Un universo de la nada
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Un universo de la nada

El origen sin creador

Krauss, Lawrence, Belza, Cecilia

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Un universo de la nada

El origen sin creador

Krauss, Lawrence, Belza, Cecilia

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Información del libro

Según Richard Dawkings, este libro es a la física lo que El origen de las especies a la biología. Explica de forma sencilla y apasionada los complejos mecanismos por los que surgió un universo a partir de la nada (con todo lo que ello conlleva) y la importancia de esa nada (la llamada materia oscura) en el universo que hoy habitamos.

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Información

Año
2021
ISBN
9788494339257

1

UN RELATO DE MISTERIO CÓSMICO: EL PRINCIPIO

El Misterio Inicial que aguarda en todo viaje es: para empezar, ¿cómo llegó el viajero a su punto de partida?
LOUISE BOGAN, Journey Around My Room
Era una noche oscura y tormentosa...
A comienzos de 1916, Albert Einstein acababa de completar el mayor logro de su vida: un intenso esfuerzo intelectual, de un decenio de duración, por deducir una nueva teoría de la gravedad que él denominó «teoría general de la relatividad». En realidad, no se trataba únicamente de una nueva teoría de la gravedad, sino que era también una teoría nueva sobre el espacio y el tiempo. Y fue la primera teoría científica que pudo explicar no tan solo cómo se mueven los objetos en el universo, sino también cómo podría evolucionar el universo en sí.
Sin embargo, había una pega. Cuando Einstein empezó a aplicar la teoría para describir el universo en su conjunto, constató que no describía el universo en el que parecíamos vivir.
En la actualidad, casi cien años después, resulta difícil apreciar en todo su alcance hasta qué punto nuestra imagen del universo se ha transformado en el transcurso de la vida de una sola persona. En 1917, en lo que respectaba a la comunidad científica, el universo era estático y eterno, y constaba de una única galaxia: nuestra Vía Láctea, rodeada por un vasto espacio vacío, oscuro e infinito. A fin de cuentas, es lo que uno concluiría al levantar la vista hacia el cielo nocturno o mirarlo con un telescopio pequeño; y en aquel tiempo, apenas había razones para sospechar otra cosa.
En la teoría de Einstein —‌como en la concepción gravitatoria previa, la de Newton—, la gravedad es una fuerza de pura atracción entre todos los objetos. Esto significa que resulta imposible tener en el espacio un conjunto de masas en reposo perpetuo: su atracción gravitatoria mutua terminará provocando que colapsen hacia el interior, en manifiesta contradicción con la apariencia estática del universo.
El hecho de que la relatividad general de Einstein pareciera incoherente con la concepción coetánea del universo representó para él un golpe mayor de lo que uno podría pensar, por razones que me servirán para desmentir un mito que siempre me ha molestado sobre Einstein y la relatividad general. Es habitual suponer que Einstein trabajó durante muchos años en una sala cerrada, en aislamiento, sin recurrir más que a la pura razón y el pensamiento, hasta que se le ocurrió su hermosa teoría, con independencia de la realidad (¡quizá como sucede en la actualidad con algunas teorías de cuerdas!). Ahora bien, nada podría estar más lejos de la verdad.
Einstein siempre se guió en gran medida por experimentos y observaciones. Aunque realizó numerosos «experimentos mentales» y su empeño le ocupó más de un decenio, en el proceso hubo de aprender matemáticas innovadoras y seguir muchas pistas teóricas falsas antes de poder formular, por fin, una teoría que en efecto poseía belleza matemática. Y aun así, el momento específico más importante, a la hora de consolidar su relación de amor con la relatividad general, tuvo que ver con la observación. Así, durante las últimas semanas de frenética culminación de su teoría —‌en competencia con el matemático alemán David Hilbert—, usó sus ecuaciones para calcular la predicción de lo que, de otro modo, podría parecer un resultado astrofísico extraño: una ligera precesión en el perihelio (punto de mayor aproximación) de la órbita de Mercurio en torno al Sol.
Hacía ya tiempo que los astrónomos habían observado que la órbita de Mercurio difería ligeramente de la que predijera Newton. Así, en lugar de trazar una elipse perfecta que vuelva sobre sí misma, la órbita de Mercurio experimenta una precesión (es decir: tras completar una órbita, el planeta no regresa con exactitud al mismo punto, sino que la orientación de la elipse cambia ligeramente a cada paso, de forma que va dibujando un recorrido espiraloide) de una magnitud increíblemente pequeña: 43 segundos de arco (aproximadamente una centésima de grado) por siglo.
En cambio, cuando Einstein calculó la órbita de acuerdo con su teoría de la relatividad general, obtuvo la cifra exacta. Según la valoración de un biógrafo de Einstein, Abraham Pais: «A mi entender, este descubrimiento supuso la experiencia emocional más poderosa —‌con mucho— de toda la vida científica de Einstein; quizá incluso de toda su vida». Einstein afirmó haber sufrido palpitaciones, como si «algo se hubiera roto» en su interior. Un mes más tarde, cuando, al describir la teoría a un amigo, mencionaba su «belleza incomparable», manifestaba a todas luces el placer que le producía su forma matemática; pero no hubo constancia de palpitaciones.
Sin embargo, esta aparente incoherencia entre la relatividad general y la observación, con respecto a la posibilidad de un universo estático, no duró mucho tiempo. (Aun así, hizo que Einstein introdujera una modificación a su teoría, que él mismo calificó más tarde como su mayor torpeza. Pero volveremos sobre esto más adelante.) Hoy es bien sabido por todos —‌con la excepción de algunos consejos escolares de Estados Unidos— que el universo no es estático, sino que está expandiéndose; y que esta expansión se inició en un Big Bang, una «Gran Explosión» increíblemente caliente y densa que tuvo lugar hace unos 13,72 miles de millones de años. Y lo que es igual de importante: sabemos que nuestra galaxia es solo una más del total de galaxias del universo observable, que quizá ascienda a los 400.000 millones. Somos como los primeros cartógrafos de la Tierra, pues solo ahora estamos empezando a tener mapas que en verdad recojan toda la extensión del universo. Apenas es de extrañar, por lo tanto, que en las décadas recientes nuestra imagen del universo haya experimentado cambios revolucionarios.
El descubrimiento de que el universo no es estático, sino que está en expansión, tiene una profunda significación filosófica y religiosa porque parece indicar que nuestro universo tuvo un principio. Un principio implica creación, y la creación despierta emociones. Aunque la confirmación empírica independiente de la noción de un Big Bang no se produjo hasta varias décadas después de que, en 1929, se descubriera que el universo está en expansión, en 1951 el papa Pío XII todavía la ensalzaba como una demostración del Génesis. En sus palabras:
Parecería que la ciencia contemporánea, con un salto al pasado, por encima de los siglos, hubiera logrado atestiguar el augusto instante del Fiat Lux [«Hágase la luz»] primordial, cuando, junto con la materia, brotó de la nada un mar de luz y radiación, y los elementos se dividieron y revolvieron para formar millones de galaxias. Así, con el carácter concreto que caracteriza las pruebas materiales, [la ciencia] ha confirmado la contingencia del universo, así como una deducción bien fundamentada sobre la época en la que el mundo surgió de manos del Creador. Es decir: existió una creación. Y a esto decimos: «Por lo tanto, existe un Creador. Por lo tanto, ¡Dios existe!».
El conjunto de la historia, en realidad, es un poco más interesante. De hecho, la primera persona que propuso un Big Bang fue un sacerdote y físico belga llamado Georges Lemaître. Lemaître poseía una notable combinación de conocimientos. Empezó estudiando ingeniería, fue un artillero condecorado en la primera guerra mundial, y luego se pasó a las matemáticas al mismo tiempo que estudiaba para el sacerdocio, en los primeros años veinte. Después pasó a la cosmología; primero estudió con el famoso astrofísico británico sir Arthur Stanley Eddington, luego se trasladó a Harvard y, a la postre, completó un segundo doctorado, en Física, en el MIT.
En 1927, antes de recibir su segundo título de doctor, Lemaître había logrado resolver las ecuaciones de Einstein sobre la relatividad general y demostró que la teoría predice que el universo no es estático y sugiere, de hecho, que vivimos en un universo en expansión. Esta idea se antojaba tan extravagante que el propio Einstein replicó con el siguiente comentario pintoresco: «Emplea usted una matemática correcta, pero su física es abominable».
Sin embargo, Lemaître continuó adelante y, en 1930, propuso una nueva idea: que nuestro universo en expansión, de hecho, comenzó como un punto infinitesimal, que él denominó «átomo primigenio»; y que este principio representaba —‌quizá como alusión al Génesis— un «día sin ayer».
Así, el Big Bang que el papa Pío XII ensalzara había sido propuesto en primer lugar por un sacerdote. Cabría haber imaginado que Lemaître sentiría gozo por la validación papal, pero en realidad él ya había reflexionado sobre la idea de que su teoría científica tenía consecuencias teológicas, la había descartado y, al final, eliminó un párrafo del borrador de su artículo de 1931 sobre el Big Bang, donde comentaba esta cuestión.
Lemaître, de hecho, expresó más adelante sus objeciones a la afirmación papal de 1951 según la cual el Big Bang era una prueba del Génesis (en buena medida, porque comprendía que si, con el tiempo, se demostraba que su teoría era incorrecta, ello podría perjudicar la defensa católico-romana del Génesis). En aquellas fechas, había sido elegido miembro de la Academia Pontificia de la Santa Sede, cuya presidencia llegó a ocupar un tiempo más tarde. En sus palabras: «Hasta donde puedo ver, esta clase de teoría es completamente ajena a toda cuestión metafísica o religiosa». El papa nunca volvió a mencionar el tema en público.
De aquí podemos extraer una lección valiosa. Como reconoció Lemaître, que el Big Bang ocurriera de veras o no es una cuestión científica, no teológica. Lo que es más: incluso si el Big Bang ocurrió en efecto —‌y en la actualidad, todos los datos respaldan esta idea de forma abrumadora—, cada cual podría interpretarlo de formas distintas según fueran sus preferencias metafísicas o religiosas. Así, cabe considerar que el Big Bang sugiere la existencia de un creador, si uno siente tal necesidad; e igualmente, cabe exponer que las matemáticas de la relatividad general explican la evolución del universo hasta su mismo principio sin la intervención de ninguna deidad. Pero estas conjeturas metafísicas son independientes de la validez física del propio Big Bang y carecen de relevancia a la hora de comprenderlo. Por descontado, a medida que vamos más allá de la mera existencia de un universo en expansión, con miras a comprender los principios físicos que pudieran explicar su origen, la ciencia puede arrojar más luz sobre estas conjeturas; y de hecho, como defenderé más adelante, lo hace.
Sea como fuere, ni Lemaître ni el papa convencieron al mundo científico de que el universo se estaba expandiendo. Como siempre en la buena ciencia, la prueba se obtuvo mediante observaciones cuidadosas, en este caso realizadas por Edwin Hubble. Hubble es de esas personas que no dejan de reforzar mi gran confianza en la humanidad, porque empezó siendo abogado... y luego se dedicó a la astronomía.
Hubble ya había logrado un adelanto notable en 1925, mediante el nuevo telescopio del Monte Wilson, el Hooker de 100 pulgadas. (A efectos de comparación, digamos que ahora estamos construyendo telescopios cuyo diámetro es más de diez veces superior, y la superficie, ¡cien veces más extensa!) Hasta aquel momento, con los telescopios entonces disponibles, los astrónomos podían distinguir imágenes borrosas de objetos que no eran simples estrellas de nuestras galaxias. Las llamaron «nebulosas», a tenor, precisamente, de lo nebuloso de l...

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