Por el bien del imperio
eBook - ePub

Por el bien del imperio

Una historia del mundo desde 1945

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Por el bien del imperio

Una historia del mundo desde 1945

Descripción del libro

La Carta del Atlántico (1941) garantizaba, entre otras cosas, "el derecho de todos los pueblos a escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir" y una paz que había de proporcionar "a todos los hombres de todos los países una existencia libre, sin miedo ni pobreza". Tras más de setenta años después, la frustración no puede ser mayor: no hay paz, la extensión de la democracia es poco más que una apariencia y, lejos de la prosperidad global anunciada, vivimos en un mundo más desigual. Este libro analiza las causas de ese fracaso.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Por el bien del imperio de Fontana, Josep en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de History y Historical Theory & Criticism. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788494100871
ISBN del libro electrónico
9788494212970
Categoría
History

1

DE UNA GUERRA A OTRA
En 1945 el fin de la segunda guerra mundial dejaba un mundo destrozado y hambriento. Alemania había perdido una gran parte de sus viviendas como consecuencia de los bombardeos y en Japón se había destruido el 40 por ciento de las áreas urbanas. La Unión Soviética fue el país más gravemente afectado: perdió una cuarta parte de su riqueza nacional y tuvo unos 27 millones de muertos, de los que las tres cuartas partes eran hombres de entre quince y cuarenta y cinco años. En la amplia franja de territorio que habían ocupado los alemanes apenas quedó intacta una sola fábrica, granja colectiva, mina o zona residencial. Se arrasaron 1.710 ciudades y unas 70.000 aldeas; distritos enteros sufrieron tal devastación que la actividad agrícola cesó en la práctica.
A la destrucción se sumó de inmediato el hambre. La cantidad de alimentos disponible por persona era en 1945 mucho menor que en 1939, y la situación se vio agravada por la combinación de una sequía que arruinó las cosechas de 1946 en buena parte del mundo y del frío invierno de 1946 a 1947. El hambre se extendió no solo por Europa y por la Unión Soviética (donde la producción de pan, carne y manteca había caído a menos de la mitad de la de 1940), sino también por Corea, China, India o Indonesia. A los millones de muertos causados por la guerra habría que sumarles otros millones de víctimas de las grandes hambrunas de 1945 a 1947.

EL PRECIO DE LA DERROTA: EL CASTIGO DE LOS DIRIGENTES

Acabadas las hostilidades se puso en práctica un procedimiento jurídico para castigar a los dirigentes derrotados, acusados de «crímenes contra la paz», de «crímenes de guerra», y de «crímenes contra la humanidad». Ni en Nuremberg ni en Tokio, sin embargo, se dio la importancia debida a los peores crímenes de una guerra en que las víctimas de la violencia contra la población civil habían superado con mucho a las que habían caído en combate, como lo demostraban los doce millones de muertos en los campos de concentración europeos y los de 20 a 30 millones de asiáticos que sucumbieron al hambre y a la explotación creadas por la ocupación japonesa. La definición del genocidio como crimen no se produjo hasta 1948; en 1945, mientras en los países liberados de la ocupación alemana se producían actos brutales de limpieza étnica, no había conciencia del problema.
Los máximos dirigentes nazis aseguraban no saber nada del exterminio que ellos mismos habían ordenado, aunque en una conversación grabada durante el juicio de Nuremberg sin que se apercibiese de ello, un alto funcionario alemán afirmó que «lo único realmente bueno de todo esto es que han dejado de existir algunos millones de judíos». Goering pretendía que ni él ni el Führer «sabían nada de lo que ocurría en los campos de concentración» y Doenitz dirá en sus memorias que solo se enteró de «la parte inhumana del estado nacionalsocialista» después de la guerra, lo que nos consta que no es cierto.
El proceso de Nuremberg, que se limitaba a 22 acusados, duró cerca de un año. Se inició el 20 de noviembre de 1945, con cuatro jueces en representación de cada una de las cuatro grandes potencias que habían intervenido en la guerra en Europa, e hizo público su veredicto en octubre de 1946. Hubo doce condenas a muerte: las de Goering, Von Ribbentrop, Rosenberg, Streicher, Kaltenbrunner, Franck, Saukel, Seyss-Inquart, Frick, Keitel, Jodl y Bormann (este “en ausencia”, ya que se ignoraba que había muerto al intentar huir de Berlín). Goering se suicidó en su celda, envenenándose; los otros diez fueron ahorcados, se incineraron sus cadáveres en Munich y las cenizas se dispersaron en las aguas del Isar. Antes de morir Streicher gritó «Heil Hitler», y agregó: «Los bolcheviques os colgarán a todos». Los británicos, que habían sepultado inicialmente a Himmler en un lugar oculto, desenterraron su cadáver y lo quemaron.
Hubo tres condenas a cadena perpetua: las de Raeder, Funk y Hess. Raeder, que tenía setenta años, pidió que le fusilasen, lo que no se le concedió, y salió de la cárcel en 1955. Funk fue liberado también, por razones de salud, en 1957. Solo Hess quedó en Spandau hasta que se suicidó en 1987. Cuatro de los acusados —Speer (el gran simulador, que pasó el resto de su vida fabricando su leyenda), Von Schirach, Von Neurath y Doenitz— recibieron condenas de prisión de entre diez y veinte años. Otros tres —Schacht, Von Papen y Fritzsche— fueron declarados inocentes.
Casi simultáneamente, el 13 de noviembre de 1945, se inició en Dachau un proceso contra oficiales, guardianes y médicos de las SS por los abusos, torturas y crímenes cometidos contra ciudadanos extranjeros, que acabó con 38 condenas a muerte. A este le siguieron otros juicios, como el celebrado en mayo de 1946, también en Dachau, por los crímenes cometidos en Mauthausen, en que 58 de los 61 acusados fueron condenados a morir en la horca, y los otros tres, a cadena perpetua. En un tercer proceso contra los responsables de Buchenwald, 22 de los 31 acusados fueron condenados a muerte en la horca, 5 a cadena perpetua y los otros a 20 años de trabajos forzados.
Gradualmente, sin embargo, las penas dictadas por los tribunales fueron rebajadas o conmutadas por las autoridades militares norteamericanas. Como resultado de un juicio que se celebró de septiembre de 1947 a abril de 1948 contra 24 jefes y oficiales de los Einsatzgruppen de las SS, responsables de las mayores atrocidades, cuatro de los condenados fueron ejecutados en 1951 en la prisión de Landsberg, entre grandes protestas de la población alemana, pero los demás, incluyendo algunos de los que habían sido también condenados a muerte, estaban en libertad en 1958. Los tribunales alemanes fueron todavía más benévolos que los aliados, de modo que la mayoría de quienes perpetraron matanzas en masa en el este durante la segunda guerra mundial no fueron ni acusados ni condenados, sino que vivieron sus vidas en libertad y sin castigo.
El número de los nazis que consiguieron escapar, escondiéndose en España, emigrando hacia América del Sur (en muchos casos con la ayuda de las jerarquías de la Iglesia católica), que adoptaron falsas personalidades o que, simplemente, se ofrecieron a colaborar con los vencedores —como Reinhard Gehlen, uno de los máximos jefes del espionaje nazi, o como el científico Wernher von Braun, cuya complicidad con el nazismo se disimuló cuidadosamente— fue sin duda superior al de los castigados. El propio ejército norteamericano tenía una organización, la rat line, que ayudaba a escapar a quienes habían entrado a su servicio, una tarea en que colaboró un sacerdote croata instalado en un seminario de Roma, Krunoslav Dragonovic, que estableció un negocio de venta de visados a 1.500 dólares por cabeza, «sin hacer preguntas».
Ambos bandos procuraron hacerse con los servicios de hombres de las SS. El ejército británico «escondió» a una división entera, integrada por ucranianos, y transportó a más de siete mil de ellos a Gran Bretaña en 1947, donde fueron utilizados como trabajadores agrícolas; desde allí muchos emigraron a los Estados Unidos entre 1950 y 1955, para ser utilizados por la CIA. Los franceses reclutaron antiguos miembros de las SS en la Legión extranjera y los enviaron a Indochina para luchar contra los guerrilleros vietnamitas: en marzo de 1946, cuando el almirante lord Louis Mountbatten llegó a Saigón en un viaje de inspección, los franceses le organizaron una guardia de honor integrada por entero por antiguos miembros de las SS.
El mayor de los errores de estos juicios fue el de reducir la culpabilidad por las atrocidades nazis a la acción de «una pequeña cohorte de líderes monstruosos», cuando la verdad es que fueron «alemanes ordinarios» los que ejecutaron día a día a centenares de miles de hombres, mujeres y niños. En el caso del ejército, se aceptó el mito de que había sido víctima de la locura de Hitler, reduciendo el círculo de los culpables de crímenes contra la humanidad a las SS, cuando los mandos militares de la Wehrmacht coincidían con el Führer en sus ideas, aceptaron entusiasmados sus planes y colaboraron activamente en los peores crímenes de la guerra.
Si los nazis juzgados fueron pocos, a ello hay que sumar que una sucesión de amnistías fue vaciando muy pronto las cárceles. En 1955 solo había en las de la bizona angloamericana veinte inculpados por la participación en los crímenes contra los judíos, que fueron liberados por una amnistía. Hans Globke, uno de los autores de las leyes raciales, no solo no fue perseguido, sino que ocupó cargos políticos desde el primer momento, y en 1953 era secretario de Estado en la Alemania federal. Personajes estrechamente relacionados con las cámaras de gas vivieron sin ser molestados. El amplio programa de depuración imaginado por los aliados atrapó en sus redes a un gran número de nazis menores y dejó en libertad a los más responsables.
Más ineficaz fue aun la desnazificación realizada por los propios alemanes. Para entenderlo hay que tener en cuenta que la mayor parte de la población había aceptado conscientemente los crímenes del nazismo —su falta, se ha dicho, no fue «su incapacidad de resistir, sino su disposición a servir»— y ayudó después a que permanecieran impunes. Durante la guerra los alemanes sabían lo que sucedía y no les preocupaba en absoluto —las persecuciones de la Gestapo no afectaron, por lo menos hasta los meses finales del derrumbe, a los ciudadanos comunes—, por lo que se acomodaron sin dificultad a la situación y no dudaron en colaborar en la represión con sus denuncias. Terminada la contienda se dedicaron colectivamente a fingir que no sabían nada y a callar lo que conocían los unos de los otros. Una actitud que acabó conduciendo a que «se concedieran a si mismos la condición de individuos “seducidos” políticamente, y convertidos al final en “mártires” por la guerra y por sus consecuencias».
Cuál fuese la actitud del alemán medio lo muestra lo que los norteamericanos pudieron ver en torno a Dachau, uno de los últimos campos de concentración liberados. Cuando llegaron las tropas norteamericanas, el 29 de abril de 1945, había 35.000 supervivientes y millares de cadáveres que no se habían quemado por falta de combustible. Junto al campo se encontró un tren con 2.000 presos trasladados de Buchenwald, de los que solo 17 mostraban aún signos de vida, pero que no pudieron ya salvarse. Los habitantes de los pueblos cercanos marchaban en bicicleta por la carretera y pasaban indiferentes al lado del tren de la muerte, sin más preocupación que saquear los almacenes de las SS.
En Japón, que había rechazado adherirse a la convención de Ginebra y que se calcula que fue responsable de la muerte de 20 a 30 millones de asiáticos, en su mayoría de origen étnico chino, los juicios por los crímenes de guerra fueron aparentemente más duros que los celebrados en Alemania, a lo que contribuyó que se descubrieran las atrocidades cometidas sobre los prisioneros de guerra y sobre los civiles occidentales en los «cruceros de la muerte» y en unos campos de concentración en que se les obligaba a trabajos agotadores. Mención especial merecen los centros de investigación de armas bacteriológicas en que se sacrificaron millares de presos; el más importante de ellos era el establecido en Pingfan, cerca de Harbin (en el estado títere del Manchukuo), conocido como la unidad secreta 731, donde un millar de investigadores experimentaban armas bacteriológicas y practicaban la vivisección sin anestesia en seres humanos. Sin olvidar que se había ejecutado sistemáticamente a los aviadores norteamericanos capturados: el 15 de agosto de 1945, el mismo día en que el emperador hizo pública la rendición, se fusiló a ocho aviadores.
Estos juicios fueron, sin embargo, selectivos: no se castigó tanto a los autores de crímenes contra la población china como a quienes habían cometido atrocidades contra los blancos. De 1945 a 1948 un Tribunal militar internacional establecido en Tokio condenó a 25 dirigentes militares como culpables de haber preparado y dirigido la guerra del Pacífico: siete fueron condenados a muerte y ahorcados el 23 de diciembre de 1948. Entre ellos figuraban el general Tojo, primer ministro de 1941 a 1944, y el general Matsui, que mandaba las tropas que atacaron Nanking (condenado sin tener en cuenta que cuando las tropas asaltaron aquella ciudad Matsui estaba enfermo y el mando recaía en el príncipe Asaka, pariente del emperador, que no fue ni siquiera molestado). Si el juicio de Nuremberg fue medianamente respetable, ha dicho Chomsky, «el tribunal de Tokio fue simplemente una farsa». MacArthur ya había hecho ejecutar con anterioridad al general Homma, que le había derrotado en Bataán, aunque la evidencia de su participación en crímenes de guerra era escasa. En conjunto las Comisiones militares aliadas condenaron, entre 1945 y 1951, a 920 japoneses a muerte y a unos 3.000 a penas diversas de prisión por delitos cometidos en los territorios ocupados (en 1978 los japoneses llevaron al santuario de Yasukuni las cenizas de catorce criminales de guerra, incluyendo las de Tojo, para que fueran venerados como héroes).
Tanto en Alemania como en Japón puede decirse que el castigo fue para unos pocos, con la intención de dar ejemplo, mientras que otros muchos, tan culpables como los condenados, quedaron impunes, o por la utilidad que podían proporcionar a los vencedores o porque se los consideraba indispensables para asegurar el normal funcionamiento de sus respectivas sociedades, evitando los grandes cambios que hubieran podido dar oportunidades a los «rojos».
Más complejo fue lo que sucedió en los países occidentales ocupados por los alemanes, donde interesaba ocultar la amplitud de la colaboración con los nazis y, a la vez, evitar la destrucción de las capas dirigentes. En Francia hubo unas nueve mil víctimas de las sangrientas purgas iniciales del verano de 1944 —agravadas por la violencia y los sabotajes con que pretendió resistir un «maquis blanco» de alemanes y colaboracionistas—, y se procesó a 120.000 personas, que para De Gaulle no eran más que «un puñado de miserables», de las que 95.000 recibieron condenas y 1.500 fueron ejecutadas, sin contar con otras formas de sanción, como la de unas 20.000 mujeres humilladas con cortes de pelo por haber mantenido relaciones sexuales con las tropas ocupantes. Pero el castigo pasó por alto las responsabilidades de miles de funcionarios, magistrados, empresarios, etc., que o bien lograron ocultar su pasado, como sucedió con Mitterrand, o fueron tratados con lenidad: Antoine Pinay, miembro del Consejo...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Citas
  4. Introducción
  5. 1. De una guerra a otra
  6. 2. La primera fase de la guerra fría (1949-1953)
  7. 3. Asia: la destrucción de los imperios
  8. 4. Una coexistencia armada (1953-1960)
  9. 5. La escalada (1960-1968)
  10. 6. África: el «viento del cambio»
  11. 7. Las revoluciones frustradas de los años sesenta
  12. 8. La guerra fría en Asia
  13. 9. La distensión (1969-1976)
  14. 10. La guerra fría en América Latina
  15. 11. Los años setenta: el inicio de la «gran divergencia»
  16. 12. La contrarrevolución conservadora
  17. 13. El fin del «socialismo realmente existente»
  18. 14. La tragedia de África
  19. 15. El nuevo rumbo de la guerra fría
  20. 16. El nuevo imperio norteamericano
  21. 17. El siglo de Asia
  22. 18. Una crisis global
  23. 19. Al final del recorrido: el triunfo del capitalismo realmente existente
  24. Notas bibliográficas
  25. Notas
  26. Créditos