
- 224 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
"Dispóngase a conocer una historia que los demás se han ocupado celosamente de que usted no conociera nunca. Un capítulo de la Historia de España que ha acumulado sobre sí más pasiones y odios que inteligencia y mesura."(Web Mis libros preferidos)
"Creemos que es toda una osadía hoy acercase sin complejos y con honradez a un personaje condenado al ostracismo, y este prestigioso periodista lo hace para recordar precisamente los aspectos de su prisión y muerte menos conocidos por la generalidad de lectores."(web de la Falange-autentica)
Una obra que pretende, desde el rigor escrupuloso, devolver a José Antonio Primo de Rivera el lugar en la historia de España que se merece. El 20 de noviembre de 1936, en el patio de la cárcel de Alicante, se fusila a Primo de Rivera. Los marxistas son los que aprietan el gatillo, lo que no se sabía, y viene a descubrir ahora Consigna: Matar a José Antonio, es que el crimen contó con la aquiescencia de la derecha conservadora a la que la muerte del líder de la Falange le sirvió para aglutinar la voluntad de la derecha conservadora y de la derecha social que propugnaba Primo de Rivera. Tras su muerte, el franquismo se encargará de acomodar los postulados de la falange al ideario particular de Franco, utilizando su figura y pervirtiendo sus ideas. Libros como este sirven para descubrir la verdadera importancia del movimiento falangista. Manuel Barrios utiliza su talento como narrador y periodista y consigue en esta obra una mezcla de elegancia estilística y rigor científico perfectamente equilibrada. Consigue reunir los documentos necesarios para mostrar lo que se oculta tras las elucubraciones históricas y tras las conjeturas sobre el asesinato de Primo de Rivera. Descubre los papeles póstumos de José Antonio, unos manuscritos en los que se revela que este propuso un plan de actuación, una serie de pactos entre izquierdas y derechas para evitar la Guerra Civil.
"Creemos que es toda una osadía hoy acercase sin complejos y con honradez a un personaje condenado al ostracismo, y este prestigioso periodista lo hace para recordar precisamente los aspectos de su prisión y muerte menos conocidos por la generalidad de lectores."(web de la Falange-autentica)
Una obra que pretende, desde el rigor escrupuloso, devolver a José Antonio Primo de Rivera el lugar en la historia de España que se merece. El 20 de noviembre de 1936, en el patio de la cárcel de Alicante, se fusila a Primo de Rivera. Los marxistas son los que aprietan el gatillo, lo que no se sabía, y viene a descubrir ahora Consigna: Matar a José Antonio, es que el crimen contó con la aquiescencia de la derecha conservadora a la que la muerte del líder de la Falange le sirvió para aglutinar la voluntad de la derecha conservadora y de la derecha social que propugnaba Primo de Rivera. Tras su muerte, el franquismo se encargará de acomodar los postulados de la falange al ideario particular de Franco, utilizando su figura y pervirtiendo sus ideas. Libros como este sirven para descubrir la verdadera importancia del movimiento falangista. Manuel Barrios utiliza su talento como narrador y periodista y consigue en esta obra una mezcla de elegancia estilística y rigor científico perfectamente equilibrada. Consigue reunir los documentos necesarios para mostrar lo que se oculta tras las elucubraciones históricas y tras las conjeturas sobre el asesinato de Primo de Rivera. Descubre los papeles póstumos de José Antonio, unos manuscritos en los que se revela que este propuso un plan de actuación, una serie de pactos entre izquierdas y derechas para evitar la Guerra Civil.
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Información
CAPÍTULO 1
Vísperas de sangre
“Yo tenía un camarada.¡Entre todos el mejor!
Siempre juntos caminábamos, siempre juntos avanzábamos,
al redoble del tambor.”
Siempre juntos caminábamos, siempre juntos avanzábamos,
al redoble del tambor.”
EL DÍA 5 DE JUNIO DE 1936, José Antonio es trasladado de la cárcel Modelo de Madrid a la de Alicante, dominada ésta por las organizaciones anarquistas.

José Antonio Primo de Rivera. Uno de los cuadros para los que posó el político.
POCO A POCO, COMO EL ENFERMO SIN REMEDIO que lentamente se va apagando hacia lo desconocido, la tarde se le ha vuelto mustia, inhóspita y desapacible. Es, quizá, cuando el preso de la celda número 10 se siente infinitamente solo, marchitas –tal vez para siempre– aquellas imágenes nuevas que, no vistas pero sí recreadas, ha imaginado en las horas de un viaje sin fin: la bahía de aguas turbias que defiende el Castillo de Santa Bárbara, el largo malecón cercando la bocana hacia Benalúa, barracas como de escolta a los raíles de los astilleros que van a dar al mar, que es el morir, y la arrogante vigilia de las palmeras, cuyas hojas se baten en una esgrima de susurro, sin estocada última y sin estertores. Alicante de traca, sabor dulzón a dátiles, chicote retador en la algarabía de moros y cristianos, blancura espesa de salina, ahora todo apresado en un silencio temeroso, porque la sazón del golpe contra el Gobierno es ya guerra civil, y las cinco estelas azules de los reflectores le parecen al preso de la celda número 10 las cinco flechas de su haz.
José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia será, pasado mañana, un condenado a muerte, sin que el Jefe Nacional de la Falange sepa por qué no lo han rescatado, como estaba previsto; por qué el Generalísimo Franco no ha movido ni siquiera el dedo meñique a su favor, y por qué pasado mañana, 20 de noviembre de 1936, el plomo de un piquete anarquista va a arrancarle la vida en el patio más humilde de la prisión.
Este es el hombre: José Antonio, quien ha de cumplir la pena impuesta, por “tenencia ilícita de armas”, gracias al suplicatorio concedido por el Parlamento, a pesar del valeroso esfuerzo que en el Templo de las Leyes llevó a cabo un hombre bueno, Indalecio Prieto, rival político del acusado. Porque, de no haberse accedido al suplicatorio en el Parlamento, el 3 de julio de 1934, ahora no sería un reincidente con todas las de perder.
En aquella jornada memorable, el gordal Prieto jugó todas sus cartas por el amigo en desgracia; incluso la de su ironía y garbo proverbiales:
“¿Qué es lo que se castiga en el Sr. Primo de Rivera? ¿La tenencia de seis o siete armas en su casa? Yo no quiero hacer revelaciones excesivas porque no voy para mártir, pero, probablemente, si hicieran un registro en mi casa, no las encontrarían en un número menor (risas). Tal se están poniendo las cosas, señores Diputados, que hay que extremar los casos de defensa personal y de prevención porque, en último término, el estado en que se coloca el S r. Primo de Rivera con la tenencia de armas es un estado de prevención (risas). Los señores Diputados saben que hay personalidades políticas que por su relieve singular están asistidas de una protección policíaca; en realidad, en el caso del Sr. Primo de Rivera, por los odios y las hostilidades que en él se concentran, estaría justificada una protección policíaca. No le invitaré a que la solicite y además le aconsejaré que la rechace si se la ofrecen, porque yo que la padecí le aseguro que no sirve absolutamente para nada (risas), aparte, naturalmente, de ir desfilando por las calles de Madrid en comitiva grotesca y tan numerosa como la del “Circo Krone” (más risas). Fíe Su Señoría preferentemente en sus arrestos personales y en los que suscita la devoción de sus amigos, y no en esta protección policíaca un tanto vistosa, de mucho aparato y cuya efectividad es dudosísima”. (1)
El 5 de julio de 1936, ya caída la noche, el Director de la cárcel Modelo de Madrid, Martínez Elorza, manda conducir al recluso José Antonio Primo de Rivera a su despacho. El diálogo es breve, como corresponde a la misión que la instancia superior ordena: comunicar al reo que, al cabo de unos minutos, va a ser trasladado a la cárcel de Alicante. El Jefe de Falange protesta airadamente –ya son muchos, en la Modelo, los que conocen la viveza de su genio– y denuncia la ilegalidad de tan inesperada medida, pero no son tiempos propicios a los derechos considerados inviolables y, por toda respuesta a su apelación, fuerzas del Orden trasladan al preso al centro penitenciario de la ciudad levantina, adonde llegan al amanecer del día 6. Desde la fecha decidida por el mando de las tropas rebeldes, que dirige el general Mola, España es un reguero de hogueras encendidas. (2)
No es esto lo que quería el líder de Falange Española (FE). José Antonio ha prestado la asistencia más generosa al ímpetu de los militares para realizar una acción extrema que, mediante la técnica del golpe de Estado, logre un cambio de Gobierno, pero no para una guerra civil que colme de odio y de duelo cada rincón del Ruedo Ibérico. Las reflexiones, órdenes, consignas y juicios que José Antonio escribe y transmite en estos días –a través de una complicada red de enlaces– no dejan el menor resquicio a la duda:
“José Antonio reconoció el error de la guerra, la habilidad de la derecha conservadora para hipotecar los sueños “revolucionarios”, y llegó incluso a dibujar un plan de “alto el fuego” reconciliador, con la formación de un Gobierno de concentración, amnistía, derogación de la legislación nacional, etc.”. (3)
“Su iracundia (?) lo llevaba a no respetar siquiera a tácitos aliados en su lucha contra la República y atacaba así con dureza a Calvo Sotelo y a Renovación Española, dirigente y grupo alfonsino más caracterizados y que contaban, como órganos político, con el vespertino La Época. (4)
“De Gil Robles, dirigente de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) dice José Antonio: “Gil Robles tiene la culpa de todo. Durante dos estúpidos años, cuando podía haberlo hecho todo, no hizo nada (…). Lo único que sé es que si el Movimiento de Franco sólo ha de servir a la reacción, mi Falange y yo nos retiraremos; y en lo que a mí concierne, volveré probablemente a esta cárcel; a esta o a otra, eso es lo de menos, en el término de algunos meses”. (5)
El destacado anarquista Diego Abad de Santillán –la representación más lograda de los intelectuales anarcosindicalistas–, al referirse a los intentos de diálogo entre la CNT y el fundador de la Falange, escribió de este que “españoles de esa talla, patriotas como él, no son peligrosos ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reivindican a España y sostienen lo español, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!”. (6)
José Antonio, prisionero en el verano de 1936, cuando ya España ha saltado por los aires, dice:
“Todas las guerras son, en principio, una barbarie, y una guerra civil, además de una barbarie, es una ordinariez porque el pueblo que tiene que lanzarse a ella pone de manifiesto que ha malogrado una de las gracias más grandes recibidas por la humanidad del Todopoderoso: la inteligencia y un lenguaje común para entenderse”.
Como aceptará de buen grado todo el que, en el ejercicio de su soberana libertad, renuncie a dejarse conducir por el sectarismo –sea este del signo que fuere–, los ejemplos transcritos bastan para afirmar que José Antonio Primo de Rivera estaba en contra de la guerra, y por lo tanto, opuesto a desencadenar un conflicto que habrá de llevar al General Franco hasta los intolerables extremos de su sistema totalitario.

Años después, cuando Ramón Serrano Suñer acabe de escribir sus Memorias –para confesar todo aquello que le favorece y omitir todo cuanto le perjudique–, se atreve a mostrarnos unos síntomas en verdad preocupantes:
“La “Falange” causaba preocupación en el Cuartel General (del Generalísimo) y, con frecuencia, irritación. Mis constantes elogios de la personalidad de José Antonio y de sus ideas causaban allí malestar y a veces determinaban fricciones (…).
Fastidiaban allí especialmente las cosas más triviales del “estilo” falangista. Molestaba que se hablara de “hacer la revolución” y que se tratara de “tú” y de “camarada” a quienquiera que fuese. Eran cosas que allí, entonces, resultaban escandalosas. A veces se trataba de “impactos” más graves. Por ejemplo, cuando se publicó el Decreto que restablecía la bandera bicolor y declaraba como himno oficial o nacional la antigua “Marcha Real” (…). Respecto al mismo José Antonio no será gran sorpresa, para los bien informados, decir que Franco no le tenía simpatía. Había en ello reciprocidad, pues tampoco José Antonio sentía estimación por Franco y más de una vez me había yo –como amigo de ambos– mortificado por la crudeza de sus críticas”. (8)

De izquierda a derecha. En pie junto a su padre, los hermanos Miguel, José Antonio y Fernando. Sentadas, Carmen, “Tía Ma” y Pilar.
En una simplificación quizás excesiva, deberíamos considerar un episodio que el proverbial rencor de Franco no le permitiría perdonar nunca. Tal asunto se resume en el hecho de que, ante la inminencia de la sublevación, Jose Antonio “mantiene por lo general un gran recelo ante la colaboración con los militares y se opone en un momento importante a la candidatura del general Franco para las elecciones parciales de Cuenca”. (9)
Por otra parte, el observador imparcial y curioso habrá de preguntarse por qué Franco, si debe mediar o intervenir en algún conflicto suscitado por la Falange, se lo encarga al General Queipo de Llano, cuando hasta el españolito de Infantería sabe que el Virrey de Sevilla no es, precisamente, un adepto a la Falange fundada por aquel hijo de Primo de Rivera, del que guarda el más enojoso de los recuerdos.
El suceso en cuestión es referido por el propio José Antonio al irrepetible maestro César González Ruano:
“La verdad sobre esto es muy sencilla. Yo no tengo nada de chulo ni de reñidor. Puede que no haya pegado más de tres puñetazos en mi vida. Pero ese señor (Queipo de Llano) escribió una carta soez a mi tío José, hablando de no sé qué humillaciones de que creía haber sido objeto, y llamándole cretino, y hablando de que quería liquidar cuentas pendientes. Esto era intolerable y cobarde tratándose de mi tío. Pues Queipo es fuerte, mucho más alto que yo, espadachín, con fama de pendenciero. Mi pobre tío es un anciano enfermo, imposibilitado en absoluto para ningún combate. Entonces fui a la casa de Queipo de Llano y este no me recibió. Le busqué en el Café Lyon D´Or por la noche. Conociendo que a su tertulia acuden varios enemigos de mi padre, no quise ir solo. Me acompañaron mi hermano Miguel y mi primo Sancho Dávila. Ellos no conocían a Queipo ni yo tampoco. Tuve que preguntar a un camarero que quién era, y entonces fui a él y, mostrándole la carta, le pregunté si era suya. Me contestó afirmativamente, devolviéndomela en actitud retadora, y yo le di un golpe en la cara. El Sr. Queipo intentó, a pesar de ir yo desarmado, agredirme, y trataba de pegarme con su bastón, mientras otros amigos suyos se repartían la labor, unos para pegarme con bastones otros sujetándome por detrás. Acudieron mi primo y mi hermano, y ya no se pudieron contar las bofetadas. El Sr. Queipo se quedó rezagado y yo pude llegar hasta él y descargarle, frente a frente, mi puño, haciéndole rodar sin sentido. A mí Queipo de Llano no me ha exigido reparación alguna, como esperaba; pero, en cambio, pretende complicar a mi hermano Miguel y a mi primo Sancho Dávila, dentro de un procedimiento militar, aprovechando que ambos son oficiales de complemento en servicio”. (10)
No se nos oculta que las anteriores declaraciones de José Antonio podrían corroborar el fervor que el Jefe de la Falange sintió siempre por la violencia, como oponente valido al diálogo. Hasta se ha llegado a decir –no sólo por los del resentimiento, sino por los de la envidia y la ignorancia– que “el sistema político de José Antonio fue el de los puños y de las pistolas”. La manipulación –esta vez, de cierta progresía– es todo un monumento al viejo truco de sacar la frase de su contexto. Para entenderla justamente se hace imprescindible colocarla en su sitio:
“Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos.
Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realiza...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legales
- Índice
- Dedicatoria
- Introducción
- Capítulo 1
- Capítulo 2
- Capítulo 3
- Capítulo 4
- Capítulo 5
- Capítulo 6
- Capítulo 7
- Capítulo 8
- Capítulo 9
- Capítulo 10
- Capítulo 11
- Anexo
- Bibliografía
- Contraportada