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Historia mínima de la vida cotidiana en México
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Historia mínima de la vida cotidiana en México
Descripción del libro
Compendiada en pocas páginas, esta historia de la vida cotidiana en México habla de todos nosotros, los que vivimos hoy los que vivieron ayer, y nos muestra aquellos aspectos de nuestro pasado en el que somos protagonistas y del que no nos habían hablado antes.
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Información
LA VIDA EN LA NUEVA ESPAÑA
PILAR GONZALBO AIZPURU
El Colegio de México
EL ESPACIO Y SU GENTE
Disfrutaba el hacendado de su ocio placentero, acrecentado con la visión del trabajo de sus esclavos, a los que sin vacilar consideraba parte de sus propiedades porque con su dinero los había comprado; sufría el campesino los rigores del clima, la dureza del trabajo y la incertidumbre del futuro de sus cultivos; oraban los religiosos en sus conventos, atendían las madres a sus hijos, laboraba el artesano en su taller, jugaban los niños, estudiaban los jóvenes colegiales, cortejaban los galanes y luchaban los pobres por sobrevivir. El conquistador de los primeros años dejó paso al encomendero que disponía del trabajo y del tributo de la población a su cargo, y éste se convirtió en el empresario, el minero o el hacendado de los siglos XVII al XIX, mientras miles de inmigrantes fracasaban en su intento de hacer fortuna y se conformaban con integrarse a la creciente población urbana empobrecida o se convertían en aventureros y vagabundos. Clérigos fanáticos y religiosos generosos alternaban con funcionarios desaprensivos y con burócratas ambiciosos. Unos cuantos indios nobles se integraban a la sociedad española, y millones de indígenas empobrecidos y desconcertados sufrían el azote de las epidemias, la opresión del trabajo forzoso y la pérdida de sus señores naturales. Era muy diferente la vida cotidiana de unos y otros y evolucionó a lo largo del tiempo. Las investigaciones recientes y la documentación conservada tan sólo nos permiten acercarnos a algunos de los que fueron protagonistas de la historia, y situarlos en su mundo y en su tiempo.
A partir de 1492 y a lo largo de las siguientes décadas y centurias, cambió el mapa del mundo, cambió la historia y cambiaron las costumbres de los pobladores del continente americano. En el territorio que reconocemos como el México de hoy, y desde el punto de vista de las rutinas cotidianas, fueron modificaciones trascendentales que afectaron al paisaje y a las creencias, al trabajo y a la vida familiar. Fueron, sobre todo, cambios que generaron diversos modelos de comportamiento y que evolucionaron a lo largo de los trescientos años de dominio español.
La vida cotidiana del México colonial transcurría en apariencia apacible, aunque plagada de dramas individuales y familiares; todos intentaban satisfacer sus necesidades básicas, materiales, afectivas e intelectuales, cada uno de acuerdo con sus posibilidades y su entorno. Era un mundo complejo en el que a las diferencias de residencia, de edad, de género, de situación económica y de profesión se unían las de “calidad”, que contribuía a determinar el destino de los individuos. Tal diversidad de circunstancias haría inútil cualquier intento de referirse globalmente al “hombre novohispano”, como a veces hemos intentado. Nunca existió tal ente abstracto y aun menos si consideramos el transcurso de los trescientos años de vida bajo el gobierno virreinal. Del siglo XVI al XIX y de las selvas remotas a la bulliciosa capital, los hombres que poblaban el virreinato apenas compartían algunas creencias comunes y aspiraciones de bienestar y felicidad casi siempre frustradas. Y esa diversidad fue, en definitiva, el elemento esencial en la formación de la identidad mexicana.
El territorio novohispano
Cuando hablamos de México podemos referirnos al país, nuestro país actual, o a la que ha sido y sigue siendo su capital. Los términos se confunden cuando se acepta una fecha como la correspondiente a la conquista de México, de modo que esta fecha, como sucede con casi todas, es una convención arbitraria que sólo de manera simbólica representa lo que realmente fue la conquista: el 13 de agosto de 1521 cayó en poder de Hernán Cortés la capital del señorío mexica. Los meses anteriores, cuando ya algunos pueblos se habían sometido, y los años siguientes, durante los que prosiguió el avance de los conquistadores, parecen olvidados, así como el inmenso territorio de lo que sería el virreinato queda reducido a México-Tenochtitlan, la gran ciudad, la cabecera del poder azteca, pero que era apenas una mínima parte de las tierras que meses y años después ocuparían a golpe de espada y con la cruz en alto los soldados y los frailes castellanos.
La Nueva España tuvo unos límites difusos que se fueron ampliando y perfilando con el paso de los siglos; no podían dibujarse los límites hacia el norte y mucho menos podríamos hoy dar la medida del territorio en distintas fechas, porque tampoco se sabía hasta dónde se extendía. En el siglo XVI, Zacatecas y Durango estaban situados en los remotos confines septentrionales del virreinato. Paulatinamente se amplió el dominio, más nominal que efectivo, hacia lo que hoy son los estados norteamericanos de California, Arizona, Nuevo México y Texas. Y a la vez que se organizaban avanzadas terrestres, salían expediciones marítimas que reconocían el perfil de las costas de Veracruz a Tamaulipas, de Oaxaca a Sinaloa y aun más al norte, como en el siglo XVIII, hacia Alaska. Para definir las dimensiones del territorio interesaba la delimitación de jurisdicciones de gobierno más que la curiosidad geográfica; y como resultaba ser una extensión difícilmente abarcable, en el norte se crearon reinos y provincias (Nueva Vizcaya, Nuevo León, Nuevo Santander, las Californias…), mientras que capitanías y gobernaciones formaron la transición entre los dos virreinatos del siglo XVI: de Perú a Nueva España. De norte a sur y de este a oeste, unas mismas leyes y un mismo gobierno deberían haber propiciado la homogeneidad de las costumbres, pero las diferencias geográficas, demográficas, de recursos naturales y de tradiciones definieron las costumbres locales. El espacio del virreinato constituía parte del ámbito vital de los novohispanos, de modo que más que un territorio medible en superficie era el complejo de pueblos diversos, de recursos materiales, de paisajes variados y de tradiciones ancestrales. Un vecino de la ciudad no reconocería como paisano y casi vecino al indio belicoso de las planicies norteñas o al fugitivo refugiado en las impenetrables selvas del sureste. Eran muy diferentes las creencias y valores, la manera de hablar y las costumbres familiares de unos y otros. Entre los elementos que establecían las diferencias se encontraban el suelo, el clima, la dedicación a la caza o a tareas mineras, agrícolas, ganaderas o artesanales, la distancia de poblaciones urbanas y la pertenencia a ciertos grupos sociales o calidades étnicas. Todos tenían su propia cultura y por eso era diferente su vida cotidiana. Porque si las necesidades de todos los individuos son básicamente las mismas, son muy diversas las formas de satisfacerlas, así como también son diferentes las normas y las prácticas en distintos momentos.
La marea conquistadora se fue extendiendo hacia confines cada vez más remotos y con ella llegaron la nueva fe, las nuevas leyes y los contagios de enfermedades antes desconocidas. Con algunos años de retraso llegaron a Yucatán los frailes con sus amenazas de condenación y los hacendados con sus exigencias despóticas. La difícil comunicación terrestre de la península yucateca con la capital del virreinato propició diferencias considerables en las costumbres y permanencia en las provincias del sureste de instituciones como la encomienda que sobrevivió hasta el siglo XVIII, mientras en el centro había sido sustituida por formas modernas de control de los trabajadores y recaudación de impuestos. Tras un cuarto de siglo, con el impulso de los descubrimientos de yacimientos de plata, se incorporó la región de Zacatecas a la expansión colonizadora; casi tardó una centuria en apaciguarse la zona del camino hacia las minas, una vez sometidos los indios chichimecas, con lo cual se trasladó la frontera de guerra hacia lo que por un tiempo fue el extremo norte, que se rendiría paso a paso mediante la acción combinada de la represión dirigida desde los presidios y la labor de misioneros que lograban con la predicación más que los soldados con la espada. El dominio de lo que sería Nueva Galicia se logró en los primeros años del gobierno español con tal brutalidad que dejó como consecuencia una población diezmada, humillada, desesperanzada y resentida. Años más tarde, quien había sido nombrado gobernador de Nueva Vizcaya, Rodrigo del Río y Loza, pidió que le enviasen misioneros (precisamente jesuitas) en vez de soldados, porque su acción era mucho más eficaz y duradera. Según su experiencia, los soldados generaban violencia y los misioneros promovían actitudes de mansedumbre.
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Solamente por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que entró a nosotros la tristeza, que entró a nosotros el Cristianismo. Porque los muy cristianos llegaron aquí con el verdadero dios; pero ése fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta, el principio de las peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por deudas, el principio de las deudas pegadas a las espaldas, el principio de la continua reyerta, el principio del padecimiento.
Libro de los linajes. Chilam Balam de Chumayel, primera parte.
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La costa del golfo se integró tempranamente a la dinámica de la vida colonial, impulsada primero por la cercanía del puerto de Veracruz, puerta de entrada de mercancías y de inmigrantes procedentes de España y de las Antillas, y por el sistema de plantaciones que se desarrolló a partir del siglo XVII. En el Pacífico, Acapulco vivió las oscilaciones de dinamismo y quietud dependientes de la llegada y partida de la flota de Manila.
La ruta de la asimilación cultural se inició en las ciudades y pueblos de los valles centrales, y prosiguió en misiones, reales mineros, villas, haciendas y estancias. Los elementos de la cultura occidental europea llegaron en la persona de los inmigrantes y en la introducción de nuevos cultivos, animales domésticos, utensilios de hierro, métodos de trabajo y creencias y ritos de la nueva religión. En la mentalidad indígena se fueron integrando conceptos del deber ser que implicaban criterios de lo bueno y lo malo de las acciones, y de salvación o condenación de los individuos. Todas las actividades tendrían a partir de entonces un valor positivo o negativo. Aunque el cumplimiento de las normas era muy diferente en unos y otros, todos deberían compartir las mismas creencias y aceptar las mismas normas morales.
La vida en las misiones parecía haber quedado congelada en una serie de rutinas establecidas por los regulares. Agustinos, dominicos, y con mayor dedicación a las misiones, franciscanos y jesuitas en sus respectivos territorios, instruían a los neófitos en la fe cristiana y les enseñaban oficios artesanales, cultivos y cuidado de animales domésticos. Los misioneros no sólo debían conocer las obligaciones propias de su ministerio sacerdotal, sino también las labores propias de un agricultor o de un albañil, un carpintero o un sastre. Un jesuita en Baja California lamentaba el esfuerzo perdido en cuidar una sementera que el huracán arrasó en pocos minutos. Del siglo XVI al XVIII, los misioneros de las tres órdenes mendicantes más los jesuitas, que se integraron tardíamente y se dedicaron en especial a las regiones del noroeste, ocupaban gran parte de su tiempo en enseñar labores artesanales y cultivar la tierra hasta que los indios se hacían cargo totalmente de esas tareas. Las actividades invariables consistían en enseñar la doctrina a niños y adultos, y en algunos casos también la lengua castellana y la lectura y la escritura a los niños y jóvenes que les ayudaban en las labores de la misión.
Los pueblos de indios se regían por una forma de gobierno mixta en la que participaban sus propias autoridades, aparte de los representantes del gobierno virreinal, de modo que se consolidaron diferencias de categoría entre antiguos señores y nuevos funcionarios: caciques y principales, herederos de linajes nobles, junto a los miembros de los cabildos, con “oficios de república” (alguaciles y regidores) de carácter electivo, y los indios “del común” que participaban en las elecciones y tenían acceso a las tierras comunitarias. La aparente y ficticia autonomía padecía constantes injerencias de cuantos españoles con algún poder, religioso, económico o civil intervenían en los asuntos internos o imponían cargas arbitrarias. El tránsito hacia la plena incorporación al sistema español evolucionaba lentamente, dependiendo de su relativa cercanía a poblaciones hispanas. Las tierras de la comunidad se distribuían entre los vecinos, pero surgían conflictos cuando se realizaban matrimonios con personas de otras comunidades o incluso con un mestizo o español. Si el cónyuge “forastero” sobrevivía a aquel que pertenecía a la comunidad: ¿podía disfrutar las tierras que personalmente no le correspondían?, ¿podrían expulsarlo si tenía hijos que ya habían nacido en el pueblo? Y, ¿cómo sobrevivir cuando aumentaba la población pero no las tierras asignadas? Ante problemas inmediatos y por progresiva incorporación a nuevas técnicas y sistemas de producción e intercambio, entre los siglos XVI y XIX se produjeron cambios sustanciales, a medida que los indígenas se adaptaban al sistema político y judicial, aprendían a defenderse y lograban mediante sutiles expresiones de resistencia cultural conservar muchas de sus tradiciones y formas de relación dentro de las comunidades.
En las haciendas se establecían sistemas jerárquicos dependientes de la categoría laboral. Eran pocos los gañanes o peones fijos y se consideraban privilegiados porque tenían asegurado techo y trabajo durante todo el año. Mientras no llegó a sentirse la falta de mano de obra, tampoco los propietarios de haciendas y sus mayordomos pretendieron retener a los trabajadores contra su voluntad. Un punto débil de la situación era la dependencia de la buena voluntad del dueño de la hacienda y del mayordomo, administrador o capataz. Tampoco todas las haciendas eran iguales ni la producción de cereales se equiparaba al trabajo en ingenios azucareros, donde se aceptaba con naturalidad el penoso trabajo forzado de los esclavos, o en estancias ganaderas, con mayores libertades. Mediando el siglo XVIII, en la hacienda de Charco de Araujo, en el Bajío, las frecuentes visitas del amo, sin duda hombre justo, pero también sabedor de que el buen trato le daría mejores frutos que la violencia, imponían respeto al administrador y atraían el afecto de los trabajadores. Las cuentas de la tienda muestran la forma en que el crédito permitía solventar gastos especiales como los de quien pidió un adelanto para su boda y el traje de la novia, el bautizo de un bebé y su entierro pocos meses después, la fianza para sacar de la cárcel al padre borracho o el regalo para un compadre. Las leyes pretendían evitar abusos y muchos propietarios ejercían con moderación sus derechos patriarcales, pero no faltaron casos de malos tratos y de endeudamiento que obligaba a los trabajadores a cumplir compromisos laborales que coartaban su libertad. Sin embargo, la legislación prohibía que se hicieran anticipos cuantiosos, de modo que si algún patrón lo hacía no tenía derecho a reclamar la devolución del préstamo; y era frecuente que el nuevo amo de un trabajador asumiera la deuda que cobraría aplazada. Los trabajadores temporales, de libre contratación, pocas veces tenían acceso al crédito y tuvieron gran movilidad. Paralelamente, crecían los pueblos de mestizos y mulatos a la vez que se diversificaban las actividades; para fines del siglo XVIII, de cara a la modernidad, Nueva España era la provincia más prometedora del Imperio español.
Los nuevos y los viejos pobladores
Durante los trescientos años de gobierno virreinal se produjeron modificaciones constantes en la cantidad y distribución de la población, porque no hay dos siglos iguales ni siquiera dos generaciones idénticas. Pero fueron muy diferentes los ritmos y muy diverso el carácter de los cambios. La fecha de 1521 señala la irrupción de agentes destructivos que provocaron un verdadero cataclismo en la población indígena del centro del territorio: las epidemias acompañaron a la guerra y a las alteraciones en el modo de vida y en los hábitos de trabajo. La destrucción del mundo mesoamericano y la pérdida de millones de sus habitantes fue abrupta y violenta, mientras que su reconstrucción sería lenta y difícil, porque no se trataba tan sólo de restaurar materialmente casas, poblados y campos arrasados, sino que los nuevos protagonistas eran diferentes, había algunos forasteros, no muy numerosos en un principio, pero presentes e influyentes; y los mismos indígenas se integraban lentamente al nuevo orden, recurriendo a formas de resistencia que rara vez fueron violentas y, con mayor frecuencia, a recursos de sincretismo que les permitían mantener a salvo su...
Índice
- PORTADA
- PORTADILLA Y PÁGINA LEGAL
- ÍNDICE GENERAL
- INTRODUCCIÓN
- LA VIDA COTIDIANA ENTRE LOS ANTIGUOS NAHUAS
- LA VIDA EN LA NUEVA ESPAÑA
- EL SIGLO XIX
- EL MÉXICO REVOLUCIONARIO (1910-1940)
- EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO (1940-1980)
- EPÍLOGO: LOS ÚLTIMOS AÑOS
- BIBLIOGRAFIA BÁSICA
- COLOFÓN
- CUARTA DE FORROS