La cólera de AQUILES
eBook - ePub

La cólera de AQUILES

Marcos Jaen

Compartir libro
  1. 128 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

La cólera de AQUILES

Marcos Jaen

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

A caballo entre la realidad y la leyenda, la guerra de Troya supuso para los griegos la primera gran oportunidad de reivindicarse como pueblo. De entre todos los guerreros que libraron combates ante las murallas de la famosa ciudad, sobresaldría uno: Aquiles. Héroe orgulloso, violento y complejo, sus hazañas suponen una exaltación del ardor bélico, sobre el cual se cimienta la literatura épica y una manera de entender toda la civilización occidental.

Preguntas frecuentes

¿Cómo cancelo mi suscripción?
Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
¿Cómo descargo los libros?
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
¿En qué se diferencian los planes de precios?
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
¿Qué es Perlego?
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
¿Perlego ofrece la función de texto a voz?
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¿Es La cólera de AQUILES un PDF/ePUB en línea?
Sí, puedes acceder a La cólera de AQUILES de Marcos Jaen en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de History y Greek Ancient History. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Gredos
Año
2018
ISBN
9788424938338
Categoría
History

1

EL MEJOR DE LOS HELENOS

Bramaba el viento hediondo en el confín del universo, sobre los campos de una tierra donde nada podía medrar, sin más color que el resplandor rojizo de los jardines de llamas que ardían ante la casa del invisible Hades y su esposa Perséfone. Más allá, la negrura del horizonte era tan intensa que absorbía el mundo hasta volverlo del revés y precipitarlo hacia un lugar inconcebible en el que solo existía la locura: el agujero que caía a la nada, al que llamaban el Tártaro.
En el corazón de aquel paisaje yermo burbujeaba la vasta ciénaga Estigia. A un lado la laguna vomitaba su caudal en turbio remolino sobre los demás ríos del infierno, pero en esta ribera todo era silencio. Emergiendo entre la sombra, descendía del mundo de los vivos una figura altanera, cuya túnica de seda ondulaba a su espalda sostenida por la brisa como una cola nupcial prodigiosa.A su paso, la corona de coral encarnado que centelleaba en su cabeza, recogiéndole el cabello en una maraña, hacía recular las tinieblas, mientras el llanto del bebé que llevaba envuelto en un manto quebraba la quietud de la noche eterna.
La nereida Tetis llegó a la orilla de las aguas espesas.A pesar del sucio camino que la había llevado hasta allí, la blancura de sus pies relumbraba como la plata. Al detenerse los pasos, el niño cesó también el llanto y miró a su madre con sus ojos vivaces, que se movían sin descanso en busca de las cosas. Ella le acarició la blanda mejilla y sintió su calor. Fue ese un momento de duda, en el que la madre se preguntó si hacía bien. ¿Podría soportar el dolor de perder también a aquel fruto de sus entrañas que se agitaba ávido por descubrir el mundo? Si tampoco sobrevivía, todo seguiría igual: su ahogo entre los mortales, la turbación de los eternos, los hilos del destino terriblemente trenzados. Aunque no fuera dueña de su existencia, sometida por igual a dioses y hombres, aún estaba en su mano dar el mejor regalo que un dios podía ofrecer: la inmortalidad.
Se arrodilló ante las marismas, cuyas aguas hirvientes le salpicaban la piel con goterones negros que se pegaban a la carne como engrudo. Descubrió el cuerpo del bebé, que había embadurnado con crema hecha con dorada ambrosía —el alimento de los dioses— para que lo protegiera. Cogiéndolo por su piececillo rollizo, apenas sujeto por el talón, lo colocó cabeza abajo. Al sentir el calor cercano y el aguijón de las primeras gotas, el niño estalló de nuevo en sollozos. En seis ocasiones anteriores había oído la madre el llanto desesperado de sus retoños en situación parecida, lo último que había escuchado de ellos antes de verlos morir en sus manos. Como todas esas veces, comenzó a respirar agitadamente. Jadeando
Tetis se arrodilló ante las aguas hirvientes y colocó al bebé cabeza abajo. con sofocante angustia, descendió el brazo para sumergir el cuerpo del niño en la Estigia. Lo metió entero, hasta que las aguas le quemaron la mano. En ese momento lo sacó aprisa.
El niño boqueaba, tosía, gemía, cubierto de engrudo. Su madre lo tomó entre sus brazos y le dio suaves golpes en la espalda hasta que este volvió a llorar con más desespero que antes, afligido por el dolor tanto como por el miedo.Tetis lo limpió con la cola de su túnica mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Corrió a aplicarle de nuevo crema de ambrosía para aliviarlo y sanar su piel, ahora enrojecida y llena de llagas, salvo el talón, la única parte que no había entrado en las aguas. Luego lo abrazó, lo acarició, lo colmó de besos intentando aquietar sus gemidos.Aquel pequeño superviviente era el único que había tenido el instinto de cerrar la boca y los ojos, de aguantar la respiración, de modo que las aguas de la laguna no habían penetrado en su cuerpo. El amor que sentía por él le atenazaba la garganta. Su hijo vivía.
Al filo del primer albor, el rey Peleo se alzó en su lecho ahogado por una sospecha sombría: su hijo no había llorado en toda la noche. Saliendo de sus aposentos, voló en dirección al dormitorio del bebé, al lado del suyo. Al verlo venir tan apremiado, la guardia apostada a la puerta se puso firme y se preparó para recibir órdenes. Peleo entró en la estancia y halló a la nodriza durmiendo un sueño profundo, artificial, del que no pudo arrebatarla. Su hijo no estaba en la cuna.
—¡Seguidme! —dijo a la guardia cuando salió corriendo.
Resonaba el entrechocar de las armas por las galerías que conducían al ala anexa en la que habitaba, separada de él, la divina esposa del rey, la hija del anciano del mar Nereo. Al llegar ante las altas puertas de bronce, Peleo las empujó sin ceremonia, con el ánimo trastornado y dispuesto a todo, y penetró en las salas de Tetis. Cuando el rey asaltó, flanqueado por sus soldados, el dormitorio de la nereida que los dioses le habían dado en matrimonio, la encontró arrullando al bebé en sus brazos. El niño intentaba dormir sin lograrlo a causa del dolor, mientras lanzaba resoplidos e hipaba. Estaba sucio y con la piel cubierta de pústulas. La corriente estiraba de las cortinas hacia afuera en la ventana abierta, donde la aurora alargaba sus dedos rosados.
—¿A este hijo mío has querido matarlo también? —rugió el rey, fuera de sí.
—A este hijo tuyo ya nada podrá destruirlo. Eso he hecho por él.
Peleo le arrebató al bebé sin que ella opusiera resistencia. Esperaba que su marido, un atribulado mortal, entorpecido como todos ellos por sus sentimientos, no comprendiera la naturaleza de su regalo. Había llegado el momento: ya no era necesario mantener la comedia de aquel matrimonio, porque el niño de la profecía, aquella que decía que el hijo que saliera del vientre de Tetis sería mejor que su padre, ya había nacido. Zeus, que la había cortejado de modo imprudente, tendría que agradecerle por siempre el sacrificio que ella había aceptado, humillándose a yacer con un mortal para evitar el advenimiento de un dios superior. Hera, la esposa celestial, sabría recompensar su fidelidad al resistirse a la impudicia del soberano del universo.
—Es hora de que vuelva al mar que añoro —dijo a Peleo, de nuevo feliz después de tantos años—. Cuida de mi hijo mientras puedas.Yo tengo la eternidad para quererlo.
Hablando así, se dirigió hacia la ventana. Peleo dio un paso adelante y avanzó la mano pretendiendo detenerla con ese movimiento. La nereida, conmovida por aquel gesto triste, respondió con una sonrisa tierna, y en ella su marido pudo ver lo que quizás había habido entre los dos alguna vez. Lanzándose hacia delante, el cuerpo de la diosa se deshizo en un soplo de brisa salina que se alejó en dirección a las costas del golfo que penetraba en aquella tierra llamada Ftía, donde había vivido como reina del pueblo de los mirmidones.
Ya se volvían oblicuas las sombras en los frondosos hayedos del monte Pelión y refrescaba entre los altos troncos de piel lisa y gris. Un carro entoldado, al que seguía una escolta a caballo, traqueteaba a toda prisa a través del sendero impreciso por donde los guiaba un jinete que cabalgaba nervioso, con el rostro oculto por un casco de largo penacho. El guía detuvo la comitiva con una seña al ver que el camino moría en un estanque sobre el cual pendía una enorme roca alfombrada de musgo.Tras dar un par de vueltas sobre su montura, el jinete empenachado se vio incapaz de rastrear la ruta y levantó la mirada. Bosque adelante se elevaba la cima de la montaña de manera que, a la mitad del ascenso, se extendía una terraza natural cubierta de prados mullidos por los que reptaban jirones de niebla. En un extremo, la pared se abría como una boca, la entrada a una gruta protegida por un cercado. De allí se alzaba caracoleando la leve hebra de humo de una hoguera.
Los caballos de la escolta relincharon, inquietos. Sus jinetes intentaron apaciguarlos, mientras escudriñaban entre los árboles, que, superpuestos, se convertían en una pared desconcertante, en la cual las sombras se movían y los recortes de sol aturdían la mirada. La hojarasca murmuró bajo las patas de alguna bestia. Cantaron las espadas cuando la escolta las sacó de sus vainas.Alguien dio la voz de alerta, señalando adelante.
Sobre la roca musgosa que dominaba el camino, ascendía al trote una criatura majestuosa que mostraba la mitad inferior del cuerpo en forma de caballo de lomos recios y la otra mitad en forma de hombre vigoroso, con largas melenas y barbas cobrizas, las espaldas cubiertas con una piel de animal. Sus brazos monumentales doblaron un gran arco cargado con una flecha del tamaño de un arpón, capaz de atravesar a más de un hombre de una sola vez. Los jinetes se estremecieron al ver que los señalaba con ella. La voz gruesa del centauro les heló la sangre.
—¿Quiénes sois y qué os trae aquí?
El guía de la expedición bajó de su caballo y, caminando hacia aquel ser prodigioso, se quitó el casco. Apenas vio quién era, el centauro borró la fiereza de su rostro.
—Peleo —dijo, bajando el arma.Y luego fue a descender del peñasco.
Llamada por el rey, la nodriza se apeó del carro y le acercó a su hijo envuelto en pañales. Él lo tomó en los brazos y se lo mostró al hombre caballo con la ternura de un padre amantísimo. Desolado advirtió el centauro que el bebé se lamentaba amargamente, pues tenía el cuerpo cubierto de costras y verrugas y terribles laceraciones.
—Quirón, viejo amigo —le dijo el monarca—, tantas veces has procurado por mí que no hay presente en la tierra con el que te pueda corresponder.Vengo en tu busca esta vez porque no conozco artes mayores que las tuyas para sanar a mi hijo Aquiles. Pero también quiero hacerte un ruego especial: te pido que lo acojas en tu casa como pupilo, porque temo que su madre me lo arrebate si así le place, mientras que a ti te respetará. —Avanzó el recién nacido hacia su antiguo preceptor—. Confío a tu cuidado a mi heredero para que lo hagas mejor que yo.
Quirón dudó antes de recoger al pequeño. Sin embargo, hacía tiempo que vivía solo en su gruta, sin nadie con quien tratar, cuando, por el contrario, le complacía cultivar la amistad de la inteligencia y la gallardía. Con sus semejantes, unos monstruos borrachos, no soportaba la relación. Los ojos del bebé, que habían estado entornados, se engrandecieron al verlo y se clavaron en los suyos. El centauro quedó atrapado por su intensidad, su espesura, y percibió en ellos un talento notable. Por ser quien era, vivir lo que estaba viviendo, aquel niño tendría la pretensión de hacer grandes cosas, se dijo Quirón.Valía la pena ayudarlo a que fueran las más adecuadas.Alargó los brazos para recogerlo y miró a su amigo con gratitud.
—Tu amistad es mi reconocimiento.Ve tranquilo.Tú me entregas un bebé; yo te devolveré un héroe.
Las aguas bajaban salvajes por el torrente, estallaban contra las piedras, arrastraban troncos de arce y de castaño a través de la pendiente para precipitarlos por el salto de agua que, por espacio de varios metros, caía hasta un remanso. Allá abajo, la sangre se desleía en las aguas tranquilas, una mancha rosada que se iba desvaneciendo. El niño flotaba cabeza abajo, inmóvil. ¿Qué edad tendría? Apenas seis o siete años.
Levantó la cabeza de pronto. La herida le palpitaba en la frente. Salió del agua a toda prisa y corrió hacia la pared de roca, que escaló, empapado, agarrándose a las raíces, a las ramas, a cualquier piedra saliente, hasta volver arriba. Una vez que hubo alcanzado la elevada terraza, entró de nuevo en el río y avanzó al filo del precipicio, oponiendo todas sus fuerzas contra el ímpetu de las aguas, que lo empujaban hacia el vacío. Se plantó en el centro con las piernas abiertas, enfrentado cara a cara contra la corriente. Veía como el helado caudal acometía contra él, le cortaba la piel y le apaleaba la carne, sin embargo, en su mente solo escuchaba las carcajadas de su maestro, quien, días atrás, se había reído de su torpeza al caerse cruzando por allí y dejarse arrastrar como una hoja de otoño.Ahora, al fin, resistía.
Quizás molesto por su soberbia, el río le envió un grueso tronco.Al verlo llegar, apenas tuvo tiempo el niño de echarse a un lado para que no lo golpeara. Perdió el equilibrio, el agua lo sobrepasó y se lo llevó una vez más. Cayó por el precipicio y, al llegar abajo, volvió a hacer estallar las aguas. Esta vez ganó la orilla con dificultad. Después de arrastrarse para salir, tosió y escupió una gran bocanada de agua apoyado en una roca.Todavía luchaba por recuperar el aliento con la cabeza gacha cuando oyó que los matorrales se agitaban muy cerca de allí. De entre el follaje apareció el cuerpo negro, cubierto de ásperas cerdas, de un jabalí que se acercaba a beber acosado por el calor. El animal se detuvo al encontrarse con el chiquillo y clavó sus ojos obtusos en él desde detrás de sus grandes colmillos amarillentos, curvados hacia arriba. El pequeño le sostuvo la mirada. Había dejado al otro lado de la orilla el hatillo que llevaba en sus excursiones, con comida y bebida, una buena daga y su lanza, tallada a su medida por su tutor.
El jabalí cargó y él, sin otra posibilidad, saltó por encima. Mientras la bestia resbalaba para evitar caer al agua y daba la vuelta afanosamente, el niño rodeó el estanque sacudiendo sus piernecillas con la agilidad de un roedor silvestre. Nada más alcanzar su lanza, se volvió bien aferrado a ella. El animal corría en dirección a él profiriendo chillidos enojados. El niño aseguró el asta en una piedra del suelo. La punta de bronce centelleó al bajar para recibir a su atacante.
Quirón mantenía el hogar siempre encendido en su gruta, una herida profunda en la carne de la montaña que, sesgada, descendía escabrosamente hacia sus entrañas, donde el centauro había excavado pilastras que sostenían dinteles y arcos en diferentes estancias. Allí preparaba ungüentos y bebedizos curativos, almacenaba hierbas y otros ingredientes, conservaba papiros y tablas grabadas con sabios escritos, trabajaba la madera, el cuero, el bronce y muchos otros materiales con los que construía arcos, flechas, lanzas, pero también los hermosos instrumentos musicales que le encargaba la musa Calíope.
Mientras asaba entrañas de león para la cena y partía huesos de oso para arrancarles la médula, veía que el sol declinaba y que el pequeño Aquiles aún no había vuelto. El niño era osado, quizás en exceso, y también tan orgulloso ante sus errores como incansable en la persecución de un objetivo. Era la mente de un chiquillo, al fin y al cabo, pero en un cuerpo similar al de un dios.Verlo recorrer aquellos bosques le recordaba a su padre, aunque multiplicado tanto en sus virtudes como en sus defectos. ¿Debía salir a buscarlo? Habían vuelto a bajar leones de...

Índice