Capítulo 1
Enganchados. La desaparición del botón off
y el desafío de poner distancia
| | |
| Cuestiones clave: - ¿Es correcto hablar de “dependencia” digital?
- ¿Qué intereses económicos influyen en esta carrera por nuestra atención?
- ¿Por qué es una prioridad salvaguardar nuestra capacidad de desconexión si queremos preservar la integridad del ser humano?
| |
| | |
El peligro no radica en la multiplicación de las máquinas, sino en el número en constante crecimiento de hombres que, desde la infancia, están acostumbrados a desear únicamente lo que les dan las máquinas.
Georges Bernanos
Desde hace varias décadas, nuestra cotidianidad está poblada de aparatos electrónicos. Los teléfonos, televisores, walkmans, ordenadores o los módems tenían dos botones que eran el abecé de su uso y de la relación que manteníamos con ellos: on y off. Aunque en teoría estos sigan existiendo, han caído en desuso, y su erradicación ha sido programada. Esta evolución, y que nuestra existencia transcurra en un entorno que nos mantiene conectados de manera casi permanente, merece un detenido análisis, en la medida en que condicionan todos los demás problemas.
Si recordamos nuestra relación con la tecnología digital hace apenas unos años, el uso estaba mucho más circunscrito en el espacio y el tiempo, y el límite entre conexión y desconexión era mucho más definido y consciente. O bien estábamos ante el ordenador o no lo estábamos. En el primer caso, nos encontrábamos en la habitación donde se hallaba el ordenador, un despacho o un rincón de la sala de casa. En el segundo caso, estábamos desconectados, en la calle, en la mesa, en el transporte público o en el coche. Cualquier conexión empezaba al pulsar el botón on. La mayoría de los riesgos expuestos en este libro no existirían o no resultarían tan preocupantes en un entorno en el que fuera fácil, o incluso posible, apagar la tecnología que nos rodea o dejarla realmente en pausa.
Trataremos de ahondar en la rápida transición desde un contexto de conexiones delimitadas y voluntarias, hasta un entorno en que la conexión ya no es fruto de una decisión consciente. Intentaremos explicar sus causas profundas, identificando las razones por las que esa conexión perpetua vuelve al ser humano tan vulnerable, desarmándolo frente a todas las amenazas que le acechan.
1. Extensión y omnipresencia de la tecnología
La rapidísima extensión de la conectividad se manifiesta en su dimensión temporal, física, situacional y generacional, todas ellas relacionadas entre sí. La más comentada es el aumento del tiempo de conexión. Algunas cifras permiten hacerse una idea más exacta de su envergadura. En Estados Unidos, la media diaria de uso del smartphone era de 52 veces en el 2018 —una cifra que resume una realidad diversa, con una franja de la población para la cual este número queda corto—, con un aumento del 10% en solo un año, y unas 4 horas al día frente a la pantalla. En total, los estadounidenses consultaron su smartphone 14 mil millones de veces al día en el 2019, mientras que en el 2015 solo lo miraron 8 mil millones de veces. De hecho, la mitad reconocen consultarlo en plena noche. No en vano, la conexión intenta superar cualquier límite, incluido el del sueño —que, según Reed Hastings, el presidente de Netflix, es uno de los principales enemigos de su empresa—.
Los aparatos que consultamos siguen conectados cuando no los usamos y continúan registrando información mientras permanecen aparentemente inactivos. Los smartphones reenvían nuestra geolocalización a distintas empresas, empezando por el editor del sistema operativo del aparato, así como a numerosas aplicaciones, capaces de deducir nuestros desplazamientos y de predecir el medio de transporte que usamos. Así, Android, el sistema operativo de Google, utilizado por siete de cada ocho teléfonos móviles del mundo, recibe unos 900 datos de muestra cada 24 horas procedentes de un teléfono apagado.
La barrera generacional que parecía imponerse en el uso de la tecnología digital también está desapareciendo, dado que prácticamente no hay una edad mínima en materia de conexión. Según el neurocientífico Michel Desmurget, el tiempo de exposición a las pantallas es vertiginoso, alcanzando casi las 3 horas diarias a la edad de 2 años, las 5 horas a los 8 años y las 7 horas en la adolescencia. Si nos referimos únicamente al tiempo que dedican al smartphone los niños de 0 a 8 años, este pasó de 5 a 15 minutos entre el 2011 y el 2013, llegando a los 48 minutos diarios en el 2017.
En cuanto a la ubicuidad de las conexiones, va de la mano de su crecimiento en el tiempo, ya que los espacios de desconexión están desapareciendo progresivamente, tanto bajo tierra —en el metro— como en el aire —en los aviones, donde el wifi se está desarrollando a toda velocidad— o en el coche —con vehículos conectados y tal vez, en un futuro próximo, autónomos, donde sus usuarios podrán entregarse por completo a los contenidos digitales—. Los objetos conectados empiezan a unir todas las parcelas del espacio privado a la red, incluso en nuestra ausencia, mientras que los primeros desarrollos de smart cities pretenden digitalizar todo lo que ocurre en el espacio público.
Conectarse a la red está dejando de ser algo voluntario. Mal que nos pese, nos obligan a estar enchufados a Internet de manera permanente.
Las tres edades de la tecnología digital
Con el fin de comprender la evolución de las tecnologías digitales y de nuestra relación con ellas, recurriremos a una analogía muy simple, procedente de la física. Al igual que los principales estados de la materia, lo digital parece presentarse bajo tres formas, cada una de las cuales ha predominado en periodos determinados.
1) La era de la tecnología digital sólida (1960/1980-2007)
En estado sólido, la materia no solo tiene volumen, sino también una forma propia. De ahí que sea tan fácil coger algo sólido con la mano, controlarlo, decidir acercarse o alejarse, tocarlo o no, dado que está circunscrito en el espacio y sus moléculas no pueden escaparse. Salvo que sea transparente o juegue con efectos ópticos, la materia en estado sólido siempre es visible. En cuanto a la ingestión de la materia, es decir, al hecho de comer, se trata de una actividad que practicamos varias veces al día, a menudo en lugares precisos, generalmente sentados a la mesa. Aunque a veces comamos de manera mecánica, la ingestión de sólidos suele implicar un esfuerzo consciente. Y si alguien nos pregunta qué hacemos mientras comemos, acostumbramos a contestar: “Estoy comiendo”, porque el hecho de comer define ese momento.
Los dispositivos que aparecieron al comienzo de la era digital y su uso recuerdan las características del estado sólido de la materia. Los aparatos digitales más habituales —cuyo paradigma es el ordenador personal— estaban situados en lugares precisos, enmarcando así su uso física y temporalmente, de modo que resultaba casi incompatible con otras actividades. Desde luego, se podía utilizar el ordenador todo el rato —igual que algunas personas se pasan el día picando—, pero la tecnología no era tan “adherente”. En cuanto dejabas de utilizarla, te separabas de ella físicamente.
2) La edad de la tecnología líquida (2007-2020)
En estado líquido, la materia tiene volumen, pero no una forma propia. Aunque sus moléculas sigan unidas, el líquido se escapa, inundando la superficie en la que se vierte. Al igual que un sólido, un líquido resulta visible y palpable —siempre que haya suficiente cantidad—; su presencia se reconoce de inmediato. Pero tiende a ser más invasivo que un sólido y, por tanto, si no se encuentra en el interior de un recipiente, cuesta más acercarse o alejarse de él, dado que se dispersa de manera natural. Por otro lado, acostumbramos a ingerir más a menudo líquidos que sólidos, ya que a lo largo del día nos asalta más veces la sed que el hambre. Se puede beber mientras se hacen otras actividades; no somos tan conscientes de beber como de comer. Si alguien nos pregunta qué hacemos mientras bebemos, raras veces contestamos “estoy bebiendo”, dado que el carácter puntual de ese acto no define por completo el momento. Y aunque podamos calmar la sed en cualquier momento y a veces hasta nos despertemos en plena noche para beber agua, no estamos absorbiendo líquidos permanentemente.
Un cubito de hielo no se derrite al instante, por supuesto, y el estado sólido y el líquido pueden encadenarse. Pero, en torno al 2007, se llevó a cabo un proceso de “fusión” con el fin de sumergirnos en la era de la tecnología líquida, cuyo símbolo es el smartphone. Pese a que los teléfonos con conexión a Internet habían aparecido unos años antes —en especial la BlackBerry, cuyo uso era fundamentalmente profesional—, y pese a que el índice de penetración del smartphone en la sociedad tardó unos años en volverse mayoritario, la aparición del primer iPhone marcó la inflexión entre la tecnología sólida y líquida. Así, entramos en una era en la que los aparatos se volvieron más invasivos y difíciles de limitar. Desde entonces, nuestro consumo digital se parece más al hecho de beber que de comer, dado que ha perdido las barreras físicas originales, y recurrimos a la tecnología digital a la vez que realizamos otras actividades.
3) ...