
- 400 páginas
- Spanish
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Pablo Iglesias
Descripción del libro
Nacido y muerto en la más absoluta miseria, la infatigable lucha política de Pablo Iglesias mejoró indudablemente la calidad de vida de los españoles de su época, y de la nuestra. La vida de Pablo Iglesias Posse es un ejemplo de humildad y de honradez que es difícilmente superable por la vida de cualquier otro líder político español de su época. Lamentablemente la mayoría de las obras dedicadas al movimiento obrero en España y a los integrantes de esa época o son muy generalistas y tratan el movimiento obrero de un modo superficial, o son muy específicas y engloban periodos de tiempo muy concretos o datos muy específicos de las personalidades implicadas. La obra de Gustavo Vidal Manzanares pretende ser una síntesis de una obra histórica sobre la prehistoria del movimiento obrero español y una biografía sobre una de las personalidades políticas más importante e influyente del S. XX español. Pablo Iglesias nos traslada, de un modo didáctico, comprensible y con un estilo ágil, la vida del político de El Ferrol. Nacido en la más absoluta miseria, en su infancia tuvo que mendigar, fue criado en un hospicio y vio morir a su hermano de tuberculosis, no obstante, fue un ejemplo de honradez y de lucha con el fin de que que ningún español más sufriera las penurias que él había sufrido. Pero la obra de Gustavo Vidal no sólo se centra en los aspectos más sobresalientes de la vida de Iglesias, sino que además contextualiza al político en su tiempo facilitándonos la tarea de comprender por qué obró como obró y en qué España vivía. La España en la que nació era tremendamente desigual, con una nobleza inmensamente rica y un pueblo que se moría de hambre y de enfermedad, el 80% de la población, además, era analfabeta.
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Información
Capítulo 1
Pobreza extrema y Hospicio
VERANO DE 1860. PROXIMIDADES DE MADRID
Habían caminado durante tres semanas.
A pleno sol.
Dormían en calveros y arboledas, sobre sacos de paja. Avanzaban por un camino estrecho y lleno de barro donde la oscuridad parecía palparse. Pronto llegarían a Madrid. El mayor de los dos hermanos se apoyaba sobre un carro de arriero cuyas ruedas de madera gemían lúgubremente. A ambos lados de la senda, frondosos arbustos salvajes se estremecían al menor soplo de viento. Partieron desde Galicia, la madre, el hermano y él. A menudo, la mujer tose, resopla y sube al carro. Con las manos esculpidas de callosidades enjuga el sudor que baña su frente. Se llama Juana y sueña con aprender a leer. El marido se llamaba Pedro Iglesias, de segundo apellido Expósito. Tras su inopinada muerte, la pobreza ha aguijoneado los días de Juana, Manuelín y Paulino.
Juana recordó a un lejano familiar colocado en Madrid, en la casa de un señorón cuyos títulos no caben en tarjeta de visita alguna [1] , y acuden en su búsqueda.
En el Madrid que recibe a la familia Iglesias aún retumban los truenos de la "Vicalvarada" [2] y los ciudadanos se han lanzado a la calle al saber que los cañones españoles han conquistado la plaza de Tetuán [3] . La villa hierve entre fervor patriótico, obras públicas y actos culturales. Se inaugura la Exposición Nacional de Bellas Artes con trescientas treinta y tres obras. Entre ellas, destaca Los comuneros de Antonio Gisbert, galardonada y adquirida por el Congreso. Hartzenbusch [4] ultima La hija de Cervantes en homenaje al genio de Alcalá de Henares, y Mesonero Romanos [5] recoge de la imprenta las pruebas, aún con la tinta fresca, de El antiguo Madrid. Paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta Villa. María de las Mercedes de Orleans [6] acaba de nacer en esta España isabelina de extraordinaria afición al baile. Se danza en el Palacio Real, en los salones aristocráticos, en embajadas, en sótanos y azoteas. Proliferan las sociedades recreativas cuya finalidad es organizar veladas de baile. Destacan: Liceo Madrileño, La Constante, La Primavera, La Novedad, La Oriental, La Veneciana...
Mientras los zapatos taconean al ritmo de las orquestas, cientos de obre ros levantan adoquines y escarban terrones. Carlos María de Castro ve aprobado y ejecutado su Plan de Ensanche. Consecuencia de la desamortización [7] , Madrid ha crecido como centro burocrático, industrial y de consumo. Este plan urbanístico, inspirado en el Plan Cerdá de Barcelona, establecerá un desarrollo ajeno a la red central (Plaza Mayor, Puerta del Sol...) en previsión del inminente aumento de población. El ensanche contribuirá a asentar a la floreciente burguesía en los núcleos urbanizados por el marqués de Salamanca [8] . El proletariado se agrupará en el extrarradio. Tetuán de las Victorias se unirá a Cuatro Caminos. Posteriormente, irán poblándose otras barriadas: las Ventas, Guindalera, Prosperidad, Vallecas... De notoria importancia será la canalización de las aguas del río Lozoya. La reina Isabel II inaugurará el canal que lleva su nombre mientras la castiza figura del aguador, con su barrica al hombro, quedará hundida en el recuerdo.
Ajenos a estos acontecimientos, los pasos de la familia Iglesias resuenan sobre el empedrado madrileño.
Hay que encontrar a ese lejano pariente.
Desde la Cava enfilaron la calle de Segovia donde pendía el cartel de la posada del Maragato. Entre arrieros, cosarios y trajinantes, Juana y los dos niños consiguieron acercarse al mostrador de la hostería. Portaban en sus ropas polvo de varias provincias y el roce de rocas y aromáticos olivares. Tras el aseo y cambio de atavío, emprendieron la búsqueda del familiar.
Tardaron en encontrar el palacio. Paulino leía los rótulos de las calles en un apresurado caminar entre las arterias del Madrid decimonónico. A fuerza de preguntas, dieron con la calle San Bernardo y, esquina a Flor Alta, se toparon con el imponente palacio del conde de Altamira.
Todo lo que los Iglesias poseían era una esperanza.
Y vivía en aquel palacio.
Ventura Rodríguez [9] había comenzado a levantar ese edificio inconcluso. Una puerta enorme protegía un zaguán donde cabían diez carruajes enjaezados; la escalera de piedra se dividía en dos tramos y en el arranque de estos destacaba el reflejo marmóreo de la estatua de un guerrero griego, desnudo, desenvainando una espada de dos filos, protegido por un escudo con múltiples figuras labradas. Un portero de uniforme ceñido y cuajado de galones se acercó. Cohibida y posiblemente asustada, Juana Posse preguntó por su tío. Soy nuevo y no conozco a ese señor, esperen que averigüe. Entró por una puerta de servicio y, minutos después, regresó. Sin duda, el ordenanza comprendía la situación. En su rostro se plasmaba la tristeza. Señora, ese señor, su tío... ya murió.
Muchos años después, Pablo Iglesias Posse habría de recordar la necesidad que lo arrastró a Madrid. En 1904, la Junta Directiva de la Asociación del Arte de Imprimir solicitó una semblanza de sus afiliados. Así, Pablo escribió que había nacido en El Ferrol el 18 de octubre de 1.850. Su padre, Pedro de la Iglesia Expósito, trabajaba como peón para el ayuntamiento ferrolano. A su madre la define como "buena gente, callada, dulce, laboriosa y conocedora de la difícil y aspérrima ciencia de encontrar un bienestar relativo en la escasez y aun en la miseria, la ciencia de hacer que la ropa dure mucho, que la limpieza lo ennoblezca y embellezca todo, que sepan bien las patatas solas y las sopas de ajo". Pedro apenas recibe las primeras letras en los Desamparados de Orense. Su primogénito acude cuatro años a las aulas y cuando el menor, Manuelín, comienza a acompañarlo, acaece la desgracia. Aquel cabeza de familia, hijo de padres desconocidos y sin más patrimonio que su espinazo, deja a Juana dos hijos y algunas deudas. Ella, natural de Santiago de Compostela, solo sabe de aquel lejano pariente empleado en una casa de abolengo.
TIEMPOS DE POBREZA EXTREMA
¿Qué sucedió las siguientes jornadas?
Tan solo podemos vislumbrar el cuadro de una mujer de negro, anegada de angustia y con dos pequeños hambrientos. Bajo el soportal de una calle, a refugio del calor, tiende la mano en demanda de limosna (M. Almela Meliá, Pablo Iglesias. Rasgos de su vida íntima, 11).
Pocas ilusiones se reparten entre las clases humildes en esta España de incierto derrotero. A mediados del siglo XIX se han operado transformaciones de calado. La corriente liberal ha impuesto sus postulados económicos y la transición del feudalismo al capitalismo convulsiona el tejido social. Pero las antiguas clases dominantes no han visto mermada su influencia. La nobleza territorial salvaguarda su poder sobre el caudal que le proporciona la posesión de sus tierras. Aunque se han volatilizado los privilegios jurisdiccionales, la desvinculación de los mayorazgos ha colmado sus arcas. Por su parte, la pequeña nobleza desaparece o pasa a engrosar las filas de la nueva clase dominante: la burguesía. Este sector ha impulsado el cambio con el aliento del pueblo pero, coronados sus objetivos, ha estrechado la mano de sus antiguos enemigos, los aristócratas. Al margen, una pequeña burguesía imbuida en el intelecto y el comercio defiende los principios democráticos.
El clero ha sufrido una debacle a causa de las desamortizaciones. En el terreno político, su apoyo a los carlistas [10] y a la reacción merma cualquier credibilidad. Sin embargo, su preponderancia como religión oficial permanece intocable. Los militares, tras el protagonismo en las ya lejanas guerras de la Independencia y en las carlistas y africanas, se constituyen como un monolítico árbitro de la política.
El campesinado y el proletariado urbano soportan el peso de la nobleza, la burguesía, el clero y el estamento militar. Los campesinos, desaparecidos los señoríos y sin tierras que labrar, comienzan a formar una nutrida horda. En miles de casos, la huida a las ciudades es la única salida. Fruto de la imparable industrialización y del éxodo rural, el proletariado comienza a crecer. Campesinos y obreros rozan el nivel de subsistencia y, en múltiples ocasiones, chapotean en la miseria. La ausencia de normas higiénicas provoca en el obrero la aparición de corrosivas enfermedades. Algunas mortales, como el cólera y la tuberculosis. Estas condiciones explotan, no pocas veces, en motines y tumultos sofocados, a sangre y pólvora, por los sables y mosquetones de las fuerzas de seguridad. Pese a todo, la inmigración desatada multiplica la población de las urbes. La mayoría tendrá que asentarse fuera de sus desbordados muros medievales. Los ayuntamientos se verán así impelidos a emprender ambiciosos planes de infraestructuras que, en una espiral especulativa, bañará de oro a la burguesía. Mientras, el analfabetismo estrangulará al setenta por ciento de la población. Los ecos políticos son agudos, toda vez que los analfabetos carecen de derecho al voto. La Iglesia, por su parte, torpedeará cualquier conato de educación moderna (Crónica de España, 677) [11] . Sin embargo, la cultura adquiere un nuevo sesgo. De peligroso virus en el Antiguo Régimen se convierte en herramienta imprescindible para la floreciente burguesía. Urgen artistas, escritores, científicos, ingenieros, técnicos que materialicen las necesidades y afán de lucro de la nueva clase.
En medio de este clima efervescente, aunque agobiados por la desolación, los Iglesias buscan un resquicio a la penuria. En poco tiempo, la familia sufre otro desgarro. Sin posibilidad de sobrevivir juntos, hay que recurrir a la generosidad del conde de Altamira. Unas líneas dirigidas al presidente de la Diputación Provincial, al gobernador civil, al marqués de la Vega de Armijo o a don Ángel Echalecu, diputado visitador de asilo, adquirirían rango de orden si concluían firmadas por el noble. No se explica de otra manera la rápida admisión de los dos hermanos Iglesias en el hospicio de San Fernando (J.J. Morato, Pablo Iglesias Posse. Educador de muchedumbres, 12).
EN EL HOSPICIO
Así, los dos pequeños entraron en aquella casa de caridad y la señora Juana alquiló un cuarto en la travesía de Cabestreros. Aquellos chiscones oscuros, sin ventilación, se construían en los huecos de las escaleras y debajo de los tejados, expuestos al azote inmisericorde del sol, el frío y la lluvia. Solían dar a un patio sucio donde se levantaban montones de trastos, a menudo cubiertos de chapas y maderas carcomidas, ladrillos y tejas. Por las tardes, las vecinas lavaban en el patio y, nada más terminar, vaciaban sus cubos en los desagües provocando charcos que, una vez secos, formaban manchurrones costrosos y regueros de añil. Colgaban ropas de las barandillas, colchas remendadas, telas harapientas tendidas en cuerdas atadas de una ventana a otra. Cada vivienda era una muestra del comunismo de la penuria. El alquiler, seis pesetas al mes, era lo más barato que podía hallarse en aquel Madrid de bailes, ecos de guerras lejanas y de una monarquía próxima a derrumbarse. Mientras, Juana atravesaba portales y plazas ofreciéndose para lavar ropa y asistir en alguna casa.

Labores escolares de Pablo Iglesias. En el Hospicio se impartía una rudimentaria enseñanza elemental previa a la elección de oficio. En la imagen, trabajos de conjugación latina.
La separación fue un trance tan doloroso que sumió al jovencísimo Pablo en lo que, hoy, diagnosticaríamos como depresión profunda. Así, "no días, ni semanas, meses enteros vivió Paulino sin noción clara de la realidad. Inconscientemente hacía lo que le mandaban o lo que veía hacer, no comiendo apenas..." (J.J. Morato, 12).
Consecuencia de este dolor psíquico eran frecuentes los mareos y los estados de angustia. Dos veces fue ingresado en la enfermería del asilo y una, por error, en el hospital. En una época sometida a la insalubridad y a la escasez, no eran muchos los médicos que profundizaban en los trastornos psicosomáticos. De este modo, con un diagnóstico erróneo, a Paulino le aplicaron un tratamiento contraindicado que lo hirió con una enfermedad gástrica de por vida.
A la salida del hospital, camino del hospicio, aún conservaba las cicatrices de las sanguijuelas sobre la boca del estómago.

Fachada del antiguo Hospicio de San Fernando (actual Museo Municipal de Madrid). Entre sus muros, y separado de su madre, viviría Pablo Iglesias momentos de intensa amargura y soledad. Sin embargo, allí pudo cubrir las necesidades básicas que su pobreza le negaba, y aprender el oficio de impresor.
La vida en el hospicio no era grata. La alimentación, escasa y poco variada, se componía de:
Una libra de pan fabricado por contrata; garbanzos, judías, arroz, lentejas, patatas; seis adarmes de tocino y siete de carne por plaza, y aceite, vinagre más media libra de pimentón, cuatro cabezas de ajos, dos cebollas y tres cuarterones de sal al día por cada cincuenta plazas.
Y alguna vez bacalao y hortalizas; potajes y bacalao por Semana Santa y en la Cuaresma, y ...
Y alguna vez bacalao y hortalizas; potajes y bacalao por Semana Santa y en la Cuaresma, y ...
Índice
- Portada
- Índice
- Cronología
- Introducción
- Capítulo 1. Pobreza extrema y Hospicio
- Capítulo 2. Un obrero de once años
- Capítulo 3. La revolución Gloriosa
- Capítulo 4. En los umbrales de la política
- Capítulo 5. Un país convulso
- Capítulo 6. Presidente de la Asociación del Arte de Imprimir
- Capítulo 7. La fundación del PSOE
- Capítulo 8. Huelga, persecuciones y cárcel
- Capítulo 9. Nacen la UGT y El Socialista
- Capítulo 10. Por la jornada de ocho horas
- Capítulo 11. Pablo Iglesias, un hombre sin vida privada
- Capítulo 12. Pérdida de las colonias
- Capítulo 13. Inocente Calleja: el tesoro de la amistad
- Capítulo 14. Concejal en Madrid
- Capítulo 15. El día más feliz de Pablo Iglesias
- Capítulo 16. Diputado a Cortes Generales
- Capítulo 17. "Las dos Españas"
- Capítulo 18. Huelga general de 1917
- Capítulo 19. Desastres africanos y dictadura militar
- Capítulo 20. "Por manos de compañeros socialistas"
- Bibliografía
- Notas