Historia mínima de Estados Unidos de América
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Historia mínima de Estados Unidos de América

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Historia mínima de Estados Unidos de América

Descripción del libro

Estados Unidos ha sido descrito como la "mejor esperanza del mundo" y el "Gran Satán". Se ha erigido en ejemplo del más craso materialismo y un modelo de alucinante progreso; en encarnación del imperialismo explotador y en tierra prometida. Este libro pretende hacer una crónica mínima del pasado de esta nación, de la que tenemos una imagen tan contradictoria.

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9786074628777
ISBN del libro electrónico
9786076280904
Categoría
Historia
VI. DE GIGANTE REACIO A SUPERPOTENCIA 1921-1991
Sólo los americanos pueden lastimar a América.
Dwight D. Eisenhower
Ningún historiador, decía Eric J. Hobsbawm, puede acercarse al siglo XX —ese siglo “de extremos”, de guerra, genocidio y depresión, de crecimiento demográfico y económico sin precedentes, de profundas transformaciones científicas y tecnológicas— como aborda otro periodo. Para quien escribe sobre el siglo XX se traslapan, todavía inevitablemente, historia, memoria y experiencia. Muchos de los historiadores del pasado reciente vivieron los sucesos que estudian, están inmersos en sus consecuencias inmediatas o comprometidos con las causas que reseñan. Se trata, así, de una historia más polémica, que construye crónicas de esperanza y decepción, de héroes y villanos o del trágico sacrificio de los principios morales a las exigencias del poder.
Los desafíos de la historia contemporánea crecen en el caso de Estados Unidos, que de potencia provinciana, aislacionista y recelosa se convirtió en uno de los polos de un mundo dividido en dos cuya estructura básica sólo empezó a desbaratarse en la década de 1980. Por eso la historia de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX es, en muchos sentidos, la historia del mundo. Por otra parte, no fue fácil historiar la “Guerra Fría” que enfrentó a Estados Unidos con la Unión Soviética entre 1949 y 1991, y que moldeó este periodo de forma determinante. Hasta hace poco estas crónicas describían, las más de las veces, un conflicto en curso. Se escribieron sin tener acceso a archivos relevantes, y sin conocerse su desenlace. Sólo la desaparición de la cabeza del “socialismo realmente existente” en 1991 ha permitido revelar imágenes más complejas, que muestran las fracturas de lo que se imaginaba como un bloque soviético monolítico, que pueden ponderar el peso de las percepciones equivocadas, la falta de información y el miedo y arrojar luz sobre la diversidad de actores, intereses y objetivos que animaron este enfrentamiento.
DE LA “PROSPERIDAD PERMANENTE” A LA “GRAN DEPRESIÓN” Y EL “NUEVO TRATO” (1921-1941)
En 1920 los estadounidenses rechazaron el lugar central que sobre el escenario internacional les asignaba la diplomacia de Wilson. La guerra generó la quiebra del progresivismo y unas audaces —y para muchos preocupantes— manifestaciones culturales como el jazz, la literatura “moderna” y desconcertante de la “generación perdida” —Ernest Hemingway, John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald, T. S. Eliot—, y la conducta estrafalaria de las jóvenes, que se quitaron el corsé, se cortaron el pelo y fumaron en público. A contramano de esta conmoción cultural los habitantes de Estados Unidos abrazaron una política circunspecta, volcándose en lo que el presidente Calvin Coolidge (1923-1929) celebraba como su “gran preocupación: producir, comprar, vender, invertir y prosperar en el mundo”.
La economía conservó el ritmo acelerado que le había impuesto la guerra, impelida por el crecimiento de la población, la producción en serie, el crédito al consumo y la publicidad masiva. En las ciudades —donde, a partir de 1920, se concentraba más de la mitad de los estadounidenses— los grandes almacenes ofrecían todo tipo de productos, desde instrumentos musicales hasta zapatos, y una serie de “aparatos domésticos” que transformaron la vida diaria, sobre todo para las amas de casa: refrigeradores, lavadoras para ropa, aspiradoras, así como la que fuera quizá la más trascendental de estas máquinas: la radio, por medio de la cual se difundirían información, lenguajes y aspiraciones que constituirían culturas y perspectivas compartidas, “populares” y “nacionales”. Los consumidores podían adquirir estos productos a crédito y pagarlos a plazos. La reorganización del trabajo en las fábricas —la división sistemática de los procesos productivos en una serie de gestos acotados, precisos y repetitivos, ejecutados, a lo largo de una cadena, por distintos trabajadores que no requerían mayor calificación— redujo los tiempos, aumentó la productividad y abarató de manera sustantiva el precio de los bienes manufacturados.
Henry Ford, entusiasta promotor de este sistema —que llegó a llamarse “fordismo”—, transformó con él la industria del automóvil. Si a principios del siglo los autos eran un capricho para los más ricos —uno costaba el equivalente de dos años del salario de un trabajador promedio—, para finales de la década de 1920 el austero “Modelo T”, diseñado para recorrer los caminos en mal estado de las zonas rurales con toda la familia encima, podía adquirirse por lo que ganaba un trabajador en tres meses. Para 1927, 15 millones de estos automóviles habían salido de las líneas de producción de Ford. Ante esta explosión en la oferta los empresarios se preocuparon por que la demanda le siguiera el paso. La publicidad, impresa y por radio —a través de la cual llegaba a un número sin precedentes de posibles consumidores— se dedicó a convencer a los estadounidenses de que compraran cosas que siempre habían fabricado en casa —jabón, almidón— o que resolvían problemas que antes ni siquiera sabían que tenían, como el mal aliento que eliminaba el enjuague bucal. Sin embargo, para finales de la década la economía mostró síntomas —discretos— de desajuste. Aunque la productividad y el consumo iban en aumento, la inversión en capital fijo pareció estancarse y la producción se acumuló: entre 1928 y 1929 el inventario industrial se multiplicó por cuatro.
De hecho, el esplendor de los “fabulosos años veinte” escondía problemas serios. Había aumentado el bienestar material de los obreros, pero seguían trabajando 12 horas al día, sin vacaciones o seguro contra accidentes o desempleo, con excepción de aquellos que trabajaban para corporaciones que —como Ford— habían entendido que mejores salarios y mayor seguridad para los trabajadores redundaban en el ensanchamiento del mercado y eran, en consecuencia, buen negocio. Otro síntoma de que, bajo la apariencia de una actividad febril, la economía estadounidense había perdido algo de su dinamismo fueron los cambios en la legislación y los patrones de migración. Durante las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX quienes exigían al Congreso que cerrara las puertas a los trabajadores inmigrantes fracasaron repetidamente. Sin embargo, en 1917, 1921 y 1924 se aprobaron leyes para restringir la entrada de trabajadores foráneos, y perdieron fuerza los vigorosos flujos migratorios que habían caracterizado el periodo anterior.
Primero se prohibió la entrada a quienes no sabían leer, aunque se excluyó de esta disposición a los inmigrantes de los países del hemisferio occidental. Esto refleja menos las buenas relaciones de vecindad que, por un lado, la circunspección de la inmigración canadiense, a pesar de su importancia numérica (más de millón y medio de canadienses vivían del otro lado de la frontera para principios del siglo XX), y, por el otro, el peso político de los intereses agrícolas de California y el Suroeste, que dependían de la mano de obra de los migrantes mexicanos para levantar sus cosechas. En el ambiente enrarecido que siguió al fin de la guerra se aprobaron leyes para dejar fuera a quienes no provinieran de las regiones tradicionales de migración (Europa Occidental) mediante un sistema de cuotas que fijaba un número máximo anual de inmigrantes de cada nacionalidad, basado en el tamaño de la población del mismo origen establecida en Estados Unidos en 1890, antes de que llegara el aluvión de italianos, polacos y rusos. Se prohibía, además, la inmigración asiática.
Con esto los abogados de la restricción abandonaban, como criterios preferentes de exclusión, lo que habían vendido a la opinión como defectos “obvios” que ponían en peligro a la nación, pero que muy poco habían contribuido a reducir la cantidad de inmigrantes: la enfermedad, el radicalismo, la inmoralidad y la ignorancia. A partir de 1921 se calificó de indeseables a quienes eran supuestamente distintos e inasimilables por razones de origen nacional y de raza. Estas leyes, aunadas a los sobresaltos de la historia mundial —la primera Guerra Mundial, que hizo peligroso cruzar el Atlántico, y después la crisis económica— fueron restringiendo de manera importante los movimientos de población: los más de seis millones que llegaron en la década de 1900 se convirtieron en cuatro en la de 1910. A lo largo de los “roaring twenties” —la década “que rugía”— el número de migrantes se redujo a poco menos de 700 mil.
No obstante, el problema más grave no estaba en el sector industrial. Parecía incluso invisible, dado que los reflectores se centraban en el mundo urbano. El campo había permanecido, en muchos sentidos, al margen de la transformación de la vida cotidiana de los citadinos, y la experiencia y el legado de la modernización económica habían sido mucho más ambiguos. Como había sucedido en la década de 1860, tras beneficiarse del aumento en la demanda de alimentos provocado por la guerra, los productores estadounidenses enfrentaron un mercado abarrotado y la caída estrepitosa de los precios, que en su mayoría no se recuperaron sino hasta 1939. El ingreso promedio de las familias era cuatro veces inferior en el campo que en la ciudad, y seguían viviendo como lo hacían medio siglo atrás. Por ejemplo, el 90% de las granjas no tenía electricidad ni agua corriente. Para los granjeros estadounidenses la cacareada prosperidad de los años veinte, más que engañosa, había sido inexistente.
El sistema financiero representaba otro foco rojo. El capital estadounidense había sufragado tanto la prosperidad en casa como parte de la reconstrucción en Europa. Pero a pesar de una impresionante expansión, y que desde 1914 la Reserva Federal regulaba la moneda circulante, los bancos estadounidenses seguían funcionando con la lógica del Oeste Salvaje, tan ávidos de crédito y de liquidez como reacios a acatar restricciones. La persistente ojeriza que inspiraron la regulación bancaria y una arrogante “élite del dinero”, primero a los jacksonianos y después a los populistas, incentivó la dispersión y falta de disciplina del sistema financiero, que por otra parte convivía con la modernización de sus instrumentos y la aceleración del intercambio. En la década de 1920, 25 000 bancos funcionaban bajo más de 50 regímenes normativos distintos. La gran mayoría eran establecimientos locales, pequeños y precarios. En un año normal quebraban unos 500. Así, los circuitos del dinero que apuntalaban el complejo y extenso juego del crédito y la inversión dentro de la economía estadounidense eran excepcionalmente dinámicos pero también frágiles.
El mercado de bonos y acciones compartía con el sistema bancario la actividad y el desorden. Había crecido a la par de la economía, pero para fines de los años veinte parecía haber adquirido vida propia. A finales de la década, a pesar de la desaceleración económica, continuaba lo que el presidente Hoover describía como “una orgía de loca especulación”. Los precios de las acciones aumentaron 40% en 1927, y 35% al año siguiente. Entre 1924 y septiembre de 1929 el índice bursátil aumentó 400%. Poco más de un mes más tarde, el 24 de octubre, la burbuja se reventó: durante lo que se conoció como el “jueves negro” se vendieron más de seis millones de acciones. Los precios cayeron en picada y se esfumaron más de 4 000 millones de dólares. El desplome no se detuvo ahí: no fue sino hasta 1932 que el índice de Wall Street tocó fondo, 50% por debajo de lo que había marcado en 1923.
Aunque escandalosas, las repercusiones del “Gran Crack” estuvieron acotadas por el alcance del sector. A pesar de que, en los últimos años, parte del capital se había desviado de la inversión productiva a la especulación financiera, menos del 3% de la población tenía acciones. La debacle bursátil de 1929 fue más un síntoma que el origen de la crisis. Inauguró una recesión que, durante diez años, paralizó el impresionante aunque sobresaltado crecimiento que había caracterizado la economía estadounidense desde la década de 1860. En tres años la economía se redujo a la mitad de su tamaño, la tercera parte de la población activa perdió su trabajo y la inversión privada prácticamente se detuvo.
La crisis se cebó con brutalidad sobre sectores y regiones particularmente vulnerables. Sumió en la pobreza a los millones que vivían al día y que perdieron su empleo. Los productores agrícolas, empobrecidos y endeudados, fueron muy golpeados. La zona de los pastizales de Texas, Oklahoma, Nuevo México, Colorado y Kansas, afectada, además de por la crisis, por años de erosión y una terrible sequía que perduró a lo largo de los años 30, se convirtió en un “tazón de polvo” (dustbowl), azotado por el “viento negro” de los tornados, en el que ningún cultivo era posible. Cientos de familias —aproximadamente 3.5 millones de personas— perdieron todo y vagaron por el país en busca de trabajo, formando peregrinaciones de miseria y desesperanza, llamativamente descritas por John Steinbeck en Las uvas de la ira (1939). Para 1932 había 12 millones de desempleados, lo que representaba el 25% de la fuerza laboral.
La crisis devastó el inestable y desorganizado sistema bancario, provocando una restricción brutal del crédito y del circulante. En 1930 quebraron más de 1 350 bancos, arrastrando consigo ahorros, hipotecas y deuda. Las quiebras financieras se convirtieron en vehícu­los de contagio y contracción. Al reclamarse los préstamos que se habían extendido en Europa, y aumentar los aranceles para proteger a la tambaleante industria estadounidense, la crisis adquirió una dimensión global que zarandeó países que, como la Alemania de Weimar, apenas empezaban a recuperarse de la guerra. A lo largo de la década de 1930 los estadounidenses, acostumbrados a las sacudidas del capitalismo industrial, esperaban en vano alguna señal de recuperación que indicara que el “ciclo” de la crisis se había cerrado, sin que ésta apareciera en el horizonte. Se habían derrumbado dos factores cruciales del éxito económico: la confianza y el consumo, y nadie parecía saber cómo reactivarlos. La “Gran Depresión” resultó más dolorosa y más desconcertante, porque parecía no tener fin.
Tocó enfrentar la debacle al presidente Herbert C. Hoover (1929-1933). Paradójicamente, el hábil administrador que había organizado con éxito el rescate humanitario de una Bélgica devastada por la guerra, el “Gran Ingeniero” que, atípicamente para un republicano de la época, afirmaba que el gobierno debía ser una “fuerza constructiva”, fue incapaz de recurrir a ella para frenar el desplome de la economía. Paralizado tanto por sus propias convicciones —había escrito un libro para celebrar el “individualismo americano”— como por las inercias de un sistema político que no sabía navegar, se negó a recurrir al gasto federal para destrabar la parálisis económica. No dieron ningún resultado sus concienzudos esfuerzos por mantener los niveles de los precios y del empleo por medio de la cooperación de los grandes empresarios. Su propuesta de buscar la cooperación internacional para hallar una salida conjunta a lo que era un fenómeno global fue muy mal recibida por el Congreso, pues planteaba una moratoria de pagos y el refinanciamiento de las deudas. En 1932 el electorado estadounidense fue tajante en su rechazo a sus políticas: el candidato demócrata Franklin Delano Roosevelt, antiguo gobernador de Nueva York, triunfó por 472 votos electorales contra 59.
Roosevelt ganó porque los estadounidenses votaron en contra de Hoover, y porque creyeron que el “nuevo trato” que ofrecía el candidato demócrata cambiaría las cosas. Miembro de una aristocrática familia neoyorkina, primo lejano del pintoresco presidente de principios del siglo XX, víctima de polio, “FDR” se erigió como la figura dominante sobre el escenario político estadounidense hasta su muerte en 1945. Afable, simpático, paternal, sinceramente consternado por la tragedia humana que significaba la Depresión, inauguró nuevas formas de hacer política. Aprovechando la tecnología disponible supo hacerse presente en los hogares de sus compatriotas, a través de unas “pláticas junto a la chimenea” —30 en total, entre 1933 y 1944—, transmitidas por radio, en las que explicaba lo que el gobierno estaba haciendo y lo que todos los ciudadanos debían hacer. La primera dama, Eleanor, contribuyó al éxito de las relaciones públicas del gobierno de su esposo, promoviendo causas progresistas —los derechos civiles y de la mujer—, desde posturas a menudo más radicales que las de su esposo. Mujer de gran sensibilidad y don de gentes, su apertura dio esperanzas a los sectores más marginados.
La administración Roosev...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. AGRADECIMIENTOS
  5. INTRODUCCIÓN
  6. I. EL NUEVO MUNDO: ENCUENTRO DE TRES CONTINENTES 1492-1763
  7. II. REVOLUCIÓN Y CONSTITUCIÓN 1763-1799
  8. III. LA JOVEN REPÚBLICA Y SU IMPERIO 1800-1850
  9. IV. GUERRA CIVIL Y RECONSTRUCCIÓN 1850-1877
  10. V. AMÉRICA TRANSFORMADA 1877-1920
  11. VI. DE GIGANTE REACIO A SUPERPOTENCIA 1921-1991
  12. EPÍLOGO. DOS ELECCIONES, VARIAS GUERRAS Y UNA CRISIS. 1992-2014
  13. ENSAYO BIBLIOGRÁFICO
  14. SOBRE LA AUTORA
  15. COLOFÓN
  16. CONTRAPORTADA