Eugenio d'Ors 1881-1954
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Eugenio d'Ors 1881-1954

Premio Gaziel de Biografí­as y Memorias 2016

  1. 576 páginas
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Eugenio d'Ors 1881-1954

Premio Gaziel de Biografí­as y Memorias 2016

Descripción del libro

A lo largo de su vida, Eugenio d'Ors, también conocido como Xenius, fue nacionalista catalán, sindicalista, monárquico y, finalmente, falangista. También fue un intelectual extraordinario, crítico de arte, escritor paciente de un dilatado Glosario en catalán y en castellano y, en definitiva, uno de los autores más interesantes de la España de la primera mitad del siglo XX. Una figura tan relevante, compleja y llena de contrastes necesitaba una biografía que examinara de forma unitaria todas sus facetas.De un modo exhaustivo y nada complaciente, Eugenio d'Ors (1881-1953) saca a la luz al escritor brillante y original, al formidable creador de aforismos, al hombre políticamente cambiante, para reivindicar su verdadera importancia en el contexto catalán, español y europeo del pasado siglo.Premio Gaziel de biografías y memorias 2016.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788490568491

1

HACIA EL POLO AUSTRAL

«MAGISTER CATALONIAE»
Eugenio d’Ors amaneció a la vida literaria y política barcelonesa en enero de 1903, con motivo del I Congreso Universitario Catalán. En aquel momento, tras los éxitos políticos de 1901, el nacionalismo catalán pasaba por dificultades: «un dels periodes de la història moderna de Catalunya més ingloriós»;1 el periodo que media entre la prisión y enfermedad de Enric Prat de la Riba, la escisión de la Lliga Regionalista, en 1902, y las primeras victorias lerrouxistas del año siguiente. El congreso fue convocado por tres entidades catalanistas: la Agrupació Ramon Llull, el Centre Escolar Catalanista y la Federació Escolar Catalana, vinculada esta última a la Lliga. A ellas se sumó la Protectora de l’Ensenyança Catalana. Los motivos de la convocatoria quedaron claros desde el principio: estimular las enseñanzas universitarias, ponerlas a la altura de las necesidades modernas, pero hacerlo con un espíritu que se quería autonomista en su esencia y democrático en la forma. Pàtria, ciència, art había sido el lema escogido por los primeros impulsores del movimiento en pro de la universidad catalana, algunos meses atrás. Ahora, como demostración de voluntad patriótica, el acto de inauguración se veía amenizado por una manifestación de estudiantes tocados con barretina. Las sesiones tuvieron lugar en el palacio de Bellas Artes cedido por la corporación municipal.2
El congreso tuvo un carácter fundacional. Contó con la adhesión de las principales entidades culturales y económicas de Barcelona. Entre sus impulsores —Martí i Julià, Bertran i Musitu, Domènech i Montaner, Casellas— se hallaban algunos personajes notables del primer catalanismo político. El joven Ors Rovira —así comienza firmando— intervino como ponente en la sección dedicada a las llamadas «enseñanzas especulativas», en representación del Círculo Artístico de San Lucas, que era una institución de orientación conservadora que había nacido bajo la guía del obispo Torras i Bages. También figuraba como «encargado de enmiendas» en el apartado sexto, dedicado a la creación de cátedras de Derecho Civil Catalán y de Historia y Literatura Catalanas.
El joven Ors parecía tomar buena nota de este sesgo desfavorable por el que pasaba el país. Consideraba que su ponencia era de una trascendencia grandísima para el congreso porque, con ella, pretendía realizar un experimento de «psicología nacional»: «yo os pintaré —parecía decir— el miserable estado en que estamos y os trazaré en las conclusiones el deber a cumplir». Cataluña caminaba hacia una «revolución», pero lo hacía con los ojos vendados. El país menestral y utilitario, rebosante de inquietud regionalista aunque estrecho de horizontes, debía mudar de dirección. Hasta entonces había aspirado a la «libertad»; ahora se trataba de adquirir una vida intelectual poderosa, un «espíritu» original que justificase su personalidad política ante el mundo. Días antes del congreso, el joven Eugenio Ors publicó en La Veu de Catalunya un cuento titulado «El Rabadà», un personaje —el Rabadán— tomado de una canción catalana de Navidad:
—A Betlem me’n vull anar:
Vols venir, tu, Rabadà?
—Vull esmorzar!
El Rabadán —pastor o zagal en castellano y catalán— evoca aquí al hombre del sentido común, que lleva la exacta relación del debe y el haber; el que rehúye todo riesgo, el gobernante vulgar, sordo a la luz que llega de Belén. El Rabadán es el burgués prudente, avaro y de escasos alcances, que duerme sin sueño. ¿A Belén? ¿Para qué tanta prisa? ¡Y de noche! ¡Estáis locos! El relato quería oponer la Cataluña contemporánea —«tota la terra nostra, a qui tan pràctica diuen i calculadora, i de somnis i d’ideals despullada»— a otra Cataluña posible, capaz de entonar las alegres canciones pastoriles para escarnio del Rabadán:
Doncs avant i no badem,
Que ja és hora que marxem,
Cap a Betlem!
Meses atrás había participado en el homenaje a santo Tomás de Aquino, organizado por la revista La Creu del Montseny, que se editaba bajo la supervisión del obispo de Barcelona. Según creía, el tomismo, defendido por una «legión de héroes», se orientaba en sentido idealista, metafísico y antipositivista. Con la bancarrota del «agnosticismo positivista», la ciencia —de la química a la estética, de la sociología a la estadística— había quedado huérfana de filosofía. Era, pues, tarea de la nova escolàstica proporcionarle un fundamento renovado. Merced a los «luchadores tomistas» acabaría realizándose una nueva Enciclopedia, llamada a sustituir la del siglo XVIII: «Obra gegant, obra de glòria... obra nobilíssima de caritat». También había publicado uno de sus primeros artículos en Pèl & Ploma, defendiendo la «sagrada inquietud». «Vivimos demasiado tranquilos», decía. Nos conformamos con la encalmada producción espiritual, cuando lo preciso era partir hacia la guerra. Hay que combatir con aspereza para imponer las propias ideas; para volver con victoria o perecer de forma honrosa. El reposo no puede ser más que un descanso entre dos batallas. Es necesario imitar a los antiguos caballeros que, hasta durmiendo, guardaban la espada junto a sí. ¿Serenidad? ¿Paz? En otro momento. Era llegada la hora de atender el aviso del poeta Maragall:
La lluita és ben incerta...
Companys, companys, alerta.
La moraleja del cuento del Rabadán, el romántico conjuro a la tempestad, el artículo en pro del tomismo y la ponencia del congreso venían a concluir lo mismo. La «inquietud sagrada» tenía que revolver las ideas recibidas. El idealismo tenía que sustituir al empirismo, esa filosofía del sentido común que, a lo largo del siglo XIX, se había identificado con el pensamiento catalán. «Ningú que hagi llegit El Criterio de Balmes ha arribat al pol austral». Tampoco servía el positivismo, con su «funesta» distinción entre filosofía y ciencia. Afortunadamente, la «reacción espiritualista» imperaba en la ciencia: Schopenhauer y Hartmann, Emerson y Carlyle eran «els mestres d’un corrent d’intens misticisme qui s’emporta una munió d’ànimes joves, qui aspiren a la identificació de lo real i lo ideal, de l’art i la vida».
Para encarar el porvenir, era imprescindible pasar del periodo de intuición y sentimiento, que a grandes rasgos podría llamarse modernista, a otro periodo intelectual y consciente. Se precisaba, pues, una kulturkampf, una obra de cultura filosófica. Para ello, era necesaria la creación de una Facultad de Teología; sí, de Teología, porque, sin importarle que lo llamaran «reaccionario», el joven creía que los supuestos de ese idealismo moderno que ambicionaba eran de índole teológica. Cataluña dormía, y el avispado estudiante se aventuraba a gritarle: «¡Levántate y anda!». Había que librarla de sus ataduras materiales para que pudiera desplegar su genio; viajar hacia horizontes de grandeza no soñados hasta entonces.3
El atrevido universitario que así hablaba había nacido en Barcelona, el 28 de septiembre de 1881, en la calle Condal, número 1, en el centro de la ciudad. En 1881 y no en 1882, como afirmará con posterioridad, acaso por coquetería. Su padre se llamaba José Ors y Rosal, natural de Sabadell, médico de profesión. Su madre era Celia Rovira García, nacida en Manzanillo, Cuba. Siempre gustará —incluso con la fonética sibilante— de realzar este doble origen, americano y catalán. Realizó sus estudios secundarios en el Instituto de Barcelona, entre 1891 y 1897. Su expediente juvenil está lleno de sobresalientes y premios extraordinarios. Luego se matricularía a la vez en Letras, su vocación verdadera, y en Derecho, seguramente por imposición paterna. Dejó la primera carrera de Letras colgada en 1898 para terminar la segunda, en el curso 1902-1903, con premio extraordinario y un expediente brillantísimo; salvo por un «bueno» en Instituciones de Derecho Romano, y un «notable» en Elementos de Hacienda Pública, finalizó todas las demás asignaturas con sobresaliente y matrícula de honor. Dirá, más adelante, que en su tiempo había dos maneras de abogados: los prácticos, que ejercían la carrera con sumisión a las reglas, y los que abominaban de ella, por haberla cursado debido a la presión familiar, y estos formaban en el grupo de los rebeldes, soñadores, ateneístas o diletantes peripatéticos. Abogado sin vocación, el joven pertenecía a este segundo grupo. Entre sus condiscípulos estaban Quimet Salvatella, que desde el republicanismo federal llegaría a ministro de Instrucción Pública en una situación Romanones. También Francesc Layret, atraído por la política desde muy joven, y Francesc Pujols, periodista y escritor, además de humorista. Los estudiantes de entonces formaban una tropa indisciplinada, con hábitos desgarbados compuestos de capas peludas y abrigos astrosos que remataban con sombreros extravagantes. Había un catedrático odiado por los alumnos, cuya madre había sido declarada venerable por el Vaticano. Cuando cruzaba el patio, la grey estudiantil murmuraba: «¡Hijo de santa! ¡Hijo de santa!». Muchos de estos alborotadores eran más asiduos a los espectáculos del Paralelo que a las clases de catedráticos de oratoria castelarina. El jueves, la asistencia a la plaza de toros de la Barceloneta solía vaciar las aulas. Algunos recordarán al joven Ors por unos versos que, sobre un cuplé de Antonia la Cachavera, hizo en relación con el principio de Arquímedes, resistente a la comprensión de aquellos jóvenes poco aptos para las ciencias.
Con una palanca y un punto,
Arquímedes dijo un día,
Si a mí me dieran, al punto,
un mundo descubriría.
Y Sócrates que era ese punto,
Le dijo sin más ni más,
Pues toma la palanca,
Toma la palanca,
Toma la palanca
Y haz.
Entre 1910 y 1911 despacharía las restantes asignaturas de la licenciatura de Letras con otro expediente que, salvo las excepciones de Historia Universal (notable) y Antropología (notable), ofrecía calificaciones de sobresaliente y matrícula de honor. En junio de 1912 verificó los ejercicios del grado de licenciatura en Filosofía y Letras, con la calificación de sobresaliente.4
El joven se representará su niñez y adolescencia, en la Barcelona finisecular, como un momento de crisis moral. Fin de siècle, decadencia, naufragio, senilidad, descomposición, son las palabras con las que califica esa circunstancia histórica. La ilusión en la ciencia se desvanecía, pero la fe religiosa seguía sin dominar los corazones. No había nacido un «idealismo nuevo». Era un tiempo en que predominaba el nihilismo y la sensualidad pervertida, viene a decir. «Nosaltres mateixos que érem infants, respiràrem aquest aire corromput». En armonía con el marasmo externo, una infancia de excesivo recogimiento, llena de situaciones tristes, melancólicas. Por imposición paterna, el niño realizaría en casa su primer aprendizaje. El padre le enseñaba latín y francés; la madre, religión y literatura; un preceptor de fuera trataba de enseñarle matemáticas; una señora también le daba clases de música pero, según propia confesión, nunca logró sacar de él nada de provecho. Quizás acudiera durante poco tiempo a alguna escuela externa, porque de mayor solía contar alguna anécdota acerca de don Isidoro, un maestro que obligaba a sus alumnos a darle los buenos días, acompañado de un sonsonete: «Buenos días, don Isidoro, / ¿cómo ha pasado usted la noche?». A continuación ponían las manos sobre el pupitre, para que el maestro pudiera comprobar la policía de las uñas.5
Entre los recuerdos infantiles figuran, de manera destacada, los de carácter olfativo. Los cambios de domicilio durante su niñez, tan frecuentes, quedaron asociados a un aroma dominante: las zanahorias podridas de la vaquería de la calle Condal, donde nació; el aroma picante que venía de la fábrica de papel de fumar Valadia en la calle San Pablo. Era, pues, sordo a las impresiones sonoras, pero muy receptivo para las visuales. Entre estas últimas, recordará después las cubiertas coloreadas de los librillos que manufacturaba la fábrica de Conrado Valadia, con escenas chillonas de la historia española: Juana la Loca dejando volar sus tocas entre sahumerios; los comuneros de Castilla, cruzándose de brazos ante el suplicio; una suerte de rey de armas ordenando el exilio de Boabdil. Otro recuerdo visual está asociado a La Ilustración Ibérica, revista acaso comprada por su padre, y a los grabados que publicaba esta de pintores contemporáneos, de Burne-Jones, Rosetti, Puvis de Chavannes, Whistler o Degas. En particular, guardó una memoria precisa de uno de estos grabados, en el que un dragón asomaba su larguísimo cuello sobre la cima de una montaña. Fue en 1886, con solamente cuatro años, durante un episodio febril. Y de su delirio, recordará, no se separó la imagen espantosa que era, en realidad, un cuadro de Böcklin.6 «Fue con los ojos con lo que yo capté al mundo», señaló Goethe en sus memorias. Algo parecido sucederá con el mozo catalán.
En los recuerdos del escritor maduro, escasos siempre y repartidos con cuentagotas, aparece la figura paterna como causa de enojo y frustración. Es el padre el que lo aísla, rodeándolo con precauciones higiénicas algo absurdas —como abrigarlo en exceso para protegerlo de las míticas «corrientes», o prohibir los baños de mar en septiembre— que contribuyen a la soledad del muchacho. Las camisetas, abrigos, bufandas y pieles, de tan voluminosos como eran, disparaban las bromas de la chiquillería del barrio, de los barrios sucesivos en que vivió. Hay un gabán de pieles en su historia, según escribe, que no podía recordar sin estremecerse. En alguna glosa aparece un niño, caminando por el paseo de Gracia de la mano del padre, abrigado hasta los ojos con un tapabocas de cuadros blancos y negros, que observa con envidia el cuerpo desembarazado de los niños desabrigados que juegan a sus anchas en la calle. El tapabocas, sobre todo, le parece el colmo del ridículo y de la ignominia y cree que todos los...

Índice

  1. Prólogo
  2. 1. Hacia el polo austral
  3. 2. Horizontes de grandeza
  4. 3. El hombre que pudo reinar
  5. 4. Presagios
  6. 5. La traición
  7. 6. «Cuando yo era metalista»
  8. 7. Las dos procesiones
  9. 8. «Delenda est barbaria»
  10. 9. Ciudadano de Roma
  11. 10. En los días del ángel
  12. 11. El imperio de España
  13. 12. La importancia de llamarse Eugenio
  14. 13. Estilo y cifra
  15. Lista de abreviaturas
  16. Notas