Breve Historia de los Íberos
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Breve Historia de los Íberos

La apasionante y desconocida historia de uno de los pueblos más florecientes de la Iberia prerromana, clave para entender la cultura mediterránea occidental de la Antigüedad.

  1. 352 páginas
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Breve Historia de los Íberos

La apasionante y desconocida historia de uno de los pueblos más florecientes de la Iberia prerromana, clave para entender la cultura mediterránea occidental de la Antigüedad.

Descripción del libro

"Jesús Bermejo -licenciado en Historia con especialidad en Arqueología y Ciencias y Técnicas Historiográficas, colaborador de la revista National Geographic Historia- con una estilo narrativo de fácil lectura y ameno, nos muestra los aspectos, incluidos los misteriosos y desconocidos, de esta mítica civilización. Su arquitectura, sus rituales religiosos, santuarios y templos o su ignota escritura son algunos de los puntos que aborda la obra. Un libro que nos descubre un pueblo de guerreros y comerciantes, que mantuvieron relaciones comerciales y culturales muy fluidas con fenicios y griegos y que son la piedra filosofal del devenir de nuestra historia desde una nueva perspectiva." (Francisco Contreras Gil, Comentarios de libros) Convivieron con griegos y fenicios y su terrible caballería luchó en las Guerras Púnicas con ambos bandos: los íberos son la auténtica seña de identidad de la Península Ibérica. Los íberos constituyen uno de los pueblos más sofisticados del antiguo mediterráneo, asentados en la península a la que dieron nombre, fueron comerciantes, escultores, mercenarios, enemigos y amigos tanto de cartagineses como de romanos: una sociedad compleja con un oscuro origen que al final sucumbió a la potencia militar del Imperio romano pero supo dejarnos una fascinante herencia. Breve Historia de los Íberos nos presenta esa herencia de un modo dinámico que no prescinde del rigor histórico. Este trabajo de Jesús Bermejo nos traslada a esta apasionante cultura pre-romana y nos presenta su arquitectura, su riquísima escultura, sus estrategias militares, sus ritos ocultos y las distintas clases sociales que existían en la época.

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Información

Año
2010
ISBN del libro electrónico
9788497633543
Edición
1
Categoría
Historia

1

El problema de los orígenes

Son muchos los estudiosos que han intentado establecer una explicación que pue da ser adecuada a la hora de establecer el origen de una de las culturas con más personalidad en el antiguo occidente mediterráneo. El problema de su origen se ha tropezado con una serie de problemas arqueológicos que han supuesto que las interpretaciones hasta ahora propuestas resulten poco fiables. El principal de estos problemas es el desconocimiento absoluto de la lengua (o las lenguas) ibéricas. Su hipotética alineación con grandes troncos lingüísticos, de manera similar al indoeuropeo o las lenguas bereberes de origen norteafricano, se ha utilizado para buscar una posible vinculación a orígenes de diversas zonas geográficas, sobre todo desde puntos de vista historicistas tradicionales, muy utilizados en la Europa del XIX y que tendían a buscar la explicación de los cambios en invasiones y conquistas de tipo militar.
Hoy descartamos una explicación de este tipo para buscar los orígenes del iberismo en nuestro territorio. Es por lo tanto la arqueología, es decir el estudio de los objetos depositados en el terreno, nuestra única guía para la búsqueda de una explicación satisfactoria. Descartado un origen norteafricano por la mayoría de los expertos actuales, hoy se tiende a poner el acento en la propia evolución interna de las poblaciones peninsulares influidas por aportes provenientes de gentes venidas de Grecia y Fenicia, o dicho de una manera más genérica, de otros lugares del Mediterráneo, por lo menos desde el siglo VIII a.C., por muy diversas razones.
Estos dos puntos de vista, interno y externo, deben ser tenidos en cuenta para comprender de manera más idónea el surgimiento de esta cultura. Esta propuesta para encontrar el origen de lo ibérico nos obliga a buscar un precedente en lo que los investigadores y las fuentes escritas han llamado Tartessos. La mítica ciudad, mencionada en numerosos textos, tanto clásicos como de origen oriental como la propia Biblia (en la que se mencionan las naves de Tarsis), ha sido uno de los temas más tratados por la arqueología española de los últimos cien años. Tras sus huellas han ido generación tras generación de arqueólogos españoles, franceses y alemanes intentando descubrir los restos de la supuesta capital del reino donde gobernaba el legendario Argantonios, el longevo rey que acogió a Colaios de Samos, un navegante griego que fue arrastrado, según cuenta Heródoto, hasta las costas andaluzas por una tormenta. La mítica Tartessos, entendida como una ciudad, fue el blanco de numerosas rebuscas de arqueólogos que, con escasa fortuna y con los textos antiguos en la mano, intentaron sin éxito su localización en lugares tan dispares como la costa de Málaga, Cádiz, el Coto de Doñana o la ciudad de Huelva. Muchos de estos arqueólogos e historiadores elaboraron un origen helenizante para Tartessos intentando buscar las huellas de las antiguas navegaciones que, desde el Bronce Final, llevarían a los sucesores de los antiguos aqueos a arribar las costas de Iberia formando el germen de lo que se pasaría a denominar cultura Tartésica. Estos arqueólogos, algunos de los cuales se encontraban muy influidos por la ideología del momento, muy extendida por Europa a partir de los años veinte, negaron sistemáticamente cualquier tipo de influencia fenicia en la colonización antigua de la península ibérica. Paradójicamente, algunos de los seguidores de esta tendencia, en su carrera por convertirse en los descubridores de la capital de este reino, fueron descubriendo los restos de una profunda y amplia presencia fenicia en nuestras costas y por lo tanto han sido los causantes de la verdadera conciencia de la influencia oriental en lo que pudo ser Tartessos y en el origen del mundo ibérico. Poco a poco se fueron descubriendo los restos de una serie de asentamientos fenicios, más o menos vinculados al centro redistribuidor de Gadir (la actual Cádiz), que prueban el trasvase de gentes, y sobre todo de ideas, desde las ciudades de la costa fenicia, en especial de Tiro.
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Reconstrucción de un lienzo de la antigua muralla orientalizante del Cabezo de San Pedro (Huelva), según García Sanz y Fernández Jurado (2001).
Estos descubrimientos fueron probando la existencia de un comercio continuado entre gentes venidas del Oriente mediterráneo y los indígenas, lo que solo es explicable mediante el desarrollo, por parte de los antiguos navegantes fenicios, de técnicas de navegación astronómicas, desarrolladas por los caravaneros de las rutas de comercio de los desiertos de Siria y Arabia, y de la ingeniería naval, fabricando naves tan efectivas como los famosos hippoi (caballos en griego, en referencia a los motivos con que estos hombres del mar decoraban las proas de sus naves) o los gôlah (voz semita similar al griego gaulos, que significa bañera).
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Reproducción de una vista del proceso de excavación del pecio de Mazarrón (Murcia), tomado de un cartel del Museo Nacional de Arqueología Submarina de Cartagena, Ministerio de Cultura.
Poco a poco el desarrollo de las tecnologías náuticas fue permitiendo la llegada cada vez más frecuente de gentes venidas del Oriente mediterráneo entre los siglos VIII-VI a.C. Esta época en la que se produce un aumento de los materiales e influencias culturales de origen oriental en todo el Mediterráneo, incluyendo a Grecia, la Italia lacial, Etruria y por supuesto la península ibérica, se conoce por los arqueólogos con el nombre de orientalizante y supone un auténtico movimiento cultural en todo el Mediterráneo antiguo. Poco después, los navegantes griegos también iniciaron un periodo de contactos con las poblaciones autóctonas del Mediterráneo occidental, en el que destacaron los habitantes de Focea, ciudad griega de la antigua Asia Menor, región que actualmente se puede asimilar a la costa de la actual Turquía. Según el historiador griego Heródoto, los foceos entraron en contacto con el rey local Argantonios quien les entregó plata suficiente como para financiar la defensa de su ciudad frente al gran enemigo persa que acechaba a sus puertas. Los foceos fundaron la colonia de Massalia, actual Marsella en la ribera mediterránea francesa, que sirvió de punto de partida para el establecimiento de las dos únicas fundaciones de origen griego que la arqueología ha logrado documentar en territorio español, Emporion y Rhode (actuales Ampurias y Rosas, en la provincia de Gerona). Pero pese a que, de momento, la presencia griega en asentamientos parece circunscribirse a una serie de áreas muy concretas, su influencia fue mucho mayor, a juzgar por la gran cantidad de objetos de procedencia helénica que se encuentran en nuestro litoral. Los hallazgos de buques hundidos, como el del puerto de Pollença (Mallorca), fechado en el siglo VI a.C., o los de armas, como el casco corintio de la Ría de Huelva o el de Jerez de la Frontera, nos señalan un ambiente de navegantes-guerreros que se aventuraban por nuestros ríos en busca de nuevos mercados para comerciar exponiéndose a la posible hostilidad de los nativos. Se trata de una época de descubrimientos y exploraciones que podría asemejarse a una especie de Far West, lejano oeste ibérico, una época de riesgo en la que aventureros, mercenarios y comerciantes convivirían en nuestro territorio en busca de las inmemoriales riquezas de Tartessos.
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Casco corintio de la Ría de Huelva (S. VI a.C.). Los griegos que venían a comerciar a Iberia estaban bien armados.
Hoy, cuando ya casi no tenemos la esperanza de encontrar la mítica ciudad, llamamos tartésico a lo que produjeron los nativos peninsulares de los valles del Guadiana y del Guadalquivir durante la época orientalizante, una sociedad muy relacionada con los colonos y comerciantes fenicios que buscaron fundamentalmente un aprovechamiento minero de algunas de las zonas más ricas de las serranías de las cordilleras ibéricas. También es cierto que muchos de ellos se asentaron en pequeños establecimientos de la costa dedicándose principalmente a la pesca y al aprovechamiento agrícola de las fértiles tierras del sur de Andalucía. El contacto entre las elites autóctonas y estos navegantes y colonos del oriente mediterráneo provocó que llegasen a nuestras costas una serie de rasgos culturales y procesos tecnológicos que posibilitaron la introducción de la península ibérica en las corrientes económicas del Mediterráneo antiguo. Entre esos aportes destacan algunos como la cerámica a torno, la extracción y tratamiento del metal por medio de técnicas mineras y metalúrgicas avanzadas, novedades arquitectónicas como las casas de planta rectangular, así como ciertos tipos de paramentos propios del ámbito oriental, por poner solo algunos ejemplos. Pero, por encima de todos ellos, uno de los principales avances lo encontramos en la introducción de la escritura, lo que abrió nuevos horizontes en los procesos de transmisión de la información. Aunque, de momento, no sepamos la profundidad con que se introdujo la escritura en los ambientes indígenas, el mero hecho de su introducción en fechas que podrían remontarse al siglo VII o VI a.C. nos indica que los primeros alfabetos peninsulares podrían haber sido elaborados al mismo tiempo o incluso antes que el alfabeto griego arcaico. Pero, además de adelantos tecnológicos, también se introdujo una serie de elementos culturales y artísticos que, por supuesto, han tenido su reflejo en el registro arqueológico. La penetración cultural en algunos casos llegó a ser tan profunda que alteró patrones de comportamiento tan arraigados en las sociedades como los rituales funerarios o los elementos de la religión.
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Cerámica fenicia de engobe rojo del tipo boca de seta. Estas importaciones son una muestra de los productos fenicios que llegaban a las costas ibéricas desde el siglo VII a.C.
Ese horizonte de hibridación entre ambos mundos, el de los colonizadores y el de las elites autóctonas, no debe entenderse como un fenómeno de conquista militar como el que se produjo durante la Edad Moderna en la América colonial, más bien se trata del estrechamiento de una serie de conexiones en el que los intereses fenicios y griegos podían cubrirse desde una serie de centros establecidos o desde una delegación estable en los propios asentamientos indígenas. No es muy difícil imaginar cómo determinados individuos de la elite autóctona aprovecharon su relación con los navegantes del lejano oriente para dotarse de un manto de prestigio con el que legitimar la preeminencia sobre otros asentamientos, asimismo estos régulos incipientes se beneficiaban de algunos progresos tecnológicos y artísticos que los griegos y fenicios podían proporcionarles, como adelantos arquitectónicos en las fortificaciones de sus asentamientos o nuevas formas de expresión plástica como la gran escultura en piedra, que será introducida y reelaborada por los artesanos ibéricos, de manera que adapten esquemas ideológicos grecofenicios a la idiosincrasia propia de los príncipes ibéricos. Por el contrario, los contratistas (por utilizar una terminología más cercana a nuestra época) griegos y fenicios se aprovechaban del comercio de las materias primas que abundaban en nuestra península, principalmente metales y productos agropecuarios, y se aseguraban su introducción en los mercados interiores de Iberia.
Pronto ese tráfico empezó a producir auténticas redes incipientes de comercio, lo que provocó la creación de vías de comunicación entre las diversas regiones de la península ibérica. Estas redes de comunicación se establecieron en torno a la Vía de Herakles, la gran vía de comunicación de la Iberia prerromana que penetraba desde el sur de Francia y conectaba, siempre discurriendo en paralelo a la costa, todas las poblaciones del mundo ibérico hasta la zona de Gadir (Cádiz), donde estaba el gran puerto del Océano. Esta era, junto a la navegación por el Mediterráneo, la única gran vía de comunicación que existió en territorio indígena hasta la época romana, pero ello no significa que no existiesen otras rutas de comunicación hacia el interior de la península, principalmente los cursos de los ríos y valles que penetran desde la costa levantina hacia áreas del interior. En el caso de algunos ríos podemos afirmar que eran navegables hasta zonas más interiores de lo que lo son en la actualidad, de lo que tenemos un excelente ejemplo en el caso del Guadalquivir. Los estudios sobre el paisaje en la antigüedad nos indican que este río fue navegable por embarcaciones mercantes hasta la zona de la antigua Corduba (Córdoba), y la actual ciudad de Sevilla estaría situada en línea de costa por la existencia de un estuario que los romanos denominaron Lacus Ligustinus. Los pasos montañosos, pequeños valles y corredores naturales se convirtieron en un auténtico acicate para la creación de pequeños puestos que controlasen estratégicamente esas vías por las que discurrían los productos iniciando una época de dominación territorial entre las surgentes elites.
Hasta ahora hemos hablado mucho de las gentes venidas del otro lado del Mediterráneo pero, ¿con quiénes se encontraron estos aventureros, comerciantes, guerreros, mercenarios y navegantes al llegar a la península? ¿Con qué gentes tuvieron que comunicarse, intercambiar productos, luchar o convivir? Durante la Edad de Bronce habían surgido una serie de focos que se expandieron por determinadas áreas a juzgar por los restos arqueológicos que se pueden encontrar en todo nuestro territorio. La investigación actual no se pone de acuerdo en realizar una concreta caracterización arqueológica de estos focos culturales y, de momento, solo se pueden adscribir a un territorio de manera muy imprecisa. Lo que sí sabemos es que en la vertiente mediterránea de Iberia, que coincide a grandes rasgos con el área de desarrollo de lo ibérico, empiezan a producirse una serie de cambios iniciándose un proceso que terminará por dar paso al surgimiento de una nueva época: la Edad de Hierro. Esta época de cambios se ha querido denominar de muchas maneras pero la mayoría de expertos coincide en referirse a ella como Bronce Final. Durante este periodo, que se puede situar entre los siglos XI y VIII a.C., y durante el posterior orientalizante, las sociedades autóctonas de esta vertiente peninsular comienzan un proceso de cambio que terminará por iniciar el desarrollo de la sociedad ibérica. Hemos hecho referencia a Tartessos como un fenómeno de aculturación de unas elites autóctonas, es decir, como un fenómeno que afectó a un segmento muy reducido de la población. Este proceso al que nos referimos ahora debería ser entendido como más amplio y profundo y afectó a la totalidad de los naturales del área ibérica y posteriormente del interior de la península.
Arqueológicamente, estos cambios se detectan a través, por ejemplo, de las variaciones en el patrón de habitación. Los núcleos de habitación se reorganizan y tienden a dotarse de una serie de medidas de defensa arquitectónica de manera elaborada. Los taludes y acumulaciones de rocas se sustituyen por incipientes muros de mampuestos y en algunos lugares, como en Puente Tablas (Jaén), acabarán por surgir auténticos bastiones defensivos, lo que supone una innovación técnica notable en la defensa de los centros. Además, algunas de estas construcciones defensivas están realizadas con paramentos de gran tamaño y peso que los antiguos denominaban «ciclópeos» en la creencia de que solo estos seres fantásticos poseían la suficiente fuerza como para amontonar semejantes rocas. Esos mismos asentamientos comienzan a planificarse, con lo que tenemos indicios del surgimiento de un incipiente urbanismo. En el poblado de El Oral (Alicante), aunque ya en pleno proceso de formación de lo ibérico, tenemos documentada la utilización de estructuras que sirven como soporte a más de un edificio, lo que prueba la planificación, cuando menos inmediata, de las formas más óptimas de construcción.
Estos cambios arquitectónicos darán lugar a un tipo de asentamiento muy extendido dentro del mundo ibérico. Se trata de poblados en alto, aprovechando las ventajas estratégicas de las defensas naturales y de la visibilidad que la altura proporciona, dotadas del entramado defensivo que comentábamos más arriba. Su aspecto imponente todavía puede apreciarse en las campiñas de Córdoba, Jaén o en el paisaje de Alicante. En algunos casos llegaron a convertirse en auténticas ciudadelas fortificadas a las que los exploradores romanos se referían con la palabra oppidum o castellum.
Pero para realizar todas esas grandes obras era preciso tener una autoridad que ordenara y coordinara el esfuerzo de los grupos de personas que eran necesarias para extraer y montar todos esos grandes bloques de piedra. La «arqueología de la muerte», de las necrópolis2, nos ha permitido en muchos casos conocer mejor cómo se fue produciendo ese fenómeno de evolución y jerarquización de la sociedad. Si durante la Edad de Bronce las diferencias en los enterramientos se deben en su mayoría a criterios de edad, sexo y familia, durante el Bronce Final asistimos a diferenciaciones de enterramientos sobre la base de criterios no biológicos (niño-adulto; hombre-mujer; familiar-no familiar). A partir de ahora, los ajuares y el ritual de enterramiento empiezan a poder interpretarse desde un punto de vista social donde el militar, el guerrero, en definitiva, el aristócrata comienza a diferenciarse de otros enterramientos más modestos y sobre todo sin una panoplia de armas que acompañe al difunto. El hallazgo, aunque en fechas posteriores, de restos de carros de caballos en enterramientos como Toya (Jaén) puede ser interpretado más que como un arma de utilización exclusiva en el campo de batalla como un signo de distinción social de su poseedor. Las necesidades de objetos exóticos y costosos que confirmen su nivel social, como la cerámica griega o la importación de elementos artísticos que utilizar en sus monumentos funerarios, fueron una de las principales razones de ser del desarrollo de un contacto continuado con los elementos fenicios y griegos que comentábamos más arriba.
La agrupación de esas aristocracias en algunas poblaciones dará lugar al surgimiento de auténticos centros primarios en torno a los que se establecerá un dominio de tipo territorial. Este interés estratégico por el dominio del territorio se puede apreciar a...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prólogo
  7. Introducción
  8. Capítulo 1: El problema de los orígenes
  9. Capítulo 2: El enigma de las lenguas ibéricas
  10. Capítulo 3: Los diferentes pueblos ibéricos
  11. Capítulo 4: ¿Cómo veían los antiguos griegos y romanos a los íberos?
  12. Capítulo 5: Reyes, aristócratas y caballeros (¿y esclavos?)
  13. Capítulo 6: El legado monumental
  14. Capítulo 7: La guerra en el mundo ibérico
  15. Capítulo 8: La religión en el mundo ibérico
  16. Capítulo 9: El ocaso de la sociedad ibérica
  17. Capítulo 10: Curiosidades: las andanzas de la arqueología ibérica
  18. Epílogo
  19. Anexos documentales
  20. Tabla cronológica (a.C.)
  21. Bibliografía
  22. Agradecimientos