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Breve historia del feudalismo
Descripción del libro
"A través de las fuentes más novedosas, conocerá un turbio periodo histórico repleto de invasiones, conflictos civiles y guerras, que apasionará a cualquier amante de la historia medieval."(Todo literatura) "Breve historia del feudalismo desmonta los viejos tópicos sobre este sistema de gobierno y ayudará al lector a comprender que no sólo fue un período decadente y que campesino no era exactamente sinónimo de esclavo."(Panoplia de libros) Una obra que arroja luz sobre una de las etapas más desconocidas pero más interesantes de la historia de la humanidad. En las postrimerías del S. V, el Imperio romano agonizaba y era sustituido por pequeños estados de procedencia germánica, la inestabilidad de estos estados provocaba un continuo estado de guerra y de invasión entre los pueblos, los hombres más débiles eligen libremente confiar su protección a los más fuertes, a cambio de unas tasas. Breve Historia del Feudalismo nos narra la historia de la compleja metamorfosis de Europa y de las complejas relaciones horizontales entre la nobleza y verticales entre esta y el campesinado y, a través de esa historia, podremos derribar tópicos como la identificación de campesinado y esclavitud. David Barreras y Cristina Durán utilizan las fuentes más novedosas para explicar un complejo sistema en el que los reyes eran reyes en un territorio y vasallos en otro o en el que coexistieron estados y regiones feudalizados con otros que no lo hicieron. El objetivo de los autores es aglutinar las diversas tesis que sobre el régimen feudal existen y mostrárselas al lector para que pueda comprenderlas claramente, y así iluminar un poco lo que históricamente se conoce como la época oscura. Razones para comprar la obra: - Usando documentación actual y heterogénea, los autores consiguen desmontar viejos dogmas sobre la Europa feudal como la esclavitud del campesinado.
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Información
1
La caída de Roma
LA LENTA AGONÍA DE UN IMPERIO LEGENDARIO
Año 193, el ejército romano de Panonia, una región situada a caballo entre las actuales Austria y Hungría, proclamaba emperador a Septimio Severo (193-211). Año 284, las tropas romano-orientales hacían lo propio con Diocleciano. Ambas fechas acotan un período de crisis generalizada, el siglo III, del que emergerá el denominado Bajo Imperio romano. Con la ascensión al trono imperial de Diocleciano (284-305), ya superado el gran bache que supuso aquella recesión del siglo III, surgiría una nueva potencia política y militar de las cenizas del Imperio romano clásico. El Alto Imperio puede en esos momentos darse por muerto. El Bajo Imperio nace entonces como una adaptación de la anterior versión a los nuevos tiempos. El mundo antiguo estaba cambiando en los albores de la tercera centuria, la pax romana ya no estaba garantizada, por todas partes los bárbaros habían comenzado a penetrar las fronteras romanas, por lo que el Imperio debía renovarse o acabaría condenado a la extinción. Las soluciones utilizadas durante el Alto Imperio para posibilitar sus éxitos militares se adaptaban a un mundo bárbaro relativamente tranquilo, motivo por el cual ya no servían para el turbulento período que estamos estudiando. Las nuevas soluciones nos resultan, cuando menos, curiosas. La única forma que los nuevos emperadores romanos encontraron para frenar el empuje bárbaro, sobre todo la amenazante presión germánica, fue combatir tal y como lo hacían estos ejércitos extranjeros. El efecto de este cambio se iría haciendo notar de forma progresiva y los soldados romanos acabarían utilizando las mismas armas y tácticas que sus enemigos. Al mismo tiempo también se reclutarían mercenarios germanos, en muchas ocasiones de forma masiva, e incluso algunos caudillos bárbaros llegarían a ser nombrados generales de los ejércitos imperiales. No obstante, esta metamorfosis experimentada por el ejército romano por sí sola no hubiera bastado para salvaguardar la integridad del Imperio. La revolución iniciada por Diocleciano, y continuada por Constantino (306-337), sería mucho más profunda y abarcaría, además del ya mencionado ámbito militar, los marcos político, administrativo, económico, social y religioso. Estos dos emperadores consiguieron de esta forma reorganizar el Imperio romano y librarlo momentáneamente de la anarquía interior y del peligro bárbaro exterior, problemas que serán tratados más ampliamente en los apartados siguientes, «Romanos contra romanos» y «Bárbaros: terror en las fronteras», respectivamente. Todos estos cambios aportarían cierta estabilidad al Imperio y le permitieron sobrevivir en la parte occidental doscientos años más y en Oriente incluso durante todo un milenio.

Octavio Augusto (27 a. C.-14) se convertiría en el primer emperador cuando asumiría de facto el pleno poder político de la República romana. En la imagen, estatua del emperador Octavio Augusto, Museo de la Civiltà Romana, Roma.
Roma siempre estuvo acosada, en mayor o menor medida, por los dos graves peligros mencionados en el anterior párrafo. El riesgo interno fue sin duda el más grave, y el que, aunque sólo fuera indirectamente, acabó con el Imperio en Occidente, ya que creó el desorden necesario para que los bárbaros, la otra gran amenaza de Roma, pudieran penetrar con facilidad sus fronteras.
La codicia de generales y senadores romanos, que siempre anhelaban hacerse con el poder supremo, resultaba extremadamente peligrosa para el trono imperial y, en definitiva, para el Estado en sí mismo. Este era un enemigo que, a diferencia del adversario bárbaro, se encontraba acechando en el mismo corazón del Imperio. Debido a ello, cuando las conquistas romanas activas concluyeron en tiempos de Trajano (98-117), también se redujo considerablemente el poder de los altos mandos del ejército, ya que, de esta forma, las posibilidades de que alguna fuerza militar destituyera al emperador quedaban minimizadas. Pero ya en época de Marco Aurelio (161-180), a pesar de los deseos de los emperadores por que imperaran tiempos de paz, el despertar de los bárbaros situados en las fronteras o limes obligaba al Imperio a iniciar un nuevo período bélico, aunque en esta ocasión se trataría de una guerra defensiva sin objetivo de conquista alguno. Dichos nuevos conflictos una vez más dejaban en manos de los generales un magnífico poder. Muy pronto el asesinato del heredero de Marco Aurelio, Cómodo, en el 192, pondría de manifiesto lo anterior. La elección del emperador quedará a partir de entonces en poder del ejército romano, dividido, la mayoría de las veces, en distintas facciones. La anarquía estaba por lo tanto servida.
No obstante, Septimio Severo saldría vencedor de los enfrentamientos civiles que tuvieron lugar, y no solamente se vestiría de púrpura, sino que, además, haría que el cetro imperial fuera hereditario para su familia. Pero tras cuarenta y dos años de estancia en el trono de la dinastía de Severo, el último de sus representantes, Alejandro, sería asesinado y muy pronto volvería a producirse otro período de conflictos civiles. Durante alrededor de medio siglo el ejército coronaría a sus propios candidatos a emperador, casi a la vez que esos mismos militares conspiraban contra ellos, los asesinaban y, sin ningún tipo de reparo, designaban nuevos sucesores. Ante tal panorama resulta sencillo comprender que muchos de los emperadores de este turbulento período se mantuvieran en el trono tan sólo unos meses. Incluso en algunos casos no es de extrañar que los «elegidos» fueran portadores del cetro imperial por escasos días. Muy pocos serían los que ocuparan tal honor durante años. La práctica totalidad de los soberanos del siglo III vería interrumpido su imperio de forma violenta, con la pérdida ya no sólo de la corona, sino incluso de su propia vida. Durante esta calamitosa centuria en no pocas ocasiones varias provincias romanas escapaban al control del emperador que se sentaba en la corte de Roma; es más, incluso en algún momento se produjo en lugares distantes la proclamación simultánea de varios emperadores por distintas facciones del ejército.

Las últimas grandes guerras de conquista romana fueron organizadas durante el reinado de Trajano (98-117), campañas entre las que destaca el sometimiento de Dacia, la actual Rumanía. Trajano sería el primer emperador nacido en las provincias coloniales, concretamente en Hispania, por lo que a partir de su entronización se rompió con la antigua tendencia de coronar únicamente a patricios originarios de Italia. En la imagen, busto del emperador Trajano, Museo Capitolino de Roma.
Alejandro Severo ocupó el trono durante trece años, tiempo más que suficiente para que, tras haber comprado la paz de los belicosos germanos, llegara a ganarse la antipatía de su ejército. Su impopularidad le conduciría a la muerte y los mismos soldados que le asesinaron en Maguncia, en la actual Alemania, serían quienes aclamarían como emperador a Maximino el Tracio (235-238). Durante los escasos tres años en los que portó la púrpura imperial, Maximino optó, a diferencia de su predecesor en el trono, por dar prioridad al desarrollo de una eficaz política militar. Para ello, deseoso de sanear la tesorería imperial, hubo de aumentar los impuestos, decisión a la que se opuso firmemente la clase senatorial, aristocracia terrateniente seriamente afectada por la creciente presión fiscal. Muchos de estos patricios pertenecían a la nobleza provincial y serían precisamente sus miembros quienes se alzarían en el 238, en concreto la aristocracia del norte de África, para entronizar a uno de sus representantes, el gobernador Gordiano. Pero Gordiano y su asociado al trono, su hijo Gordiano II, a pesar de ser reconocidos ambos por el Senado romano, pronto serían derrotados por las legiones de África. El Senado entronizaría entonces a dos nuevos emperadores, Pupieno y Balbino, aunque esta antigua institución romana se vería finalmente forzada a reconocer por aclamación popular los derechos del joven Gordiano III (238-244), nieto de Gordiano I. Sería precisamente Gordiano III el único de los tres emperadores que sobreviviría y quedaría solo al frente de Roma tras los asesinatos de Pupieno y Balbino a manos de la guardia pretoriana.

El sádico emperador Heliogábalo (218-222) corrió la misma suerte que sus antecesores y también fue asesinado. Sería sucedido por otro miembro de la dinastía de los Severos, Alejandro (222-235), el último de los representantes de su familia que accedió al trono imperial. En la imagen, cabeza del emperador Heliogábalo, Museo Capitolino (Roma).
Pero el reinado de Gordiano III no estaría exento de dificultades. Por entonces el Imperio romano se enfrentaba a godos y persas, y sería precisamente durante una campaña frente a estos últimos cuando el prefecto del pretorio, oficial imperial con atribuciones civiles y militares, Filipo el Árabe, se hizo con el trono gracias a una conspiración. Filipo (244-249) daría un nuevo giro a la política imperial y optaría por negociar la paz con Persia a cambio de oro para, de esta forma, poder centrar su atención en los problemas que más amenazaban con resquebrajar los cimientos de Roma. Sería por ello por lo que Filipo se interesaría especialmente en la defensa de las fronteras europeas, sobre todo en el limes danubiano, área acosada por los belicosos godos, al tiempo que trató de afianzar su posición en el trono, motivo por el cual debió combatir de forma enérgica a varios usurpadores. No obstante, finalmente sería privado de su cetro imperial en el 249 por Decio, uno de estos aspirantes. Decio (249-251) había sido uno de los generales de confianza de Filipo el Árabe, emperador que lo había puesto al frente de las legiones del Danubio. Precisamente en la frontera marcada por este río, el nuevo soberano continuaría luchando contra los godos, pueblo germánico que tras superar el Danubio alcanzaría Mesia, la actual Bulgaria, y los Balcanes, regiones a las que someterían a saqueo a lo largo de un año. Finalmente, en el 251 Decio moriría combatiendo a las hordas godas en Abrittus (Mesia), al mismo tiempo que el ejército romano era derrotado. Y mientras que los germanos podían proseguir sus rapiñas sin apenas hallar oposición por parte de las autoridades romanas, en Italia Treboniano Galo (251-253) se hacía con el poder imperial. Pero nuevamente la historia se repetía cuando el flamante emperador caía víctima de una conspiración urdida por un general, Emiliano, al que se le había otorgado demasiado poder, ya que Treboniano Galo le había colocado al frente de la defensa del Danubio. Aunque Emiliano tampoco ocuparía el trono durante demasiado tiempo, puesto que, al no poder contar con el apoyo de la metrópoli ni del Senado, sería sustituido por Valeriano el Ilírico (253-260). Por entonces a la presión goda se unió el rebrote de las hostilidades con los persas, así como el empuje de francos y alamanes en el limes renano. Valeriano caería prisionero de los persas en el 260 y su hijo, Galieno, tendría que hacer frente a los alamanes, a los que por suerte pudo detener en el norte de Italia. Este triunfo militar no evitaría, sin embargo, que en Oriente el conflicto persa acabara precipitando la proclamación como emperadores de Macriano y Quieto por parte del ejército allí acantonado. Mientras tanto, Regaliano protagonizaba un alzamiento en Panonia, región que había sido invadida por los sármatas, pueblo procedente de las estepas euroasiáticas. Y, por si no fuera suficiente, en la frontera del Rin el general Póstumo asesinaba al hijo de Galieno, Salonino, y también se coronaba emperador.

Clodio Albino fue un general romano de finales del siglo II que luchó en las guerras civiles que tuvieron lugar tras la muerte del emperador Cómodo. Enfrentado al emperador Septimio Severo, durante los primeros años de este último en el trono, finalmente sería derrotado y muerto.
En la imagen, busto de Clodio Albino, Museo Capitolino (Roma).
En la imagen, busto de Clodio Albino, Museo Capitolino (Roma).
Todos estos desórdenes internos y externos tendrían como consecuencia una profunda caída de la economía imperial, cuyas arcas se hallaban casi siempre vacías desde que a partir de Septimio Severo los gastos militares se incrementaron. Si a ello le añadimos la acusada reducción en la recaudación de impuestos que tuvo lugar como consecuencia de las frecuentes revueltas e invasiones, puede intuirse fácilmente que una de las soluciones que se planteó para atajar el problema fuera devaluar la moneda. Esta política económica provocó que las piezas nuevas, con un menor peso en metal precioso, fueran las que se utilizaban casi en exclusividad para la realización de todo tipo de transacciones económicas, mientras que las monedas antiguas comenzaron a ser guardadas, llegando las clases más pudientes, sobre todo la aristocracia senatorial, a atesorar grandes cantidades de piezas de oro. Ello supuso que en poco tiempo las monedas de peor calidad comenzaran a no ser aceptadas y que, por contra, las más apreciadas empezaran a escasear. Ante la elevada demanda de estas últimas su valor aumentó considerablemente, lo que provocó también el aumento de los precios. La inflación se trató de controlar fomentando el uso de la moneda divisional, mediante la restricción de las emisiones de piezas de oro y con medidas para controlar directamente los precios, como el Edictum pretiis, decretado por Diocleciano en el 301, el cual establecía el precio máximo que debía pagarse por cada producto agrícola o manufactura, así como por la mano de obra empleada, y decretaba la pena capital para todo aquel ciudadano que incumpliera esta ley. Pero durante el reinado de Constantino (306-337) esta política fue abandonada, ya que se favoreció el uso de una nueva moneda de oro, el sólido, y ello provocó que los usuarios de las monedas fraccionarias, es decir, las clases más desfavorecidas, se empobrecieran aún más. El motivo no era otro que el aumento de los precios pagados con las monedas de menor valor. La creación del sólido, moneda estable, con valor definido y acuñada en grandes cantidades, permitió la recuperación de la economía aunque, no obstante, esto tuvo como contrapartida abrir un abismo entre ricos y pobres aún mayor del que ya existía. La acuñación de moneda divisional no desapareció, pero Constantino abandonó la política imperial que favorecía su utilización y no hizo que su curso fuera obligatorio. Debido a todo ello estas piezas se devaluaron considerablemente.

Con el asesinato del emperador Alejandro (222-235) finalizaba la presencia de los Severos en el trono y de esta forma se daría continuidad a la orgía de sangre que hasta el año de proclamación de Diocleciano (284-305) otorgaría el cetro romano a un elevado número de soberanos, de los que, ante todo, es preciso destacar que la mayor parte de ellos tuvo un final trágico. En la imagen, busto del emperador Alejandro Severo, Museo Capitolino (Roma).
En el Imperio romano se acuñaban monedas con tres metales, bronce (as), plata (sestercio y denario) y oro (áureo y sólido), y las piezas fabricadas con cada uno de estos materiales solían tener diferentes usos. La moneda de bronce, la de menor valor, se empleaba principalmente en las transacciones de menor envergadura, en contraste con las de oro, que servían para los pagos de elevadas sumas de dinero, mientras que las de plata, con un valor intermedio, podían emplearse para satisfacer las soldadas de los legionarios. Ya los emperadores Septimio Severo y Caracalla (198-217) serían en buena medida responsables de la crisis monetaria como consecuencia de su política frente a las monedas de valor intermedio, es decir, las de plata. Mientras que el primero devaluó el denario, el segundo creó el antoniano, pieza que también estaba fabricada en plata y que acabó siendo muy utilizada, aunque es preciso destacar que pronto se mostraría como una moneda de incierto valor, ya que se depreció constantemente conforme iba disminuyendo en ella la cantidad de plata. Al antoniano se le asignaba inicialmente un valor doble con respecto al denario, a pesar de que el primero poseía solamente la mitad de metal precioso, y al ser una moneda de uso muy frecuente su devaluación acabó contagiando a las demás piezas. Esta aguda crisis monetaria propició un aumento de los pagos en especie, modalidad de retribución que en aquellos tiempos difíciles incluso resultaba satisfactoria para el sistema recaudador de impuestos.
La alteración de la moneda, además, se hizo inevitable como consecuencia de la escasez de materia prima para las acuñaciones, debido a la baja producción minera. La anarquía, las guerras, la hambruna y las epidemias se tradujeron también en una acusada escasez de mano de obra en los campos y las minas, debido al receso sufrido por la población, siendo las regiones fronterizas las más afectadas. El comercio sería por entonces víctima de constantes actuaciones de saqueo, pillaje que era a su vez consecuencia de la anárquica situación que se vivía dentro de las fronteras imperiales. Todo ello derivó en una notable caída en las actividades mercantiles. El descenso generalizado de la producción, que tuvo lugar durante la crisis del siglo III, junto con la ya mencionada devaluación monetaria, provocó también de forma irremediable el aumento de los precios. Un ejemplo muy ilustrativo de la delicada situación a la que se había llegado lo constituye la evolución del precio de los cereales, que aumentó veinte veces entre los años 255 y 294, cuando, entre el siglo I y hasta mediados del III había subido tan sólo tres órdenes de magnitud.
Las ciudades también decayeron a partir del siglo III y muchas de ellas por esta época comenzaron a amurallarse, a pesar de que la mayoría no se encontraban en ubicaciones fronterizas. La tarea de fortificar estos recintos urbanos se vería favorecida si tenemos presente que sus poblaciones se habían reducido de forma considerable, lo cual disminuía el perímetro necesario de muralla defensi...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Título
- Créditos
- Dedicatoria
- Índice
- Introducción
- Capítulo 1. La caída de Roma
- Capítulo 2. Los reinos germánicos: un nuevo orden
- Capítulo 3. La mutación feudal
- Capítulo 4. El período feudal: cuando los vínculos de dependencia dominaron las relaciones personales
- Capítulo 5. Imperios, reinos y principados ¿feudales?
- Capítulo 6. El ocaso del feudalismo
- Conclusiones
- Bibliografía
- Contraportada