Los secretos de las catedrales. Historia, ritos, prácticas religiosas
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Los secretos de las catedrales. Historia, ritos, prácticas religiosas

A. Roversi Monaco

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Los secretos de las catedrales. Historia, ritos, prácticas religiosas

A. Roversi Monaco

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Las catedrales góticas, tan misteriosas como las pirámides de Egipto o las estatuas de la isla de Pascua, conservan en el corazón de sus majestuosas naves secretos seculares que el hombre moderno todavía no ha logrado descifrar. Las catedrales están ahí —ante nuestra mirada, en nuestra querida y vieja Europa, en lugares frecuentados a diario por decenas de miles de visitantes— para hablarnos de nuestro pasado. ¿Cómo fueron construidas? ¿Por qué su disposición arquitectónica nos remite al universo simbólico y esotérico medieval? ¿Cuál es el secreto de las líneas meridianas? Esta obra, escrita por un especialista en historia de la Edad Media y en estudios esotéricos, traza para nosotros la epopeya de la construcción de las catedrales y nos da la clave de sus referencias simbólicas y mágicas. Esta apasionante guía, que constituye tanto una introducción a la historia europea como un estudio sobre la religión y el esoterismo medieval, nos permitirá también visitar a nuestro ritmo las más hermosas catedrales de Europa.

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Información

Año
2017
ISBN
9781683255574
Categoría
Arqueología

El esoterismo de piedra: la catedral

El lugar de la iluminación

Como hemos visto, la catedral también era el lugar de reunión de las corporaciones de oficio y, por tanto, de la primera de todas, la de los constructores. Sus miembros se reunían en una sala que se les reservaba, denominada logia; más tarde, el término designaría el lugar en el que se reúnen ritualmente los francmasones. En cambio, parece que las iniciaciones se desarrollaban en la iglesia misma, en las naves y bajo los cruceros de Notre-Dame de París, pero también en las catedrales de Chartres, Colonia, Estrasburgo y Reims. Los francmasones, ya iniciados y expertos en su oficio, pasaban así a un nivel iniciático superior: de la perfección del estado humano, representada por la realización de los pequeños misterios, a una perfección más alta que conduce a la realización de los grandes misterios. En el taoísmo chino, esto se corresponde con el paso de la condición de «hombre auténtico» a la de «hombre transcendente».
Conocemos en parte los rituales utilizados en estas ocasiones solemnes: no hay que olvidar que la catedral estaba abierta durante la noche, si bien los masones que la habían construido habrían podido entrar de todas formas, ya que normalmente disponían de pasos secretos. La iniciación tenía lugar detrás del altar principal, en la zona absidial, fuera de la vista, y sólo participaban los miembros más cualificados de la cofradía. El candidato se tumbaba boca arriba en la zona precisa correspondiente al lugar, muy conocido por los maestros, en el que todas las tensiones e «impulsos» verticales, horizontales y transversales de la catedral estaban como concentrados hasta crear el nudo o «punto clave». El individuo estaba allí tendido, con la cabeza orientada hacia la entrada principal y puesta exactamente en esa minúscula zona del suelo, y percibía físicamente líneas de fuerza, procedentes de todas las direcciones, con una intensidad casi insoportable.
La «iluminación» ocurría de pronto, y la gran complejidad de las percepciones y sensaciones se fundía en un diseño ordenado del cosmos y de su centro invisible. Esta experiencia lo proyectaba, por decirlo así, «hacia arriba», a lo largo de la vertical del punto clave, que correspondía a una salida del cosmos en la pura luminosidad. El candidato, ya iniciado, veía una luz deslumbrante, a pesar de estar con los ojos vendados. Sus compañeros le quitaban entonces la venda y se realizaban otros ritos, tras los cuales el grupo se dispersaba.
El rito es conocido gracias a los ecos de las conversaciones privadas de Guénon, autor conocido por sus estudios sobre esoterismo, simbolismo constructivo y sobre las tradiciones conexas presentes en las organizaciones de masonería. Si dichas prácticas fueran posibles por las características aparentemente inertes de un edificio de piedra, queda demostrado el grado de perfección, armonía y conocimiento relativo a la construcción expresada en una catedral.
La complejidad de la catedral, por tanto, no es solamente arquitectónica, sino también esotérica. Sin embargo, podríamos pensar que el rito nocturno realizado por estos maestros era simplemente el resultado de una sugestión preventiva: convencidos del valor tan especial de ese punto, los maestros habrían experimentado lo que esperaban, o lo que simplemente habían imaginado. No podemos saberlo, pero la sola existencia de un rito así demuestra que, de todos modos, se atribuyó a la catedral y a sus proporciones un poder sobrehumano y que se creyó poder obtener así experiencias trascendentales. No obstante, parece difícil que una idea así haya podido formarse sin apoyarse, por lo menos en parte, en un motivo real. El hombre puede dar rienda suelta a su fantasía, pero no puede inventarlo todo.
Cristo en el Pórtico Real de la catedral de Chartres. (© John Pole)
Ya hemos nombrado las virtudes que se atribuían, en la Antigüedad, a las piedras (betilos, menhires, dólmenes), a las ondas de forma, a las corrientes telúricas, a la energía vegetal y a los ritos. La catedral gótica ofrece una síntesis mucho más elaborada y refinada de este conjunto.
Su construcción no se hacía en un lugar cualquiera, sino allí donde se sabía que había corrientes positivas, que a menudo coincidía con la sede de santuarios paganos anteriores. En el caso de Chartres, la ladera en la que se encuentra la catedral ya había sido una especie de atracción y de culto en tiempos arcaicos, y por esta razón su influencia se ha intensificado con la construcción de un «amplificador» del pórtico de la catedral. Según los celtas, una piedra bastaba por sí sola para indicar una presencia divina, por la fuerza que emanaba de ella. En la catedral, se convirtió en pilar y flecha; el dolmen se transformó en altar; la madera sagrada se fundió en los pilares de nervaduras, que reunían al mismo tiempo las virtudes minerales y vegetales. A los ritos de los francmasones o de los albañiles durante la obra de edificación siguieron, cuando se trataba de consagrar la iglesia, los de los religiosos.

Los rituales de fundación

La catedral encarna la ciudad, y eso no sólo porque constituye su centro, sino porque es en sí misma la ciudad divina, el lugar dedicado a la encarnación de Dios. Hemos visto cómo todos los marginados, los enfermos y los pobres encontraban en ella ese derecho de asilo que les negaban los poderes que regían la ciudad terrenal. La catedral era, por tanto, el lugar en el que se restablecían la paridad y la justicia, gravemente dañadas en el mundo de los hombres.
Hay que imaginarse una ciudad en sus inicios, y lo que llevó a los hombres que vivían al aire libre a desear fundarla, como si un dios o una llamada trascendental los hubiera incitado a reunirse para dedicar un culto, fuente de bienestar general. El orgullo ciudadano tiene raíces que la memoria histórica no llega a abarcar. Al igual que la casa es el templo de una familia, también la ciudad nació como un templo para grupos de familias que veneraban la misma divinidad, y en consecuencia, compartían tendencias y aspiraciones más profundas. Los primeros que percibieron este vínculo con el lugar sagrado se llamaron patricios, del latín pater, es decir, «jefes de familia nobles».
Sin embargo, la ciudad, como imagen del cosmos ordenado, también tenía que recibir todos los componentes de la actividad humana, diferentes y a veces opuestos entre ellos. Era el centro de un círculo en el que todos los puntos y las tendencias diametralmente opuestas se reunían para formar la unidad. Por lo tanto, antes de nada había que determinar el centro que permitiera la coexistencia armónica de todas las manifestaciones posibles de este organismo.
LOS NOMBRES DE LAS CIUDADES
La ciudad, como morada de un dios, conserva su propio nombre, que deriva directamente de su culto. Los romanos, cuando conquistaban una ciudad enemiga, invocaban al dios tutelar de la ciudad, tomando su alma y su parte esencial. Se apoderaban del dios y lo llevaban a Roma; su verdadero nombre se mantenía en secreto, para evitar que otros pudieran realizar las mismas prácticas de invocación contra él. La libertad procede, en suma, del dios de la ciudad, y no de los ciudadanos mismos, y si el dios es «capturado», la defensa mayor de la ciudad se derrumba.
Los rituales de orientación
La ciudad nacía de un rito de orientación que determinaba su perímetro y sus puntos clave (las cuatro direcciones fundamentales). El lugar de cada componente, representantes de los diferentes oficios, ya había sido fijado por el rito de fundación. Se empezaba plantando un pilar o una pequeña estaca, que se inscribía en el interior de un círculo, como el gnomon de un meridiano. Las sombras que el pilar proyectaba al alba y en la puesta de sol determinaban la dirección de Oriente y de Occidente. Mediante otros arcos trazados por el compás (una cuerda fijada a una pequeña estaca) se obtenía la figura de la vesica piscis o «almendra», que indicaba el eje norte-sur, constituyendo así los cuatro vértices de un cuadrado. La almendra aparece representada con frecuencia en la pintura de la Edad Media; el hecho de rodear con un halo las imágenes de la Virgen o de Cristo es un signo de trascendencia.
El procedimiento descrito corresponde a la cuadratura del recorrido del sol; constituye un rito de orientación. El historiador del mundo antiguo Burckhardt, en relación con este tema, señala: «Algunos libros chinos de la Antigüedad hablan de ello, y Vitruvio nos enseña que de este modo los romanos establecen el cardo y el decumanus de sus ciudades, después de haber consultado a los augures acerca del lugar que elegir; muchos indicios, por último, nos permiten suponer que los constructores europeos de la Edad Media utilizaron el mismo procedimiento. En el rito de fundación de una ciudad, como en el de la fundación de un templo, encontramos los tres elementos esenciales: el círculo, imagen del cielo; la cruz, de los puntos cardinales, que representa al hombre, y el cuadrado, que corresponde a la tierra».
Hay que añadir que en el rito de fundación de los romanos, que presidía también la fundación del castrum (campamento militar, del que deriva nuestro castillo), el cardo representaba el eje norte-sur, y el decumanus, el eje este-oeste. Una vez establecida la cruz de base entre las cuatro direcciones, la ciudad se desarrollaba mediante cruces ortogonales. El diseño que se derivaba preveía el destino de cada pedazo de terreno para los futuros habitantes, según sus funciones y sus oficios.
Las planimetrías de las catedrales responden a algunas características comunes: se presentan en forma de cruz latina y están dotadas de deambulatorios en la zona absidial, en la que pueden abrirse capillas dispuestas en semicírculo. El eje vertical de la cruz latina es más largo que el eje horizontal y, en consecuencia, se parece a la cruz del calvario. Quien entra recorre la nave principal en dirección al altar, ante el cual se abren los dos brazos del crucero, que se cruzan como en una «T». El ábside completa la planta cruciforme; se puede recorrer como una galería formada por columnas, gracias al deambulatorio, que pasa en semicírculo por detrás del altar principal. Este esquema simple se refiere al plano de una ciudad fundada según criterios romanos, en el centro de la cual siempre se encuentra el cruce entre los dos ejes principales: el cardo, orientado norte-sur, y el decumanus, orientado este-oeste.
Así pues, la catedral hacía coexistir la ciudad cuadrada (en el cuerpo de las naves) y la ciudad redonda (en el ábside semicircular), y ante todo, subrayaba el cruce.
EL MUNDUS
Al pilar que había servido al principio para determinar los ejes de la ciudad se asociaba una fosa, a la que los romanos llamaban mundus (este término engloba múltiples significados, desde el equivalente al griego kosmos, es decir, «universo», hasta las regiones subterráneas e infernales). Esta pequeña fosa excavada en el suelo permitía entrar en contacto con las divinidades del mundo subterráneo, a las que se ofrecían sacrificios y dones. A continuación, se llenaba el mundus de objetos simbólicos: frutos de la tierra, restos relativos a sacrificios, fórmulas mágicas trazadas sobre tablillas de arcilla. Luego la fosa era cubierta de nuevo y se convertía en cierto modo en el contrafuerte de la ciudad, el lugar en el que se había guardado el tesoro esencial, apreciado y protegido por los dioses. En Roma se cubría con la lapis manalis, la piedra sagrada de los manes o lémures, divinidades que rep...

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