
- 528 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Grandes desastres tecnológicos
Descripción del libro
Los grandes desastres tecnológicos han sido silenciados en la prensa por presiones políticas o intereses económicos, no se han explicado sus causas, su desarrollo y sus últimas consecuencias hasta ahora. Detrás de los desastres tecnológicos, tanto si estos han causado víctimas como si no, no siempre se esconden errores humanos, fallos de cálculo o carencias en la tecnología de la época, sino que muchas veces, pongamos por ejemplo el caso de Chernóbil, el desastre se genera porque un hombre se cree más listo que sus predecesores y osa desactivar los sistemas de seguridad que los que trabajaron antes que él predispusieron; otras veces, pongamos ahora de ejemplo los trenes de alta velocidad japoneses, los fallos se provocan por el exceso de celo de los ingenieros y constructores; en ocasiones los errores no se descubren jamás como en el caso de las explosiones en vuelo del modelo de avión Comet; y otras veces, los fallos y averías vienen determinadas de fábrica, como en el caso de la mayoría de automóviles. Grandes desastres tecnológicos analiza de un modo ameno pero muy informativo, los desastres que se han dado a lo largo de la historia y que no se han investigado suficiente o bien por presiones políticas o por intereses comerciales o, simplemente, porque eran fallos en un tipo de tecnología que la gente desconocía. Koldobica Gotxone y Félix Ballesteros utilizan toda la documentación posible, además de su experiencia personal, en algunos casos, para descubrirnos qué se esconde detrás de los fracasos humanos en temas tan determinantes como la aviación, la informática, la energía o la carrera espacial.
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Información
V
LA CARRERA ESPACIAL
Capítulo 33
Los porqués de una gloriosa locura
Después, el espacio sólo sería un trabajo pero, en su primera década, fue un romance.
Comentario de un colaborador acerca de Serguei Pavlovich Korolev.
Los inicios del programa espacial se ven ahora como algo mítico y casi poético relacionado sobre todo con la ciencia y la aventura, pero lo cierto es que en aquellos tiempos su trastienda era todo menos eso.
De hecho se trataba de contraponer dos modelos opuestos de sociedad (eso es política) y de tener cohetes lanzadores para devolver el golpe si se iniciaba una guerra nuclear (eso es militarismo). Ante todo ello, la ciencia era en los inicios apenas un efecto colateral y la aventura era el resultado de unos riesgos no siempre bien calculados.
Más allá de cualquier duda, el mayor éxito de la carrera espacial fue que esa lucha entre dos terribles adversarios, con toda su inevitable tasa de errores, presiones políticas, incapacidades personales y afanes de protagonismo, se llevó a cabo en el campo de la ciencia y la exploración, y tenemos que estar eternamente agradecidos de que gastasen allí el valor y las medallas (y los presupuestos) y no llegasen a las manos en otros campos.
Otro efecto colateral es que, al igual que en los comentarios de los políticos en una noche electoral, todo lo que llegaba al gran público eran «éxitos» y los problemas, incidentes y desastres se ocultaron al público, siempre que se pudo, detrás de una gruesa cortina de propaganda. Aquí vamos a tratar de abrir un poco esa cortina en nuestro intento de mostrar esas ocasiones en que la diosa técnica, dependiendo para su liturgia de ingenieros-sacerdotes y diversos acólitos (humanos al fin y al cabo), ve empañada su gloria en el mundo por los pecados de los oficiantes.
SIN REPARAR EN GASTOS
A la hora de escribir estas líneas parece inconcebible que sólo cuarenta años atrás el ser humano fuese capaz de pasear por la Luna y que hoy en día, sin embargo, esa hazaña sea casi impensable y, desde luego, en la práctica irrepetible a corto, medio y, por lo que se ve, largo plazo.
Si alguien propusiese montar con ese fin una organización como la NASA, casi de la nada, y darle un presupuesto ilimitado, no pasaría de la puerta de quien lo tuviese que aprobar. De ninguna puerta. Bastantes problemas tiene la economía mundial como para sacar de circulación centenares de miles de millones y quemarlos en fuegos artificiales.
Y si alguien propusiese meter a dos o tres personas en una cápsula de tres metros de diámetro durante una semana sin haber ensayado todo el viaje con métodos automáticos (con éxito) y sin tener media docena de alternativas de escape o de regreso le dirían que se volviese a su mesa y se estuviese muy callado, porque de difundirse una propuesta así la prensa le crucificaría tras juicio sumarísimo. La lanzadera espacial, en este aspecto, es un residuo de aquella época y se ha mantenido mucho más allá de su época por razones estratégicas y de imagen de Estados Unidos; hoy en día no podría nacer algo tan mal pensado desde el punto de vista de la seguridad.
En un mundo en el que (ahora) no se puede ni tirar la basura sin cumplir homologaciones, sacar permisos y obtener consensos, se quemaban (entonces) millones de dólares en combustibles altamente contaminantes y se viajaba en naves que sacaban parte de su energía de isótopos radioactivos que solían acabar en el fondo del océano.
TÉCNICA, SUERTE Y MILAGROS
Y tuvieron mucha suerte. Hubo accidentes, pero tuvieron «mucha (buena) suerte». Hay que ser conscientes, por poner sólo un ejemplo, de que el despegue de los cohetes Saturn V desde Cabo Cañaveral contaba con miles de personas de apoyo, el procedimiento había sido ya probado cientos de veces y era una instalación muy depurada. Pero, por el contrario, la «base espacial» de la Luna, el vital elemento desde el que debían despegar en el viaje de vuelta, era algo que acababan de posar en el suelo lunar (era la mitad inferior del Módulo lunar). Además nunca se había usado en esas condiciones, pues sólo se había probado en la Tierra, con una gravedad mayor, y en órbita, en la ingravidez, era una «base espacial» muy limitada en sus funciones, podía estar desnivelada y no tenía medios (ni personal disponible con cajas de herramientas) para reparar ninguna de las miles de pequeñas averías que retrasan cada lanzamiento rutinario desde cualquier base espacial, ya sea en Plesetsk (la base desde la que más satélites se han lanzado –más que en la suma del resto de bases–, pese a ser muy poco conocida), Kiruna, Kourou, Baikonur, Cabo Cañaveral, Hainan, Vanderberg o Xichang.
El hecho que no fallase nada en un despegue lunar es demostración de buena suerte; el único fallo en esa maniobra ocurrió en el Apollo X, que se acercó a la superficie lunar pero no alunizó y, a la hora de ensayar el «despegue», un conmutador que estaba en la posición equivocada hizo que el módulo de ascenso arrancase dando vueltas de campana. Si hubiese sucedido en un despegue desde la superficie lunar se habrían estrellado, pero como sucedió en el «único» ensayo que se hizo de la maniobra antes de la misión clave del Apollo XI, los astronautas pudieron estabilizar la nave en los minutos siguientes y reanudar la ascensión de vuelta a casa, sudorosos pero vivos. Pese a todo, si hubiesen tardado sólo unos segundos más en estabilizar la nave se habrían estrellado en la superficie de la Luna, porque el sistema automático de la nave estaba tratando de encontrar el Módulo de mando Apollo para acercarse a él, pero el único candidato a destino que detectaba era la superficie de la Luna y, cuando retomaron el control, los astronautas estaba acelerando hacia allí a la máxima potencia.
Y, desde luego, hoy en día habría que demostrar, con cuentas que cuadrasen con un par de decimales como mínimo, que cualquier «aventura» que se emprendiese iba a resultar «económicamente» rentable a no muy largo plazo y ahora, normalmente, todo lo que excede de una legislatura es un plazo inaceptable.
UNA COMPETICIÓN IRRACIONAL… Y GLORIOSA
En los años cincuenta, sin embargo, en un mundo en el que todavía había norteamericanos que utilizaban el caballo a diario para desplazarse y en el que en la Unión Soviética escaseaban hasta los caballos; en un mundo en el que no había ordenadores, en el que el Atlántico era una barrera que apenas traspasaban unos pocos aviones cada día y unos cables telefónicos escasos y muy rudimentarios (el primer cable «telefónico» transatlántico, tendido en 1956, sólo podía transmitir treinta y seis llamadas a la vez); un mundo en el que la televisión era en blanco y negro (en los escasísimos lugares donde la había) y donde la medicina ni siquiera sabía que el tabaco era nocivo para la salud; en un mundo así se produjo el disparo de salida de una competición aparentemente insensata entre las dos superpotencias con el absurdo objetivo de poner el pie en un lugar en el que ni se nos esperaba, ni se esperaba sacar ningún provecho, ni se sabía cómo llegar hasta allí: la Luna.
Esa carrera espacial empezó siendo un desfile triunfal de la Unión Soviética, que paseaba con orgullo sus siglas, CCCP, por los noticiarios cuando lanzó el primer satélite artificial, el Sputnik1, aquel 4 de octubre de 1957 y el mundo se echó a temblar: si podían hacer que un objeto diese vueltas al mundo, bien podían hacer que no terminase la vuelta y cayese en cualquier parte del planeta. Dicho de otra manera, los soviéticos podían poner una bomba nuclear en «cualquier» ciudad occidental en el momento que quisiesen. Ya no dependían de los bombarderos, ya no se les podía parar con artillería antiaérea.
Ante esa amenaza no había defensa efectiva, así es que en Estados Unidos se optó por desarrollar una amenaza equivalente: había que poner en órbita un satélite, con las siglas USA pintadas en su superficie, que demostrase que ellos podían hacer lo mismo.
CORREDORES CON MULETAS
Pero no podían. No tenían el cohete adecuado y, sin un buen lanzador, no puedes demostrar que para hacerlo tienes lo que hay que tener.
Para mayor confusión, había varios candidatos para orquestar la respuesta norteamericana y la Armada, que estaba en esos años cargando cohetes en sus submarinos para poder acercarlos con sigilo a las costas enemigas y disparar de cerca (ya que no podían hacerlo de lejos), fue la elegida para desarrollar un cohete que salvase el honor de Estados Unidos y asustase a los soviéticos.
Pero el resultado fue peor que si se hubiesen estado quietos.
Los soviéticos tenían muy bien engrasados los mecanismos y procedimientos que mantienen el secreto de lo que sucedía dentro de sus fronteras y podían permitirse (y se permitieron), el lujo de fallar todos los lanzamientos que hiciese falta para dar publicidad sólo a los que salían bien. En los Estados Unidos, por el contrario, los fallos se filmaban (¡malditos periodistas!) y se exhibían en todos los cines durante las semanas siguientes.
Y fue peor que si se hubiesen estado quietos porque los primeros
cohetes, los Vanguard, eran más dignos de la «Guerra de Gila» que de la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica o de casi cualquier Marina.
cohetes, los Vanguard, eran más dignos de la «Guerra de Gila» que de la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica o de casi cualquier Marina.
El primero llegó a despegar, subió un poco, unos metros, se ladeó… y cayó reventando en el suelo con gran parafernalia de efectos especiales y nubes de fuego, dejando a los militares la deprimente tarea de volver a construir una base de lanzamiento.
El siguiente aspirante a satélite artificial era también una sofisticada máquina de quince centímetros de diámetro, uno de cuyos dos transmisores funcionaba con una pila de mercurio no mucho mejor que las pilas normales de nuestros aparatos portátiles actuales. No estalló, cosa que debió hacer que suspirasen aliviados los responsables de construir las instalaciones, pero no nos dejó una idea clara de que había funcionado mejor, puesto que tampoco arrancó, de hecho ni siquiera encendió el motor y el cohete se quedó firmemente pegado a la Tierra. Lo que sí funcionó fue el mecanismo de expulsión del satélite, que unos minutos después de la hora de salida lo lanzó desde la punta del inmóvil lanzador: hizo ¡plop!, el aspirante a satélite cayó siguiendo una lastimosa parábola hasta el suelo y, una vez allí, rodó hasta el borde de la plataforma de hormigón, donde comenzó a radiar su bip-bip quizá sintiendo la satisfacción de haber hecho bien su trabajo.

El Vanguard en sus explosivos primeros tiempos.
Algo es algo. Y además todavía tenían en pie la plataforma de lanzamiento, cosa que también fue muy de agradecer.
Pero viendo ese patético satélite caer desde la cima del cohete… las risas eran atronadoras en las salas de cine, que solían incluir un noticiario, puesto que esa era la única manera de «ver» las noticias que se leían en los periódicos y se oían en la radio (la televisión era todavía algo más parecido a la ciencia ficción que a un electrodoméstico, y en España ni eso). En Washington, por el contrario, las caras eran muy largas esos días, tan largas como anchas eran las sonrisas en el Kremlin.
La razón de fondo para esos iniciales fracasos de los norteamericanos puede estar precisamente en su supremacía en otros aspectos de la Guerra Fría: Estados Unidos tenía buenos bombarderos (el B-52 era tan bueno que todavía vuela y sigue siendo de lo mejor disponible desde el punto de vista militar, pese a que en Vietnam adquirió muy mala imagen) y tenían bases «amigas» por todo el planeta complementadas con una potente flota de portaaviones, por lo que disponían de diversas opciones para lanzar sus bombas y las podían arrojar desde una distancia no demasiado alejada de sus objetivos.
Los soviéticos, por el contrario, con unas pésimas salidas al mar, sin portaaviones y sin países amigos cerca de Estados Unidos, necesitaban sus misiles de largo alcance. En su momento trataremos a Cuba como se merece, pero en aquellos días todavía era una república con un cliente privilegiado, que era Estados Unidos, al que le debían la independencia de España y cuyos ciudadanos llenaban sus casinos y burdeles todo el año.
El resultado, por el momento, era que la Unión Soviética había desarrollado lanzadores más pesados, que se podían utilizar además en la carrera espacial.
VON BRAUN
La respuesta norteamericana terminó llegando por el lado del Ejército de Tierra, que tenía en nómina a Wernher von Braun, tristemente famoso por crear las V-1 y V-2 que asolaron Londres en la Segunda Guerra Mundial.
Al final de aquella guerra, Von Braun se había entregado al Ejército americano, junto con unos quinientos de sus especialistas y técnicos. Desde luego fue una entrega muy bien organizada que negoció cuando vio que los rusos se acercaban a donde él estaba haciendo esas bombas volantes (le parecieron mejores los americanos que los rusos), pero en los años cincuenta Wernher estaba como tantos alemanes en «proceso de desnazificación2» dado que había participado en la guerra, se había alistado en las SS en algún momento de su vida y había utilizado como mano de obra a los prisioneros de campos de concentración (esclavos de facto). A su favor pesaba que al entregarse se había llevado consigo las V-1 y V-2 que no había lanzado aún, incluyendo los vehículos de transporte hechos a medida y piezas ya fabricadas para montar unos cien cohetes más. La eficiencia alemana se manifestaba incluso en las fugas.
Las malas lenguas cuent...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- Título
- Créditos
- Dedicatoria
- Índice
- Introducción
- I. INFORMÁTICA
- II. LA AVIACIÓN
- III. LOS COCHES
- IV. LA ENERGÍA ATÓMICA (O NO)
- V. LA CARRERA ESPACIAL
- VI. MEDICINA Y FARMACIA
- VII. DESASTRES QUÍMICOS
- VIII. OBRAS PÚBLICAS
- Contraportada