Sólo se trataba de obtener dos movimientos, uno horizontal para la pieza de madera y otro vertical para la sierra, y el ingeniero lo consiguió por medio de una rueda, dos cilindros y poleas convenientemente dispuestas.
A fines de septiembre el esqueleto del buque, que debía llevar aparejo de goleta, se levantaba ya en el taller de construcción. Las cuadernas estaban casi enteramente terminadas, y mantenidos todos sus pares por una cintra provisional, podían ya apreciarse las formas de la embarcación. Aquella goleta, fina en la popa y esbelta en sus formas de proa, sería sin duda alguna apta para hacer una larga travesía en caso necesario, pero la colocación de los tablones de forro, de las vagras y del puente exigía todavía mucho tiempo. Por fortuna, había podido salvarse la clavazón del antiguo bergantín después de la explosión submarina. De los tablones y curvas dañados, Pencroff y Ayrton habían arrancado los pernos, cabillas y una gran cantidad de clavos de cobre. Era otro tanto trabajo ahorrado a los herreros; pero los carpinteros tenían mucho que hacer.
Tuvieron que interrumpirse por espacio de una semana las obras de construcción para atender a las tareas de la recolección y almacenaje de las diversas cosechas que abundaban en la meseta de la Gran Vista; pero acabadas estas tareas, se dedicaron todos los instantes a la terminación de la goleta.
Cuando llegaba la noche, los trabajadores estaban verdaderamente extenuados de fatiga. A fin de no perder tiempo habían variado las horas de las comidas; comían a las doce, cenaban al anochecer. Entonces subían a la Casa de Granito y se apresuraban a acostarse.
Sin embargo, algunas veces la conversación, cuando giraba sobre algún punto interesante, retrasaba ligeramente la hora del sueño. Los colonos, dando rienda suelta a su imaginación, hablaban del porvenir y de los cambios que produciría en su situación un viaje de la goleta a las tierras próximas. Pero entre todos estos proyectos sobresalía siempre el pensamiento del regreso ulterior a la isla de Lincoln. Jamás abandonarían aquella colonia fundada con tanto trabajo y tan buen éxito, y que recibiría un nuevo desarrollo por efecto de sus comunicaciones con América.
Pencroff y Nab especialmente esperaban concluir en ella sus días.
—Harbert —decía el marino—, ¿verdad que no abandonarás nunca la isla de Lincoln?
—Jamás, Pencroff; sobre todo si tú te decides a quedarte en ella.
—Por decidido, hijo mío —respondía Pencroff—, aquí le esperaré; me traerás a tu mujer y a tus hijos, y bajo mi dirección serán famosos jaques. —Convenido, Pencroff —decía Harbert riendo y ruborizándose al mismo tiempo.
—Usted, señor Ciro —continuaba Pencroff entusiasmado—, ¿será siempre gobernador de la isla? A propósito, ¿cuántos habitantes podrá mantener?
—Por lo menos diez mil.
De esta manera hablaban los colonos, dejaban decir a Pencroff, y de proyecto en proyecto, hasta el corresponsal terminaba por fundar un periódico que se llamaría el Heraldo de Nueva Lincoln.
Tal es el corazón del hombre. El deseo de ejecutar obras de duración que le sobrevivan, es la señal de su superioridad sobre todo lo que existe en este mundo. Es también el que ha fundado su dominación y el que la justifica en todas las partes de la tierra.
Después de todo, ¿quién sabe si Jup y Top no tenían también su pequeña ilusión de porvenir?
Ayrton, silencioso, se decía interiormente que su deseo sería volver a ver a lord Glenarvan, y mostrarse rehabilitado a los ojos de todos.
Una tarde, la del 15 de octubre, la conversación, pasando de una a otra hipótesis, se había prolongado más que de costumbre. Eran ya las nueve de la noche, y largos bostezos mal disimulados anunciaban la hora del sueño; Pencroff se había levantado para dirigirse a su cama, cuando de repente sonó el timbre eléctrico situado en la sala.
Todos estaban allí, Ciro Smith, Gedeon Spilett, Harbert, Ayrton, Pencroff, Nab. No había, pues, ninguno de los colonos en la granja.
Ciro Smith se puso en pie. Sus compañeros se miraron unos a otros creyendo haber oído mal.
—¿Qué significa esto? —exclamó Nab—. ¿Es el diablo el que llama? Nadie respondió.
—El tiempo está tempestuoso —observó Harbert—, y quizá la influencia de la electricidad... ¿No podría ser que...?
Harbert no acabó su frase. El ingeniero, a quien se dirigían todas las miradas, movía la cabeza negativamente.
—Esperemos —dijo entonces Gedeon Spilett—, si es una señal, el que la ha hecho, quien quiera que sea, la renovará.
—Pero ¿quién quiere usted que sea? —preguntó Nab.
—¡Toma! —respondió Pencroff—. El que...
Un nuevo sonido del timbre cortó la frase del marino.
Ciro Smith se dirigió al aparato, y poniéndose en movimiento la corriente eléctrica, envió a la granja esta pregunta:
—¿Qué quieres?
Pocos instantes después, la aguja, moviéndose sobre el disco alfabético, daba esta respuesta a los huéspedes de la Casa de Granito:
—Venid corriendo a la granja.
—¡Al fin! —exclamó Ciro Smith.
¡Sí, al fin iba a revelarse el misterio! Ante aquel inmenso interés que les impulsaba a correr a la granja, el cansancio de los colonos había desaparecido, y con él la necesidad de reposo. Sin pronunciar una palabra, en pocos momentos se hallaron fuera de la Casa de Granito y en la playa. Solamente quedaron arriba Jup y Top, que no eran necesarios para la expedición.
La noche era oscurísima. La Luna, entrada en el novilunio aquel mismo día, había desaparecido al mismo tiempo que el Sol. Como había dicho Harbert, gruesas nubes tempestuosas formaban una bóveda baja y pesada que ocultaba enteramente la irradiación de las estrellas. Sólo algunos relámpagos de calor, reflejos de una tempestad lejana, iluminaban el horizonte.
Era posible que no tardase el trueno muchas horas en retumbar directamente sobre la isla: tan amenazadora se presentaba la noche. Pero la oscuridad, por profunda que fuese, no podía detener a las personas acostumbradas a recorrer el camino de la granja. Subieron, pues, por la orilla izquierda del río de la Merced, llegaron a la meseta, pasaron por el puente del arroyo de la Glicerina y avanzaron a través del bosque.
Marchaban a buen paso, poseídos de vivísima emoción. No tenían ya la menor duda; iban a tener al fin la clave tan buscada del enigma; iban a saber el nombre de aquel ser misterioso tan profundamente interesado en la vida de los colonos, de influencia tan generosa y de tan potente acción.
En efecto, para que aquel desconocido hubiese podido acudir en su socorro tan oportunamente como lo había hecho en todas las ocasiones, ¿no era preciso que participase en cierto modo de la existencia de los colonos, y que conociese sus más pequeños pormenores, y hasta que oyese lo que se decía en la Casa de Granito?
Todos, abismados en sus reflexiones, apresuraban el paso. Bajo aquella bóveda de verdor la oscuridad era tal, que no se veía la linde del camino. Ningún ruido, por otra parte, turbaba el silencio del bosque: aves y cuadrúpedos, sufriendo la influencia de la pesada atmósfera, permanecían inmóviles y silenciosos; no agitaba las hojas el menor soplo de aire, y sólo los pasos de los colonos resonaban en la oscuridad sobre el suelo seco y endurecido.
Durante el primer cuarto de hora de marcha, el silencio sólo fue interrumpido por esta sola observación de Pencroff:
—Deberíamos haber traído un farol.
Y por esta respuesta del ingeniero:
—Ya encontraremos uno en la granja.
Ciro Smith y sus compañeros habían salido de la Casa de Granito a las nueve y doce minutos y a las nueve y cuarenta y cinco habían recorrido ya tres millas de las cinco que separaban la granja de la desembocadura del río de la Merced. ...

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Verne, J. (2018). La isla misteriosa ([edition unavailable]). RBA Libros. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2993803/la-isla-misteriosa-pdf (Original work published 2018)

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Verne, Julio. (2018) 2018. La Isla Misteriosa. [Edition unavailable]. RBA Libros. https://www.perlego.com/book/2993803/la-isla-misteriosa-pdf.

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Verne, J. (2018) La isla misteriosa. [edition unavailable]. RBA Libros. Available at: https://www.perlego.com/book/2993803/la-isla-misteriosa-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Verne, Julio. La Isla Misteriosa. [edition unavailable]. RBA Libros, 2018. Web. 15 Oct. 2022.