El futuro es un país extraño
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El futuro es un país extraño

Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI

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El futuro es un país extraño

Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI

Descripción del libro

Josep Fontana siguió analizando los acontecimientos de la realidad a la luz de las conclusiones de su exitoso libro anterior, Por el bien del imperio. Además de la continuación de aquel, aquí se analiza en especial la crisis y sus consecuencias sociales, que Fontana resume en dos patrones reincidentes: la privatiación de la política y la creación de un estado represivo que acalle la rebelión social que se está organizando.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788493986353
ISBN del libro electrónico
9788494339233
Categoría
Historia

1

LA CRISIS SOCIAL DE COMIENZOS DEL SIGLO XXI
Un artículo de Shimshon Bichler y Jonathan Nitzan, «Las asíntotas del poder», plantea una hipótesis fascinante acerca de la naturaleza real de la crisis actual: «El problema al que los capitalistas se enfrentan en la actualidad (...) no es que su poder se haya debilitado, sino, por el contrario, que ha aumentado. Y no solo ha aumentado, sino que lo ha hecho tanto que puede estar aproximándose a su asíntota. Y como los capitalistas no miran hacia atrás, sino adelante hacia el futuro, tienen buenas razones para temer que, de ahora en adelante, la trayectoria más probable de este poder no será hacia arriba, sino hacia abajo».
Tras un análisis basado en una investigación destinada a poner en evidencia la naturaleza política de este proceso de enriquecimiento, Bichler y Nitzan, que sostienen que «el capitalismo no es un modo de producción, sino un modo de poder», concluyen que los capitalistas se dan cuenta hoy de que no pueden aumentar su posición de privilegio en el reparto de la riqueza sin una dosis mayor de violencia. Solo que, «dado el elevado nivel de violencia que hasta ahora han ejercido», y la perspectiva de que una aplicación mayor puede provocar una resistencia creciente, están cada vez más atemorizados acerca del estallido social que están en trance de desencadenar. Todo lo cual viene ilustrado por un gráfico que muestra la trayectoria paralela, entre 1975 y la actualidad, de la curva que refleja el aumento de la parte de los ingresos que han ido a parar al 10 por ciento de los más ricos, y de la que muestra el porcentaje de la población trabajadora que está encarcelada o sometida a alguna forma de control judicial.
Este marco general de análisis, que sería útil que entendieran los dirigentes que predican una austeridad llevada hasta la extenuación, es un buen antecedente para entender lo que se narra a continuación, comenzando por la situación en los Estados Unidos, donde se han combinado los efectos de una insuficiente y sesgada recuperación de la economía, con los debates políticos e ideológicos suscitados por las elecciones presidenciales de 2012, y con las reacciones ante los movimientos populares de protesta, para facilitar la toma de conciencia de que existe una crisis latente en la sociedad norteamericana. Un análisis que puede después trasladarse a lo sucedido en Europa como consecuencia de unas políticas inspiradas en este mismo modelo norteamericano.

1. LOS ESTADOS UNIDOS: MÁS ALLÁ DE LA RECUPERACIÓN

El propósito de este análisis es mostrar de qué modo la sesgada «recuperación» de la economía ha servido para avanzar en el proceso de destrucción de las viejas conquistas sociales, así como en el de privatizar la política, con la finalidad de acabar privatizando el propio estado, y cómo estos cambios han exigido una restricción de las libertades democráticas y el desarrollo de nuevos métodos de prevención y penalización de la protesta pública.

Recuperación ¿para qué y para quién?

En junio de 2009 se dio por concluida la «Gran recesión», por lo menos en el sector financiero, hasta el punto de que en el primer trimestre de 2012 la banca registraba «los mayores beneficios trimestrales en cerca de cinco años». Como consecuencia de ello las sumas repartidas a sus dirigentes habían vuelto a las grandes cifras: la media de los 100 mejor pagados era de 14,4 millones de dólares al año.
Mientras tanto, las instituciones financieras luchaban por evitar que se introdujeran nuevos controles a su actividad, y por neutralizar los que se habían aprobado ya, como la llamada «Volcker Rule». En su deseo por mantener vivo el casino capitalism —‌la utilización del dinero de los demás para emplearlo en apuestas de alto riesgo—, los bancos volvieron a conceder crédito a clientes de escasa solvencia, o a darles tarjetas de crédito «prepagadas», un producto no regulado que daba altos beneficios. Y volvieron también a surgir los «bonos basura», o «de alto rendimiento», que financiaban empresas con un riesgo cada vez mayor, a fin de conseguir grandes beneficios para sus fondos.
Pese a los avisos de que se volvía a estar en una situación peligrosa, nadie parecía dispuesto a tomar precauciones. Ni siquiera bastó para ello el escándalo que se produjo a comienzos de mayo de 2012, cuando JPMorgan Chase, el mayor banco de los Estados Unidos, anunció que había perdido 2.000 millones de dólares (más adelante resultó que la pérdida había sido de 5.800 millones, casi tres veces más) en una operación equivocada de derivados, al parecer en CDS (credit default swaps o permutas de incumplimiento crediticio): una noticia que provocó inicialmente una caída de 15.000 millones en el valor estimado del banco según las cotizaciones de la bolsa.
La impunidad con que actúan las grandes empresas financieras quedó demostrada una vez más en el verano de 2012 con el asunto del Libor (London Interbank Offered Rate), que puso en evidencia cómo los grandes bancos manipulaban en su provecho un indicador que, en palabras de The Economist, «determina en todo el mundo el tipo de interés que los particulares y las empresas pagan por los préstamos, o reciben por sus ahorros», lo que no solo afecta a las grandes transacciones entre los bancos, sino incluso a nuestras hipotecas y a nuestras tarjetas de crédito. Este, que ha sido sin duda uno de los mayores fraudes financieros de la historia, y que movió a Stiglitz a sostener que «lo primero es meter a unos cuantos banqueros en la cárcel», causó algún escándalo en Gran Bretaña, pero ninguno en los Estados Unidos, pese a que algunos de sus grandes bancos, como JPMorgan Chase o Citigroup, estaban implicados en este «escándalo de todos los escándalos de Wall Street». Lo peor del caso es que parece ser que las instituciones encargadas de regular la actividad financiera sabían lo que ocurría. Como ha escrito Matt Taibbi, el gran misterio de la política norteamericana en el curso de las dos últimas administraciones presidenciales (una de cada partido) es «por qué no ha habido ninguna investigación federal seria de Wall Street en un período que parece haber sido de una corrupción épica».
Ante la persistencia de los viejos abusos, Alexander Arapoglou, profesor de la Universidad de North Carolina y experto en el tráfico de derivados, advertía acerca de la amenaza de una nueva crisis, que podía producirse como consecuencia del crecimiento incontrolado del shadow banking, de una «banca en la sombra» que en la actualidad, de acuerdo con la Reserva federal de Nueva York, maneja recursos por valor de 15 billones de dólares, lo que la convierte en «demasiado grande para caer», en una situación agravada por el hecho de que los bancos siguen especulando en negocios de riesgo: «A los banqueros se les sigue pagando en función de los resultados, y hay mucho a ganar con una apuesta arriesgada que tenga éxito, y muy poco a perder con una apuesta fallida, sobre todo si el contribuyente está ahí para cargar con ella».
Para el conjunto de la producción la recuperación de la economía norteamericana pudo darse como asegurada en el último trimestre de 2011. Una gran noticia, diría Robert Reich, pero con un aspecto inquietante, porque «aunque el país produce hoy más bienes y servicios que antes de la crisis que se inició en 2007, se están haciendo con seis millones de trabajadores menos». ¿Qué hacer con estos seis millones que quedan al margen del proceso productivo? ¿Cómo va a repercutir esto en los niveles de vida de las clases medias y populares? «Millones de trabajadores se han visto desconectados de la fuerza de trabajo, y posiblemente de la sociedad», sostienen Dean Baker y Kevin Hassett. El problema del paro, por otra parte, se ha convertido en una amenaza universal. La Organización Internacional del Trabajo ha dicho en un comunicado de 29 de abril de 2012 que «aunque los signos de crecimiento económico han recomenzado en algunas regiones, la situación global de la ocupación no muestra signos de recuperación en un futuro inmediato».
Es, diría David Ruccio, como si se tratase de economías diferentes: la de quienes sacan provecho del crecimiento de la producción, de los beneficios y de las cotizaciones de bolsa, frente a la del descenso de ingresos de la clase media[2] y, más allá, la de quienes experimentan el paro, la pobreza, los desahucios y las deudas. En septiembre de 2012 se daba la coincidencia de unas noticias poco favorables sobre el crecimiento del empleo y sobre los beneficios de las grandes empresas, que se preveía que iban a disminuir por primera vez desde el inicio de la crisis, y de una subida espectacular de la bolsa, que alcanzaría las cotizaciones más elevadas desde el año 2007. Ante el temor que producían estas contradicciones, la respuesta de la Reserva federal fue anunciar una nueva inyección de dinero a la economía, que había de durar «hasta que el mercado del trabajo mejore substancialmente», lo que representa un cambio radical respecto de cuarenta años de política en que el objetivo central era la lucha contra la inflación.
Según cálculos de la oficina del censo había en 2011 49,7 millones de norteamericanos (aproximadamente uno de cada seis) que vivían por debajo del límite de la pobreza. Lo cual no se debía tan solo a los efectos de la crisis de 2008, porque las cifras revelaban que el empobrecimiento había comenzado con anterioridad, como consecuencia, en buena medida, «de una campaña de movilización de los empresarios para reducir los costes del trabajo, debilitando a los sindicatos, y modificando las políticas públicas que protegían a unos y otros».
Los medios de comunicación publicaban en 2012 cifras optimistas acerca de los puestos de trabajo recuperados, pasando por alto que la disminución del paro tenía que ver también con el abandono de la búsqueda de una ocupación legal y el paso a una economía sumergida de subsistencia. Y callando que, en todo caso, esta recuperación no bastaba para producir la necesaria demanda de bienes de consumo, cuya producción representa un 70 por ciento de la actividad económica de los Estados Unidos. Como dijo Robert Reich en junio de 2012, «las grandes empresas están sentadas sobre un gran montón de dinero; pero no lo invertirán en crear nuevos puestos de trabajo, porque los consumidores norteamericanos no están comprando lo suficiente».
Un panorama que ensombrecía aún más un informe del Fondo Monetario Internacional que rebajaba en julio de 2012 las perspectivas del crecimiento norteamericano, y mundial, en los años 2012 y 2013, acompañado a fines de septiembre por nuevas previsiones de que habría que recortar también estas primeras estimaciones pesimistas.
Los puestos de trabajo que iban apareciendo eran en su inmensa mayoría de baja calificación, de duración insegura y escaso sueldo, lo cual valía sobre todo para los jóvenes entre 16 y 29 años, de los que casi la mitad no tenían trabajo. Una situación coherente con el hecho de que los Estados Unidos es el país desarrollado con una mayor proporción de trabajadores con bajo salario (que alcanzan a un cuarto del total, una proporción mayor que la media de la OECD) y que cuentan con escasos derechos y protecciones, como consecuencia, entre otras razones, de su baja sindicación.[3] La inseguridad del empleo (se calcula que un 30 por ciento de los trabajadores tiene ocupaciones «contingentes») crea una auténtica angustia entre los que tienen trabajo, en especial entre los hombres de mediana edad, con escasas probabilidades de conservarlo. Lo que se está creando, dice Steven Wishnia, es un nuevo «precariado» sin red social de protección.
Como dice Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton: «la mayor parte de las ganancias de la revolución de la productividad van a parar a los propietarios del capital, mientras los trabajadores normales están o parados o subempleados, o reciben sueldos y beneficios cuyo valor real no hace más que bajar (...). Cada vez resulta más evidente que el mundo pertenece a quienes reciben las ganancias del capital».[4]
La situación la resumía Henry Blodget en estos términos: 1) los beneficios empresariales han llegado a un máximo histórico; 2) hay menos norteamericanos trabajando que en ningún otro tiempo en las tres últimas décadas y 3) el porcentaje que los salarios representan del total de la economía ha llegado a un mínimo histórico.
Richard D. Wolff, profesor emérito de Economía de la Universidad de Massachusetts en Amherst, denunciaba el 7 de marzo de 2012 que las noticias acerca de la recuperación de la economía eran falaces, puesto que no había una mejora general de las condiciones económicas. «Recuperación, en esta economía capitalista, se refiere a los beneficios, no a la gente». A lo que Joseph Stiglitz añadía que la situación de los Estados Unidos distaba mucho de ser satisfactoria, si la medíamos en términos de los niveles de vida de la mayoría de la gente. La Reserva Federal calculaba que la riqueza de una familia media norteamericana había disminuido en un 38,8 por ciento entre 2007 y 2010, mientras sus ingresos lo habían hecho en un 7,7 por ciento.
Lo que se podía comprobar en la realidad era que el proceso a largo plazo que conducía al empobrecimiento de la mayoría y al enriquecimiento del «1 por ciento» no solo proseguía, sino que se había acentuado como consecuencia de la crisis. Lo confirmaban los nuevos datos que en septiembre de 2012 proporcionaba la oficina del censo sobre los ingresos de los hogares norteamericanos, al igual que las evaluaciones de Forbes, publicadas en los mismos días, que mostraban que «el valor neto» de los 400 norteamericanos más ricos había aumentado en un 13 por ciento. Como dice Robert Wittner, «en las últimas décadas, la tendencia de los poderosos a enriquecerse a costa del resto de la sociedad ha sido cada vez más int...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Introducción
  4. 1. La crisis social de comienzos del siglo XXI
  5. 2. Las consecuencias globales de la crisis: un mundo de pobreza y conflicto
  6. 3. Las perspectivas de la paz y de la guerra
  7. 4. ¿Crisis del capitalismo?
  8. Notas bibliográficas
  9. Notas
  10. Créditos