La ciudad federal. México, 1824-1827; 1874-1884
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La ciudad federal. México, 1824-1827; 1874-1884

(Dos estudios de historia institucional)

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La ciudad federal. México, 1824-1827; 1874-1884

(Dos estudios de historia institucional)

Descripción del libro

Serie de antologías que busca ofrecer una muestra reducida pero representativa de los principales trabajos de algunos de los colegas de El Colegio dedicados, preferentemente, a los estudios sobre la Independencia o la Revolución. Los trabajos reimpresos en estas antologías en ocasiones fueron seleccionados por otros especialistas y en otras por ellos mismos. A los setenta años de su fundación El Colegio de México se siente orgulloso de su tradición y renueva su compromiso con el desarrollo de la historiografía mexicana.

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Información

Año
2012
ISBN de la versión impresa
9786074623383
ISBN del libro electrónico
9786074625097
Categoría
History
Categoría
Mexican History
LA CREACIÓN DEL DISTRITO FEDERAL,
1824-1827
DE CIUDAD IMPERIAL
A SEDE DEL CONGRESO REPUBLICANO
OBEDECIENDO A INVETERADA COSTUMBRE, reconocida en leyes, decretos y otras disposiciones, los señores que componían el ayuntamiento de la Ciudad de México se aprestaron a escuchar el juramento y a “dar posesión de los puestos a los nuevos señores electos”. Era el 1 de enero de 1823.
Al igual que, en otros años, el acto revestía toda la solemnidad necesaria; pero a más de esto, que siempre era impresionante, los ánimos andaban más inquietos que de costumbre, pues el nuevo ayuntamiento habría de encabezar el juramento de la capital a Agustín I, “emperador constitucional moderado”. Sería un acto festivo, como tantos otros, pero de carácter político. Después de agitados años en los que el cabildo había sacudido la modorra administrativa de la época virreinal, alterada por la guerra de Independencia, éste de 1823 prometía ser un año en que se iniciaría la calma. Jurado el emperador, vendría una época de paz, y el ayuntamiento se recogería a su actuación ordinaria, que era más administrativa que política: vigilar la policía y el orden en la ciudad, conceder o quitar licencias para pulquerías y vinaterías, dar permisos a los cómicos que solicitaban licencias “para hacer maromas” en público y cobrar un módico precio por la exhibición, otorgar o moderar mercedes de aguas, mantener el orden en los teatros y en las plazas de toros, presidir y conducir las procesiones de los santos, etc. Parecía que tocaba a su fin esa época de lucha, en la que, desde el célebre año de 1808, los cabildos se habían visto precisados a definir situaciones embarazosas, asumiendo la representación de un cuerpo político, y luego, bajo la represión de las autoridades virreinales, a definir o rehuir toda decisión o actuación comprometedora. La gente que componía el ayuntamiento era, antes que nada —y como convenía a su investidura—, gente de orden y de honorabilidad reconocida. Por eso, la solemnidad de la jura, que debería tener lugar en cuanto el nuevo ayuntamiento estuviese bien preparado, era esperada como el inicio de un año venturoso, en el que un imperio —forma de un gobierno digno y estable— permitiría la tranquilidad deseada, si no es que añorada, por buena parte de “los señores electos” para el gobierno interior de la capital del Imperio Mexicano.
Ellos eran: el conde del Peñazco, como alcalde primero; don Domingo Ortiz, segundo; don Francisco Córdova, tercero; don Francisco Arteaga, cuarto; don José Brito, quinto, y don José María Roa, sexto. Regidores: don José María Arcipreste, don Antonio Zúñiga, don Cayetano Rivera, don Venancio Estanillo, el licenciado Mariano Miranda, don Cosme del Río y don José Monterrubio. Síndico segundo, don Felipe Sierra; pues el primero, el señor Arteaga, estaba enfermo.[1]
[Puestos en pie…], y colocados los señores alcaldes nuevos a continuación de los salientes […] a presencia de un Crucifijo y de los Santos Evangelios que estaban sobre la mesa principal de la sala [de cabildos], les recibió el Secretario juramento, preguntándoles en alta voz: “Señores alcaldes, regidores y síndicos nuevamente electos, ¿juráis por Dios, la Señal de la Santa Cruz y los Santos Evangelios, reconocer la soberanía de este Imperio Mexicano, representado por el Congreso de cortes, y actualmente por la Junta Instituyente, y obedecer sus decretos, observar las garantías proclamadas en Yguala y los tratados celebrados en la Villa de Córdoba; prestar obediencia y fidelidad a Su Majestad el Emperador, desempeñar fielmente vuestros respectivos empleos en servicio de la nación, guardar secreto en todas las materias capitulares que lo exijan? Y habiendo contestado, sí, juramos; pasando uno a uno a besar el Santo Crucifico, puesta la mano en los Sagrados Evangelios, luego que concluyeron volvió a decirles el Secretario: si así lo hiciereis, Dios os Ayude; y si no, os lo demande. En seguida, el Excelentísimo señor jefe Político tomó de sobre la mesa cinco bastones, y los entregó por orden de su nombramiento a los cinco señores alcaldes entrantes, congratulándose Su Excelencia de que por la acertada elección de sus señorías se ha hecho, desempañarán exactamente las atribuciones de los empleos que les han confiado.[2]
La ceremonia en sí era tan rutinaria como otros muchos actos del cabildo. Nada nuevo dentro de ella, mucho de distinto por lo que significaba jurar ante un imperio independiente, representado por una junta instituyente; es decir, una nación nueva, con un emperador a quien habría de jurar el pueblo de la ciudad lo antes posible. Pero aun para esto se había respetado lo anterior, pues siguiendo lo dispuesto en una resolución de la Junta Nacional Instituyente, no obstante a haberse realizado las elecciones para el nuevo ayuntamiento “con arreglo total a los artículos 313 y 314 de la constitución adoptada”,[3] se ordenó que en la jura del emperador participaran los miembros del ayuntamiento electo para el año de 1822, quienes debían seguir en sus puestos hasta seis días después de la solemne jura de Agustín I.
Todo llamaba, pues, a la estabilidad; viejos y nuevos miembros del ayuntamiento se congratulaban por la paz y el orden anunciados. El emperador recibió en palacio a una comisión del ayuntamiento, y expresó “haber visto con gran satisfacción el acierto del pueblo en su elección”.[4]
¿Sería verdad tanta belleza?, ¿se lograría la seguridad que tanto se echaba de menos desde los últimos años del virreinato? Por lo pronto, el cabildo mismo se enfrascó en una discusión sobre quiénes asistirían a la función solemne, que con motivo de la elección se verificaría la tarde del 2 de enero en el templo de Santo Domingo. No había suficiente espacio en los sitios de honor para acomodar a los salientes y a los entrantes; debían sacrificarse unos para ceder el sitio a los otros. Y después de una agria disputa, en la que mediaron más de un desaire y resentimiento, se resolvió que fueran los recién electos quienes asistieran. Pero en fin, esta disputa era algo tan viejo como el ayuntamiento mismo, y eso de pelear y discutir por sitios de honor, más que alterar, daba el toque de añejamiento que había adquirido la institución a lo largo de tres siglos. Era el ayuntamiento el que daría, con el peso de su tradición, el apoyo de la urbe más importante del país, al nuevo, novísimo, imperio. La jura era inminente, y esto parecía asentar la calma dentro de la ciudad, que ilusoriamente se consideraba sede de los poderes de toda la nación.
Pero era eso: una ilusión. La paz era aparente. Si el ayuntamiento se sentía seguro dentro de la ciudad, era porque las tropas de Agustín de Iturbide —Agustín I desde el 22 de mayo de 1822— dominaban y embobaban a una población inactiva en las lides políticas. En las provincias ardía la rebelión contra el imperio, se proclamaba la república. El mismo Iturbide había tenido que salir, en noviembre de 1822, a poner orden en Veracruz, entrevistándose en Jalapa con el inquieto brigadier Antonio López de Santa Anna, a quien trató de destituir del mando de la plaza de Veracruz. El brigadier se adelantó a las órdenes del emperador, y el 2 de diciembre proclamó la república. Su ejemplo fue seguido por otros jefes militares. Cuando Iturbide entraba de regreso a la Ciudad de México sabía que el levantamiento cundía, y trató de evitar cualquier alarma o alzamiento en la capital, que fue haciéndose más un reducto para él y sus fieles, que un puesto de mando; o, por decirlo en su real significado, era la ciudad, centro político tradicional del país, un escenario en el que cada día iba costando más trabajo representar la comedia de un imperio, ideada por comerciantes, con apoyo en la tropa y el entusiasmo del populacho. Cierto que toda comedia se apoya en elementos que proporciona la realidad vivida por los actores y el público, y en esto radica su atractivo; pero también es cierto que una obra real montada e interrumpida “por causas de fuerza mayor” —como dice la excusa más usada— puede terminar con el desorden y escándalo del público impaciente —como era frecuente en los teatros de la época—, y a esto se temía. La disolución del congreso que debía constituir el imperio, el 31 de octubre de 1822, seguida de la prisión de algunos de sus diputados, eran señales de que el público no se acomodaba. A duras penas se mantenía el silencio en el interior de la ciudad. El 5 de enero de 1823, los generales Nicolás Bravo y Vicente Guerrero lograron escapar de la prisión, y salieron de la Ciudad de México para activar la rebelión en el sur del país. Las tropas del imperio combatían con las de estos generales y con las de Santa Anna y Guadalupe Victoria, según se decía, con mucho éxito, mientras en la ciudad se preparaba la jura.
La situación era angustiosa para Iturbide. La falta de acato en las provincias se compensaba con un riguroso protocolo en la capital. Fiestas y solemnidades, no desprovistas del regocijo popular, ayudaban a mantener la apariencia de un imperio fuerte y confiado en el pront...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. INDICE
  4. DEDICATORIA
  5. PRÓLOGO
  6. LA CREACIÓN DEL DISTRITO FEDERAL, 1824-1827
  7. LEGALIZACIÓN DEL ESPACIO. LA CIUDAD DE MÉXICO Y EL DISTRITO FEDERAL, 1874-1884
  8. SIGLAS Y REFERENCIAS
  9. COLOFÓN
  10. CONTRAPORTADA