ESTUDIO INTRODUCTORIO
ÓSCAR MAZÍN Y JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ
El Colegio de México/Universidad de Murcia
1. LAS MONARQUÍAS, SUS TERRITORIOS Y SUS HISTORIAS
Cuál fue el estatuto jurídico y político de los dominios españoles y portugueses de América es una cuestión que empieza a ser objeto de reuniones y de coloquios académicos. Desde luego, no puede plantearse prescindiendo del conjunto del cual las Indias occidentales formaron parte, es decir, las Monarquías ibéricas. Por otro lado, ese interés corresponde a un momento de renovación historiográfica según el cual las historias nacionales dejaron ya de ser paradigma. Resulta difícil sostener, al menos en términos académicos, que la historia del periodo virreinal haya de hacerse mediante la mera acumulación aditiva de las genealogías nacionales de las actuales entidades políticas. Nuestras preguntas han ido cambiando y no podemos ya eludir la analogía, yuxtaponer realidades geopolíticas, buscar diferencias y semejanzas para emprender comparaciones más sistemáticas. ¿Qué nos dicen por lo pronto los procesos de incorporación de los diversos ámbitos geopolíticos americanos a las Monarquías ibéricas durante los siglos XVI a XVIII? Cualquier tipo de respuesta requiere de una mirada previa a los dominios europeos de esas monarquías, entender las dinámicas de la Península ibérica, de los Países Bajos y de Italia. ¿En qué difiere la incorporación de estos ámbitos respecto de las Indias Occidentales? cuestión, ésta, que tiene muy poco de ocioso, ya que la afirmación de la singularidad y la especificidad americanas sólo se puede sostener y evaluar, si se quiere obviar un razonamiento puramente teleológico, desde la comprensión de la existencia de un marco cultural más o menos común a dichas incorporaciones y desde el estudio de dinámicas parecidas y afines.
Responder a la pregunta de ¿qué tuvieron de excepcional los mecanismos de incorporación americanos? es, pues, imposible, si primero no se analizan las otras formas de incorporación en la Monarquía. Desde esta perspectiva, o sea, desde el análisis frente a la definición previa, es desde donde se plantea la arquitectura de este libro. Su construcción se apoya en la renovación de los estudios sobre el pensamiento, la práctica política, la internacionalización efectiva de la investigación y sobre la formación siempre compleja de una comunidad internacional y posnacional de historiadores. La superación del exclusivismo nominativo tan caro a la historia institucional más rutinaria y plana, pero tan alejado de la historia institucional más inteligente y dinámica, invita desde hace un par de décadas a plantear como imperativo científico comprender las realidades políticas singulares en un contexto plurijurisdiccional, donde el conflicto era la norma de gobierno. La interacción de la práctica política, con sus múltiples realidades coyunturales, surge así como un espacio adecuado para aproximarse a entender qué (pero también cuándo y cómo) tuvo de singular y de diferente la incorporación de cada uno de los territorios bajo la soberanía de los Reyes Católicos y Fidelísimos.
Reconocer la legitimidad de una historia de la Monarquía como un ente en sí mismo implica superar, y ya va siendo tiempo, los lugares comunes establecidos por la historiografía fundacional de la nación en el siglo XIX. En sus apuestas intelectuales, dicha historiografía cumplió, o quiso cumplir, con el deber histórico de justificar un modelo político radicalmente nuevo, pero que necesitaba de un plus de legitimidad que sólo le podía aportar la construcción de un pasado que se instituía en ese tiempo verbal inexistente que es el presente imperfecto. Por el contrario, entender la historia de las Monarquías ibéricas desde sus prácticas y desde su(s) propia(s) legitimidad(es) carece de tan altas pretensiones, busca simplemente comprender un mundo que, ya sea que resulte evocador o que nos repugne, hace ya mucho que periclitó. El análisis científico es más modesto que la proyectiva política y social, pero también es más propio de los historiadores que, al menos desde Polibio de Megalópolis, intentan comprender la realidad y no definirla.
El avance científico de las últimas décadas nos coloca en una posición privilegiada para superar las viejas barreras (políticas, geográficas, cronológicas y académicas) que habían encerrado a las realidades modernas en ámbitos de esencialidad. Hay que insistir en el florecimiento de los estudios sobre la práctica de gobierno y de la obediencia, la construcción social, la definición identitaria, la circulación de personas, objetos, ideas y culturas políticas que sostenían el entramado imperial. Ellos permiten a esta generación de historiadores comenzar a aproximarse a las realidades modernas desde el análisis de problemáticas globales; la más importante y la más obvia de las cuales es cómo se incorporaron los territorios extraeuropeos en un conglomerado cuyo centro estaba en el Viejo Continente.
Desde luego, hablar de incorporación no se puede hacer sin considerar que ella se fincó en una tradición de incorporación de reinos que provenía desde la plena Edad Media, cuando los en su origen residuales principados cristianos del norte de la Península fueron no sólo ocupando territorios, sino que los dotaron (en Valencia, Mallorca, Toledo, Córdoba, Sevilla, Jaén, Murcia y Granada) de un entidad jurídica propia; que si en ocasiones se reinventaba un pasado romano, godo o episcopal, difícilmente se podía ocultar la herencia inmediata de las taifas musulmanas. Por ello no es sorprendente que, como la expansión ibérica de los tiempos modernos se gestó en la Edad Media, ésta presente continuidades insospechadas en lo que habría de ser Iberoamérica. Si la dignidad del territorio dependió de su estatus y antigüedad y tradujo mundos jurídicos políticos diferentes, el mismo razonamiento que se hacía para la transición de capital de una taifa-emirato a la capital de un reino pudo hacerse para el “imperio” de los “aztecas” o para el de los “incas”.
Parece superfluo, pero no es ocioso, vistas algunas opiniones asentadas, recordar que el Antiguo Régimen fue un espacio de desigualdades esenciales; ninguna persona, ningún territorio, ninguna ciudad, ningún entidad política y ninguna institución tuvo, ni podía tener, exactamente la misma dignidad que otra, sino que ellas experimentaron un conflicto permanente por definir jerarquía y precedencia; un conflicto consustancial a un orden social y político definido por la singularidad privativa. El privilegio y su acumulación se construían y sostenían sobre un marco complejísimo e inestable de leyes positivas, costumbres, construcciones históricas, falsificaciones genealógicas y prácticas sociales más o menos legítimas. Que un territorio, fuera el que fuera, se incorporara, no podía decir, ni nadie lo esperaba, que lo hiciera de manera igual que los que ya formaban parte de los dominios de los Reyes Católicos y Fidelísimos. Pero dentro de este marco sí existieron mecanismos más o menos universales para desarrollar y pensar esa operación.
Los “procesos de incorporación” son diversos y complejos, guardan proporción con la inmensidad geográfica de las monarquías. Como es sabido, cada tipo de incorporación –por unión dinástica o sucesión, elección, anexión o conquista– admitió un estatuto diferente mediado por dos categorías: la agregación y la integración. Ellas se hacían eco, respectivamente, de dos principios de la tradición jurídica: aeque principaliter, diferenciador respetuoso de leyes, fueros y privilegios de cada dominio como si el rey fuese señor sólo de él; y aquel otro que hizo de ciertos dominios entidades accesorias de la Corona de Castilla y, en consecuencia, una especie de parte o parcela de la misma. En la década de 1620 tanto el Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV, como el jurista Juan de Solórzano Pereyra, comprendieron los territorios americanos en el segundo de tales principios.
Sabemos, sin embargo, que la puesta en efecto de la agregación (estatuto diferenciador) y de la integración (estatuto accesorio) encontró dificultades y salvedades en aquel mundo de urgencias fiscales y militares de un estado de guerra permanente expuesto, además, a la rivalidad entre las monarquías europeas. Por otra parte, las tendencias hacia el unitarismo y la centralización administrativa pusieron límites, o más bien definieron el marco de la capacidad de negociación de los grupos rectores locales de los territorios americanos de la Monarquía. Con todo, estos últimos defendieron grados diversos de autonomía apoyándose en estructuras de gobierno y administración semejantes para todas latitudes. La gama de expresiones y de respuestas de los “procesos de incorporación” nos invita, en todo caso, a proceder con cautela y a evaluar con flexibilidad hasta qué punto las realidades americanas padecieron un ethos singular más allá de la deriva de la historia nacional.
La instauración o restauración de la autoridad regia se efectuó en cada territorio mediante procesos que guardan similitudes importantes: afirmación de una sola confesión religiosa, hegemonía de la violencia y reconocimiento de la posición de las élites locales. Este elemento unificador se reforzó por la apropiación casi universal, antes o después, del discurso de la incorporación voluntaria con un fundamento transcendental por parte de cada señorío, dado que la relación de afecto fundada para con el rey implicaba una mayor dignidad en un mundo que, ya se ha indicado, resultaba enormemente competitivo. Así, pues, pese a su diferencia jurisdiccio...