El libro de escribir
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El libro de escribir

Gabriela Bejerman

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Gabriela Bejerman

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Información del libro

"Gabriela invita a escribir, y escribe. En este libro de consignas no muestra "cómo se escribe" o "cómo escribió" sino que escribe, nos escribe, y escribimos con ella. Estas páginas invitan a la poesía, a la narrativa, al teatro, y pueden leerse también como un libro de poemas, de relatos, de piezas de un repertorio teatral. Nos proponen entrar en un juego, nos recuerdan que el juego es inseparable del aprendizaje, tanto de la construcción de la intimidad como de los vínculos con los otros. Uno juega a ser quien es, juega a ser otros, juega a ser un nosotros. Jugamos a hacernos y colocarnos un disfraz, nos disfrazamos incluso de nosotros mismos. El libro de escribir tiene algo de tejido, vital y antiguo, individual y colectivo como la actividad de tejer. Tiene algo de fiesta: vemos llegar los invitados; la escritura es la danza y también logra que nadie nos quite lo bailado. La expectativa: ¿qué va a pasar? Y mientras tanto está el disfrute de los preparativos, el espacio en que se crea el hechizo. Gabriela es la mejor anfitriona de la fiesta de la escritura: da lo mejor de sí y sus invitados vemos también nacer nuestra versión más feliz. Su literatura siempre vuelve a una escena de relato de viaje, un viaje que es una secuencia de encuentros sorprendentes, de pruebas que pueden ser difíciles, de soluciones laboriosas o mágicas, de sucesos en clave de relato maravilloso. Gabriela nos hace ver que son nuestros propios recuerdos, sueños, deseos, los que están en el corazón de esas escenas encantadas. 'Que nada detenga tu viaje', nos dice en un momento, y nos entrega este libro, brújula y bitácora para acompañarnos en la travesía" (Eduardo Muslip).

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Información

Editorial
Rosa Iceberg
Año
2021
ISBN
9789874795687
Edición
1
Categoría
Filología

Escrito en el cuerpo

Escrito en el cuerpo

Es un tatuaje. Es una cicatriz. Es un lugar que duele. Un lugar que no sentís.
Es un número. Son letras. Algo torcido. Una marca que no te pudiste borrar. Una ausencia palpable.
Es un lugar donde siempre te golpeás. Zona de roce.
Es un lugar intangible. Un agujero. Un promontorio.
Sobresale. Se esconde.
Es una historia escrita en la piel. O del lado de adentro, donde nadie ve.
Es el foco de tu placer. Es donde siempre vuelve a doler.
Qué historia llevás escrita. Dónde. Cómo se escribió. Cómo se lee. Cómo la vas a contar.
Somos el relato que de nosotros hacemos. En vez de repetir y creer, podés volver a cero. Hoy. Si nadie te conociera. Si estuvieras en un libro-país completamente extranjero: ¿qué historia contarías para dejarte escuchar por primera vez eso que en tu cuerpo parecía leerse solo de un modo, siempre igual?
Escrito en el cuerpo. Esta consigna es vérselas con un titular seco, cerrado. Podés obedecer lo que creés que deberías escribir. O podés elegir, preferir, mentir, seguir escondiéndote. Podés amasar una cosa a ciegas. Sacar del horno del templo del cuerpo una pieza entera y buscar dónde exponerla, qué frente mostrar, contra qué ventana recién descubierta iluminar por fin su materia, su color.

Ser tres

Elegí las tres partes de tu cuerpo que más te “toquen”.
Pensá posibles tríos como ser: tetas, rodillas, cuello. Espalda, cabeza, orejas. Pantorrillas, caderas, ombligo. Finalmente, elegí (vale faltar a las reglas, como siempre, claro, y hacer cinco, hacer dos…).
Definí cada una según la historia que tengan y cómo llegan hasta hoy.
Qué placeres y qué dolores de cabeza. Qué ganas de qué. Qué miedos. Qué alojan esas partes, qué secretos guardan, qué deseos aún no deseados del todo, o sí. Qué finales. Qué extremos. Qué torpezas. Qué temperatura. Qué se agarra ahí, qué se agarrota. Qué quieren decir juntas las tres.
Quién sos ahí. Por qué sos vos ahí, en cada una de esas tres partes. Qué le dicen al cuerpo entero. Qué te dicen a vos. Qué dicen de vos. ¿Alguien supo leerte las partes, o nadie nunca se enteró? ¿Quién sí, quién no? Qué cosas metiste en esas partes. ¿Qué cosas salieron de ahí, qué cosas salen todavía?
Cómo explicás cada una de esas partes. Inventá una ciencia que divulgue lo que adentro se guarda, lo que en la superficie se expone. ¿Qué te retiene ahí? ¿Por qué, para qué, desde cuándo?
Trinidad tuya, relacioná las partes para encontrar un cierre a tu texto o, lo que es lo mismo, una manera de salir. Para seguir andando.

Siete olores en mi vida

Para tomar las riendas de mí misma, hace tiempo ya, tomé un curso de yoga. Fueron tres años de entregarme al comando disciplinario de una sargenta llamada Yamila. Me vino bien, lo mío era el deseo. Había que domarlo. En el último encuentro, ella nos leyó algo, una suerte de premio o promesa. Unas cuantas palabras que me llevé para la vida. Sobre todo, la seguridad de que un dios en forma de viento vendría a acariciarme cuando anduviera yo medio perdida. Muchas veces volvió el airecito a recordarme la estrella dorada que llevo, llevamos, escondida bajo capas de vida en sociedad y de una mente calcinante.
A veces, el aire solo tiene olor a aire. Ahora vas a inhalar. Por la nariz irán viniendo recuerdos. A mí por ejemplo ahora me llegan: olor a tuco de abuela, a bolitas de pino aplastadas, a la arena con que limpiaban los pisos del colegio, Polyana Caprice, crema de caléndula, durazno maduro, florería, nardo, olor a pañal nuevo, a cuello de hijo pequeño, olor a remera de marido, espiral repelente, humo de leña, yerba recién abierta, olor a mañana limpia recién nacida.
Te propongo un texto compuesto por siete partes, cada una acerca de un olor. Quizá quieras también hablar sobre lo que es el olfato, tu relación con oler. Me acuerdo de una chica que lloró un montón leyendo un texto donde explicaba que tenía la nariz tapada hacía años. Cuánto tenía para escribir de su relación con respirar, con inhalar, y todo lo que tenía trabado, metido ahí. Quizá quieras centrarte solo en un olor, porque hay algo importante que se destapa, algo que huele tan fuerte que cubre lo demás. Si vas a incluir pensamientos, que no falten los relatitos. Qué historia tiene ese olor, cómo lo encontraste, cómo se despertó, qué te despertó.
No es fácil explicar en palabras un olor. Evitemos todo código publicitario, toda fórmula pre-cocida. Que suelten amarras las metáforas, que leer sea sentir directo eso. Que las palabras sean botones que activen la emoción concreta de un aroma sin nombre.

Bailar

¿Qué recuerdos tenés sobre bailar? ¿Un valsecito criollo en el escenario escolar palpitando cerca del chico de pecas más codiciado? ¿El primer lento mientras tus amigas indignadas ven el avance del abrazo que te hace conocer los arrabales del orgasmo? ¿El frenético ritmo de una coreo danza jazz de los ochenta con polainas y vinchas color fucsia? ¿O el espejo donde treinta compañeras realizan el paso de ballet ingrávido que quisieras amerite un aplauso para vos?
Bailar muy fumada un domingo a la tarde cerca del río con cincuenta amigos desconocidos hasta un rato antes, cuando la música empezó a fluir. El éxtasis imprime colores fascinantes sobre esta sensación de cuerpos enlazados, una única naturaleza tan generosa como tu corazón y todos, todos estos corazones.
¿Esperar que te saquen a bailar? ¿Sentir que bailar es como un beso? Una vez vi folclore fantasía, una chica con bombacha de acero pasaba entre sus piernas una sierra eléctrica y de su centro salían chispas explícitas. No había copa de vino que menguase el centelleo. Bailar tango, cumbia, cuarteto. Bailar el vals con papá en la fiesta de quince. Bailar como no pensar. Ver en Brasil la esencia del sacudón, tan chiquito, tan preciso. Querer aprender a estar adentro de ese vaivén facilísimo. Bailar en la cima del mundo: la torre de un parque de diversiones de los setentas reabierto tras décadas de clausura para esta fiesta en la que estás. Acá arriba salta tanta gente que no estás teniendo un buen flash, y sin soltura, ¿quién puede bailar? ¿Quién sos en ese pliegue sin miedo donde la música te modela? ¿Quién te quita lo bailado? ¿Cuál es tu próximo paso?

Andar

Andar en tren. Andar en bici. Andar en patines. Andar en monopatín. Andar en patas. Andar en esquíes. Andar en avión. Andar en auto. Andar en lancha. Remar en kayak. Andar desnuda por la montaña. Salir a correr. Caminar por senderos. Trepar un cerro.
¿Cuál es tu andar? ¿Cómo es ese presente en movimiento? ¿Cómo se activa el cuerpo ahí? ¿En qué lugar queda la cabeza?
Podés hacer notitas. A diario, andar y anotar. Dejar que el texto sea un espacio poroso, de puntos y aparte. O generar un texto que sea como andar, que vaya y siga. Quizá sin puntuación, toda una cascada de palabras que desbordan de la sintaxis que ajusta.
Escribir como moverse. Ese presente. Ese regalo de estar, en movimiento. Encontrar una manera de escribir tu andar. Andar en lo que más te guste, en lo que puedas, en la manera de andar que actives hoy, sí, hoy mismo. Y cuando salgas dejá que surjan preguntas o que se suelten, se licúen. Cuáles ideas, ganas de qué te aparecen andando, cuáles se evaporan en el calor corporal de ir, ir. Disolverse así. ¿Cómo sos después de un rato de andar? ¿En qué punto del recorrido estás? ¿Y si nunca dejaras de moverte?

Esta voz

Alguien me recomendó tomar clases de canto con aquella profesora. Fui a su departamento y esperé en el living. Los ventanales daban al Jardín Botánico. Podría fácilmente ubicar mi recuerdo en una fantasía de Río de Janeiro pero no, fue acá, en Buenos Aires. Todo era grande allí, los parlantes, los sillones, las ventanas, el tiempo de esperar, el espacio para mí, la importancia de la música. Todo era grande y yo, tan chiquita que me perdí. Aquello se confirmó con la charla que tuvimos. Seguramente la maestra de canto fue amable pero ya no puedo acceder a esa parte de mi memoria. Ella fue rigurosa, tajante. Si yo tomaba clases con ella, entraría en un compromiso tal que las clases me darían, o devolverían, mi propia voz. No pude. Dije que me parecía caro (lo era). El profesionalismo y el compromiso estaban lejos de mi onda, de mi ser. Por eso no accedí a mí misma. Y quizá mi timbre, mi tono, mi yo, se diluyó para siempre. Quizá todavía está flotando sobre el Jardín Botánico, entonando una música tan preciosa como auténtica en un idioma fantástico. En el idioma de la voz que no me pude dar.
¿Quién puede escuchar su propia voz grabada? De las filmaciones que hacía una amiga en cualquier encuentro casual, yo recuerdo la voz insoportable con que reprendía a mi novio de entonces. Parece que siempre me consideré alguien que tiene que usar su voz como un puntero, como una vara. Menos contra mí.
He tomado clases de yoga con personas cuyo timbre de voz me crispaba. No me levanté del mat y me fui, pero jamás volví a elegir ese pedazo de la grilla en que tocaba la voz de matiz ríspido, fregón.
Los timbres de voz de terciopelo podrán hipnotizarme fácilmente. Me siento invitada a abrir la gran campana de audición a esas personas, a dejar que penetren hasta lo hondo, que sellen el tiempo con las letras de su voz.
Gritar en el campo. Gritarle a un hijo y escucharte gritar. Que un hijo chille finito probando cuánto. Algo de todos los días. El coro del planeta. El coro de tu casa. Tu solo, la voz que rumia sin ruido y dice todo mal. ¿Qué timbre te salva? ¿Qué tono te sabe decir lo que adentro espera escuchar? La letra y la voz. Campanitas sobre tu cabeza. Colgarse del badajo para que vibren estelas de vos, que cuelgue el alma de las piernas, desenrollándose desde la altura de una torre sonora.
Abrir la boca, soltar la lengua, hacer nacer una voz tuya. Vos, tu voz.

Cantar

Fui a visitar a mi papá. Ahora es un cubículo de plástico, detrás de la puerta principal, ahí nomás, sin jardín ni cafecito. Él tenía los ojos cerrados, la mano enroscada, sus piecitos de caballo largo. A alguien que no puede responderte, que no sabés si te escucha, a quien no podés por ahora siquiera tocar… ¿cómo te acercás? Viejas canciones vinieron a mí y resonaron como si tuviera micrófonos por los poros. Real. Una tundra rusa arrasó con el miedo racional, con el miedo irracional. Yo canté, yo cantaba. Me deleité en mi voz como si me acariciara yo-madre. Mi voz curaba en haces con su devenir de notas enlazadas. Mantra alfa. Las canciones duran su duración, aparecen en el mundo para que seamos alguien que canta. Hilvanemos la letra entera o frases, compongamos idiomas magnéticos. El tarareo de la doula al compás del tibio duchador cuando me preparaba de cuerpo máximo para hacer nacer. ¿Y esas veces cuando al mismo tiempo empezamos a cantar una canción con alguien, en el mismo punto de una estrofa?
¿Cuándo cantás, cuál es tu estribillo? ¿Si se te canta ser alguien que canta, qué te pasa, qué te traspasa? Agua que canta, miel o aire de naranjas, la cítrica galaxia de una canción. ¿Tu lista, qué recorre? ¿Cantás arias en bicicleta? ¿Saliendo del subte? ¿Cantás a pleno con la ventanilla cerrada? Ahora elegí tu canción y entrá a tu ser, en canto. ¿En qué se parecen escribir y cantar?

Música

Un chico me dijo una vez que la música puede cambiar tu estado de ánimo. Onda: poner samba de Río de Janeiro para evitar un bajonazo de domingo descarriado. El comentario sucedió a una idea que yo torpemente intentaba explicar. Lo que pretendía era contarle la trascendencia de encontrar una música que sintonizara exacto con mi estado de ánimo. En esa época adolescente yo ponía en repeat una canción de The Doors de la que creía ser única fan. Era circense, oscura, cíclica. Me hipnotizaba a mí misma después de bajar las persianas, para bailar mejor, vistiendo unas blusas de telas cien por ciento acrílico con estampado de búlgaros que había heredado de mi abuela judía.
Podríamos escribir todo un libro con consignas relacionadas con la música, pero vamos a elegir una canción, un estilo musical o algo en relación con la música que sea muy central en tu vida. Y si son muchas, adelante, hacé un libro nomás.
Quizá quieras escribir acerca de la relación que tienen para vos la música y la escritura. Quizá quieras contar con qué canción te identificaste durante años. Yo podría contar cómo me daba besos de lengua con un cassette, a los trece, en un country, porque ningún chico gustaba de mí. En ese cuento, describiría cómo era la fiesta donde hice eso, qué ropa llevaba puesta y cómo terminé de espantar a los pocos chicos que quizá podrían haberse interesado por esa chica de rosa y su mundo de fantasías. Todo por estar enamorada de un gay que vivía en otro continente y no se enteraba de las lamidas que yo le daba a la tapa de plástico mientras sonaba Susurro descuidado.
Podría contar de mi obsesión con Rachmaninov, y de las ideas que tenía sobre él antes de leer una vieja biografía en papel, una de esas ediciones con el olor adictivo del papel marrón de principios del siglo veinte. Podría contar en qué etapa de mi vida lo descubrí, y cómo escucharlo con insistencia producía en mí una alquimia que me hizo pasar de la destrucción a lo sublime. Podría contar cómo aprendí a tocar ese preludio tipo réquiem en el piano, con sus campanadas iniciales, y cómo una vez un vecino me gritó loca desde enfrente porque no podía parar de estudiar.
O podría confesar que me decidía a limpiar mi casa gracias a Britney Spears (la única canción de ella que tuvo participación en mi vida). En lugar de intoxicarme, como proponía la letra, yo frotaba artículos de amoníaco o lavandina, dibujaba sobre la alfombra con la aspiradora, cargada de energía, alternando pasos de baile tipo Rafaella Carrà. Podría hablar de la influencia de Raffaella Carrà, de la música de diva en mi constitución personal. Podría explicar cómo entendía mal las letras de las canciones y las versionaba para poder cantarlas. Podríamos contar el primer flash musical de nuestras vidas, en mi caso, Era de acuario, mi conexión inicial con la psicodelia. Si eso existía, ahí quería estar yo. En la quinta dimensión. Harmony and understanding… Podría hablar de las canciones de cuna y la culpa que me da no haberlas cantado lo suficiente, ¿por qué no investigué? ¿Por qué solo el arrorró? Podría contar cómo escribí dos novelas de juventud escuchando sin parar un solo álbum musical que es en realidad la banda de sonido de una película que vi una década después y no me gustó (no se parecía en absoluto a la trama sexy y acariciante que había imaginado). Ascenseur pour l’échafaud. También podría recordar todas las canciones que mi papá tocaba en casa, y los bailes como la polka que salían de ese repertorio. La extrañeza de letras que no serían muy pedagógicas hoy en día (Pipé se rompió una pierna, miren cómo baila con una pierna, miren cómo baila con un solo pie), o ideológicamente responsables (estaba el negrito aquel, estaba comiendo arroz, el arroz estaba caliente y el negrito se quemó, la culpa la tuvo usted, de lo que le sucedió, porque no le dio usted cuchara, cuchillo ni tenedor).
Podría contar cómo inventamos una nueva letra para un bolero (Solamente una vez) aquel verano en que nos fuimos de vacaciones a la playa y de los dieciséis días, llovió ¡catorce! Llueve f...

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