De la honda a los drones
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La guerra como motor de la historia

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De la honda a los drones

La guerra como motor de la historia

Descripción del libro

La guerra ha acompañado y lamentablemente continúa acompañando al hombre desde la más remota antigüedad. Por ello monopolizó la labor de los historiadores griegos y romanos y hoy los grandes historias occidentales la consideran el objeto de atención precedente. Este libro singular es el primer compendio de la historia de la guerra publicada hasta el momento en España.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788494212932
ISBN del libro electrónico
9788494212963
Categoría
Historia

1

LA VIOLENCIA EN LA PREHISTORIA: ¿EL BUEN SALVAJE?
Nuestros antepasados de hace un millón de años ya eran violentos. Lo eran, obviamente y ante todo, con los animales para poderlos cazar y comer. Pero también lo fueron contra otros grupos de homínidos con los que competían por unos recursos muy escasos. Su posterior evolución no ha hecho más que dejar una constancia creciente de la presencia de la violencia en su vida. Ante ello se han planteado preguntas que aún están por resolver y que siguen siendo meditadas por arqueólogos, antropólogos y psicólogos. ¿Es el hombre un ser genéticamente violento, o es un comportamiento adquirido?, ¿la violencia está en nuestro cerebro o es fruto del ambiente y la experiencia?, ¿qué relación hay entre progreso histórico y violencia?, son preguntas que hoy siguen abiertas y que probablemente es imposible responder tajantemente. Lo que es indudable, hoy en día, es que la imagen idílica de un mundo paleolítico pacífico, en donde no había disputas ni tensiones —comunismo primitivo—, en armonía con la naturaleza y que, poco menos, nadaba en la abundancia, ha caído de la mente de los estudiosos del periodo, arrastrada por las masivas evidencias arqueológicas y por los estudios antropológicos. No existió nunca el «buen salvaje», ese invento de la Ilustración que es, simplemente, la añoranza de una paz y una armonía que nunca existió.
Sin pretender contestar a las preguntas expuestas, hay un elemento que ayuda a explicar el comportamiento violento de nuestros ancestros. Su medio de subsistencia básico era la caza, un medio agresivo y violento en sí, y es razonable pensar que ante la ocasional falta de recursos de un grupo se actuase, en disputa de los bienes escasos, al igual que hacían y hacen el resto de animales, contra los bienes y recursos de otros grupos extendiendo la violencia hacia los otros hombres. Igualmente la defensa ante los posibles depredadores, u otros grupos agresivos, obligaba al empleo de la violencia. De esta manera, la protección de los integrantes del grupo y la obtención de recursos, siempre limitados, aparecen como las causas primigenias de la violencia dirigida contra los congéneres.
Para vergüenza de nuestra especie, hay registros arqueológicos que atestiguan rotundamente, desde tiempos muy lejanos, la muerte violenta de seres humanos a manos de sus prójimos. En Trinil, Java, se han encontrado restos de siete homo erectus muertos violentamente datados hace 450.000 años, y en Chucutien, cerca de Pekín, en un yacimiento correspondiente a hace 400.000 años, los despojos de cadáveres muertos con violencia se elevan a cuarenta. Cierto que también hay restos que evidencian un comportamiento compasivo, como los encontrados recientemente en Atapuerca, pero estos son muy escasos o, al menos, mucho más difícil de hallar. Lo cierto es que a medida que avanzamos en el tiempo las huellas violentas abundan cada vez más, siendo innegables los testimonios arqueológicos de asesinatos en masa, torturas, sacrificios humanos y canibalismo, prácticas salvajes de las que ni se libraban los niños, y que se daban, incluso, en épocas de muy baja presión demográfica, lo que hace aún más extraños e incomprensibles estos comportamientos tan crueles. La única variación reside en la forma de asesinar; durante las etapas más antiguas las armas empleadas eran las contundentes, más tarde las punzantes y, por último, en periodos más modernos, las arrojadizas. De todas formas es de suponer que los comportamientos agresivos hacia otros grupos se limitasen al máximo, ante la constatación de que la pérdida de miembros del grupo en edad de procrear o de cazar, suponía una importante quiebra en el precario equilibrio ecológico del grupo que le podía llevar, incluso, a su extinción.
Con el paso de los años, en el Paleolítico Superior, el nivel demográfico se fue asegurando y comenzó a aparecer, posiblemente, un cierto concepto de territorialidad o, lo que es lo mismo, a identificar al territorio de caza y de obtención de alimentos como algo propio del grupo. Esto supuso comenzar a defenderlo de incursiones de grupos ajenos al mismo, por lo que debió ser común un estado de hostilidad constante con los vecinos en defensa de sus bienes, que ocasionalmente acabarían en escaramuzas. Sin duda, la defensa del territorio sirvió para cohesionar más a los grupos entre sí, y en torno a sus cazadores que se trasmutaban ocasionalmente en guerreros, con lo que se reforzó su papel de liderazgo y prestigio, contribuyendo a iniciar cierta jerarquización de la sociedad. En caso de hostilidad más abierta, de disputa por caza, alimentos, agua o mujeres, o de simple venganza, los enfrentamientos estarían regidos por el principio instintivo de ahorrar vidas propias al máximo, por lo que se planearían acciones guerreras basadas, al igual que en la caza, en la sorpresa, la emboscada y la astucia, para tratar en todo momento de combatir en superioridad y de matar sin riesgo. En este tipo de combates, las razias o saqueos de campamentos eran muy frecuentes. Cuando el efecto sorpresa desaparecía, solo quedaba la fuerza física y el valor personal en la lucha cuerpo a cuerpo. En estos enfrentamientos todos los hombres cazadores intervendrían en los combates, llevando su cuerpo y rostro embadurnado con las pinturas de caza, aquellas que le permitían identificarse con la presa y adquirir protecciones mágicas, que ahora se convertían en pinturas de guerra. Posiblemente había nacido el primer uniforme o distintivo militar, al mismo tiempo que el enfrentamiento con los animales había evolucionado también en combate con otros hombres.
Es precisamente en el Paleolítico Superior cuando se inventan los propulsores de proyectiles o de flechas, complementarios del armamento más tradicional de hachas y lanzas, y que permitían un mayor alcance y precisión que los que eran lanzados solo con el brazo, lo que permitió nuevas estrategias de caza y, por tanto, de lucha. Poco tiempo después, hace 20.000 o 15.000 años, en los albores ya del Neolítico, se construyeron los primeros arcos, quizás la primera máquina construida por el hombre y una de las armas decisivas de la humanidad, que permitió mecanizar la caza y la agresividad y que, también, tuvo una posterior aplicación en la música ante el ruido producido por las vibraciones de las cuerdas. Su descubrimiento fue, seguramente, fruto del azar y la observación, al comprobar cómo la conjunción de una cuerda de material textil unida a una madera fina, lisa y flexible (el arco), podía impulsar otra madera fina a cierta distancia (la flecha). Con el arco llegaba la muerte silenciosa y a distancia, dificultando que las presas se percatasen de la presencia de sus cazadores. Por supuesto a más arqueros más posibilidades existían de atacar o rechazar con éxito una disputa con otra tribu por un terreno de caza. También, en esta época, se idearon los bastones arrojadizos, las hondas, o los ingeniosos boomerangs. Todos ellos requería mucha mayor destreza y entrenamiento que el hasta ahora rudimentario hábito de lanzar piedras y palos o golpear con mazas y hachas. El arco, a su vez, estimuló la fabricación de primitivos escudos de piel y madera para protegerse de los nuevos lanzamientos de objetos punzantes y contundentes, lo que desarrolló a su vez técnicas de trabajo de la madera y de la piel. No solo eso, el nuevo invento también se aplicó a los primeros instrumentos de rotación, taladros, la música y permitieron las primeras reflexiones de dinámica al observar la trayectoria de las flechas. La elaboración de toda esta colección de nuevos instrumentos, hizo que las habilidades manuales se fuesen desarrollando progresivamente, lo que sirvió para hacer cada vez más y mejores herramientas de todo tipo, fuesen para fines violentos o pacíficos.
Pero a pesar de estos nuevos inventos, la violencia, cuantitativamente hablando, estaba limitada por el bajo nivel demográfico de la sociedad y por su dispersión, así como por una falta de capacidad productiva de los alimentos que impedía las actividades guerreras continuadas. Se comía poco, se vivía poco y se mataba poco. Pero por suerte o por desgracia este panorama estaba a punto de cambiar.

¿NÓMADAS AGRESIVOS Y SEDENTARIOS PACÍFICOS? HONDAS Y ARCOS

Sobre el Neolítico también hay muchos tópicos. Tradicionalmente se ha supuesto que, dado su sedentarismo y su predominante dedicación a la agricultura y a la ganadería, eran sociedades pacíficas y solidarias y que, en todo caso, la violencia que sufrían era la protagonizada por asaltos de las tribus nómadas que se dedicaban, sobre todo, al pastoreo itinerante. Según esta edulcorada visión, las comunidades neolíticas europeas y del Próximo Oriente eran casi un remanso de paz, que fueron violadas por unas invasiones que, como siempre, venían de fuera, en concreto del peligroso Este, en este caso de manos de los pueblos indoeuropeos, que saqueaban sin piedad. Pero los abundantes restos arqueológicos encontrados, por ejemplo en Talheim (Alemania) en donde se descubrieron los despojos masacrados de 18 adultos y 16 niños datados en el 5000 a. C., que testifican que tanto las víctimas como los verdugos pertenecían a la misma cultura agrícola, desmienten esta supuesta armonía neolítica entre sus diferentes tribus. Aunque tampoco sabemos realmente los motivos de esta violencia, se puede afirmar rotundamente que en el Neolítico también se dieron las masacres, el canibalismo, el sacrificio de niños impedidos y las torturas.
Es cierto que la agricultura aportó más alimentos y, por ello, estimuló también la ambición de los hombres para acapararla, ya fuera por supervivencia o mera ambición. Las ganas de poseer esa riqueza, sea propia o ajena, se convirtió en el estímulo básico del espíritu bélico y de la violencia que, organizada, devino en guerra. Se ambicionaba los excedentes alimentarios del vecino, la comida almacenada, el ganado si lo había, las mujeres para procrear, o los simples cuerpos para comérselos si faltaban desesperadamente los nutrientes. No hay que olvidar que se aumentó la capacidad de producción de alimentos al domesticar animales y plantas, y con ello se incrementó la población; pero ello suponía que se debían cubrir mayores necesidades alimenticias, muchas veces de modo urgente ante cualquier contratiempo natural que podía desatar una hambruna mucho más grave que en el pasado, al afectar a grupos de miles de personas. También se luchaba por el acceso al agua y luego, más adelante ya con el desarrollo de la metalurgia, por el control de algún yacimiento mineral y de enclaves comerciales.
El progresivo sedentarismo contribuyó a fijar, aún más, el concepto de frontera, y la identificación de la tribu con su territorio, con lo que los enfrentamientos entre pueblos vecinos fueron cada vez más normales en épocas de presión demográfica o de escasez de alimentos, comenzándose a producir en cursos de ríos o pasos montañosos que actuaban como incipientes fronteras. El arte levantino, en donde se representan verdaderas batallas de arqueros, con múltiples heridos y ejecutados incluidos, no deja lugar a duda sobre la frecuencia de estas luchas. A medida que avanza el Neolítico, los registros arqueológicos con evidencias de violencia también aumentan, lo que indica que también aumentaron los enfrentamientos, posiblemente por el incremento de la población y por la disputa de los terrenos más llanos, regados y fértiles. Los restos humanos con flechas clavadas se cuentan por centenares en toda Europa, lo mismo que otros cadáveres muertos por cuchilladas, lanzadas, o por golpes de hachas y porras. A los que se rendían no se les hacía prisioneros pues no era rentable mantenerlos con vida (salvo excepciones) y, simplemente, se les ejecutaba.
Evidentemente, durante este periodo no existían los ejércitos como hoy los entendemos. Eran hordas de guerreros los que luchaban ocasionalmente por objetivos concretos, pero cuando había una invasión no se protagonizaba únicamente por estos, sino por parte de toda la población que se desplaza buscando territorios más fértiles o simplemente alimentos, generando una oleada étnica: era un pueblo en marcha que, si eran numerosos, podían arrasar con todo lo que tuvieran por delante.
Aparte de la emboscada y la sorpresa (lo mismo que se practicaba en la caza de animales) no había otra táctica, y una vez entablado el combate todo se reducía a la lucha directa en donde lo único que contaba era la superioridad numérica, el valor y la destreza personal. Cuando la sorpresa lo permitía, en razias u operaciones de castigo, solían emplear el fuego, sin duda el arma más temible. Desde hacía milenios estaban familiarizados con él, siendo imprescindible en su vida cotidiana, no solo para cocinar, defenderse, pulir pieles y maderas o endurecer puntas, sino también para quemar los bosques que más tarde roturarían para el cultivo (no olvidemos que la quema de bosques, un atentado ecológico de consecuencias desastrosas visto hoy en día, permitió la puesta en cultivo de las porciones de tierra necesarias para el alimento de nuestros antepasados), por lo que no les resultaba nada complicado emplearlo para quemar poblados y cosechas de sus posibles enemigos. Este uso frecuente ha quedado incuestionablemente testificado en los restos de los poblados que fueron sometidos a asedios y asaltos.
A medida que la violencia se generalizó y se hizo más masiva se fue convirtiendo en guerra. De esporádicos asaltos de saqueo, de razias, se pasó a expediciones más planificadas como las que en la Edad Media harían los vikingos. Pero a más violencia más muerte y eso significó que, por una parte, había que calcular riesgos y beneficios antes de acudir a una confrontación bélica. Había que estudiar cómo atacar, con qué fin, dónde y cómo, calcular las fuerzas propias y las enemigas, la capacidad de represalia por parte del adversario, el estudio de las armas respectivas, etc... Aparecieron en fin, la estrategia y las tácticas militares o, lo que es lo mismo, la planificación de las operaciones militares para tratar de afrontar la guerra con garantía de salir victorioso.
La forma de luchar de los hombres del Neolítico respecto a los del Paleolítico solo varió en que la profusión de arcos y de hondas permitía, durante un corto periodo de tiempo, mantener un combate a distancia. Esta última arma, precisamente, fue la más revolucionaria que apareció en este periodo. Era más letal y de mayor alcance y precisión que los arcos primitivos, pudiendo las piedras lanzadas por ella romper fácilmente un cráneo o un miembro, siendo de inmediata aplicación a la caza y a la guerra. En cuanto al origen solo podemos aventurar que, lo mismo que el arco, fue el juego y la experimentación lo que permitió descubrir las posibilidades mortales de la fuerza centrífuga. Asombra su sencillez de funcionamiento y lo letal que puede ser en manos expertas, al ser fruto únicamente de la combinación de elementos tan simples como piedras de pequeño tamaño, cuerdas y un trozo de piel donde colocar la piedra a ser lanzada, elementos que estaban al alcance de cualquiera. Solo hacía falta entrenamiento y enseguida se convirtió en el arma preferida de los pastores, pues tenían mucho tiempo para practicar y les permitía ahuyentar a las alimañas con facilidad. Más barata no podía ser y enseguida se vio su aplicación contra los enemigos. La famosa historia bíblica de David y Goliat evidencia la importancia de esta arma y su presencia en todo el mundo antiguo e incluso en la misma Edad Media. Sin embargo su época dorada sería en la Antigüedad, como nos han dejado escrito los clásicos, al ser profusamente utilizada por parte de unidades militares especializadas compuestas de baleáricos, persas, rodios, etc. que llegaron a fabricar proyectiles de plomo, sobre los que incluso labraban letras, firmas o «dedicatorias» a sus enemigos, lo mismo que hacían los aviadores de la II Guerra Mundial con sus bombas. Su importancia radicaba, como hemos dicho, en que la honda podía tener un alcance superior a los arcos, con una efectividad entre 200 y 300 metros, pudiendo matar al enemigo si se le alcanzaba en la cabeza, o de fracturar cualquier otro hueso. Además al ir a mayor velocidad que las flechas y ser las piedras más pequeñas, el proyectil no se veía venir, siendo mucho más difícil esquivarlo o protegerse.
Pero cuando se agotaban las municiones arrojadizas o, simplemente, no eran suficientes para detener un ataque masivo, se llegaba irremisiblemente al cuerpo a cuerpo y entonces la lucha era igual que en la época anterior. En esas circunstancias se ponía de manifiesto dos hechos imponderables pero terriblemente presentes: las capacidades físicas del combatiente (fuerza, habilidad, constitución, entrenamiento...) y la actitud ante el choque violento o, lo que es lo mismo, los conceptos de valentía y cobardía que surgían ante el combate y el consiguiente riesgo a morir. Efectivamente, enseguida se comprobó que la suerte de un combate podía decidirse, en gran parte, dependiendo de la fuerza, de la destreza, pero también de la actitud del guerrero. La primera dependía de las aptitudes naturales en buena medida, y no de la voluntad del combatiente, pero la segunda sí. Una postura más arrojada y decidida, más desafiante ante el peligro (valentía), que incluía gritos, gestos, indumentaria, etc. podía disuadir al enemigo de la lucha y hacerle huir o viceversa. De este modo la motivación frente al combate se descubrió como un elemento decisivo para la suerte del mismo y, obviamente, surgió la pregunta de cómo motivar al guerrero, cómo hacerle más valiente y desafiar con más determinación, o inconsciencia, a la muerte.
Así aparecieron, casi de modo automático, mecanismos de recompensa ante el valor tanto materiales como morales (botín de guerra, rangos de mando, honores militares...) cohesionados por las creencias religiosas y, obviamente, mecanismos opuestos de castigo por cobardía que podían ir desde la expulsión, la humillación pública o la misma muerte. Con ello comenzaba a aparecer un sistema de valores propio de los ejércitos, el llamado espíritu de cuerpo destinado a cohesionar con potentes lazos a los guerreros. Por eso, antes de partir al combate, estos primitivos soldados debían excitar su valor personal mediante danzas, cánticos y rituales mágicos derivados directamente de la caza. En estos preparativos los golpes rítmicos y sincopados sobre troncos, piedras o primitivos tambores, tenían un papel fundamental, pues lograban que todos los cazadores o guerreros se moviesen al unísono logrando incrementar el sentido de cohesión y de colectividad, diluyéndose la identidad individual en otra más poderosa, impersonal e irracional: la colectiva. Estos movimientos repetitivos estaban anunciando la importancia de la psicología de masas, de las instrucciones de orden cerrado de la modernidad, y de su importancia para enardecerse ante los inminentes encuentros violento...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Cita
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. Introducción
  7. Capitulo 1. La violencia en la Prehistoria: ¿el buen salvaje?
  8. Capitulo 2. El estímulo guerrero en Mesopotamia y Próximo Oriente
  9. Capitulo 3. Disciplina, motivación e ingeniería: Grecia y Roma
  10. Capitulo 4. La violencia medieval: hierro, caballos, castillos y fanatismo
  11. Capitulo 5. El salto científico y tecnológico de la guerra
  12. Capitulo 6. Ejército, industria y cultura
  13. Capitulo 7. La guerra total
  14. Capitulo 8. La Guerra Fría y la carrera de armamentos
  15. Capitulo 9. Las guerras actuales: ¿quién es el enemigo?
  16. Bibliografía
  17. Créditos