Los médicos de Hitler
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Los médicos de Hitler

Manuel Moros Peña

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Los médicos de Hitler

Manuel Moros Peña

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Los crímenes médicos del Tercer Reich y su política de creación de una superraza aria que provocó eliminaciones en masa en campos de exterminio, delirantes ensayos clínicos y atroces experimentos médicos. Una novedosa visión del nazismo como "biología aplicada" que analiza de forma detallada las circunstancias que concurrieron para que un importante sector de la medicina alemana jugara un papel crucial en la política de exterminio del régimen.Los médicos de Hitler analiza de forma detallada y rigurosa cómo el programa de eliminación de niños discapacitados y enfermos mentales, ideado, coordinado y ejecutado por médicos desembocó en el asesinato en masa de los campos de exterminio y en los atroces experimentos médicos llevados a cabo por profesionales de renombre.Un exhaustivo análisis del papel crucial desempeñado por gran parte del colectivo médico en su política de exterminio y de creación de una superraza aria. Un recorrido por todos los aspectos de la biopolítica de exterminio de Hitler, desde los comienzos del movimiento eugenésico en Alemania, la publicación de Mein Kampf, los programas de esterilización forzada, el Aktion 4, las inoculaciones de malaria, los experimentos con gas mostaza,... hasta los procesos judiciales que frenaron este tipo de prácticas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499675770
Categoría
Historia

Capítulo 1
Las raíces del mal

Uno de los mitos más importantes legados al mundo por la rica cultura alemana es el de Fausto, el médico que llevado por un insaciable deseo de conocimientos no dudó en pactar con el mismísimo diablo para conseguirlos, provocando con ello su propia perdición y la desgracia de quienes lo rodeaban. Johann Wolfgang Goethe, considerado por muchos el más grande de los literatos alemanes, dedicó nada más y nada menos que sesenta años de los ochenta y dos que vivió a escribir su magistral versión de la leyenda, y un número considerable de eminentes autores, desde Thomas Mann a Oscar Wilde, enriquecieron con obras basadas en ella los tesoros espirituales de la humanidad. También, ya desde sus inicios, el cine se fijó en las posibilidades del mito fáustico, y han sido incontables las ocasiones en que los realizadores lo han trasladado a la gran pantalla revestido de diferentes formas, reflejando la fascinación tanto de los creadores como de los espectadores por la leyenda del osado doctor. La impresionante versión de 1926 del también alemán F. W. Murnau comienza con una voz en off advirtiendo: «Mira: las puertas de las tinieblas se han abierto y los horrores de los pueblos galopan sobre la Tierra». El plano se abre y contemplamos a tres jinetes cadavéricos (el Hambre, la Peste y la Guerra) cabalgando entre las nubes, iluminados por unos haces de luz que a continuación nos descubren la fantasmal figura del diablo Mefistófeles oculto entre las sombras. La introducción sería ciertamente apropiada para dar paso a otra escena, igualmente apocalíptica pero, además, real, y por ello mucho más aterradora, que tuvo lugar tan sólo siete años después de su estreno. La noche del 30 de enero de 1933, a la luz sobrecogedora de las antorchas, miles de miembros de las SA (Sturmabteilung o tropas de asalto), las SS (Schutzstaffel o escuadras de protección) y simpatizantes del partido nazi desfilaron durante horas por las calles del centro de Berlín. Por la mañana, el presidente Hindenburg, presionado por sectores muy influyentes de la élite económica y militar alemana, había nombrado canciller a Adolf Hitler. Deseaban una dictadura estable de derechas que solucionara la crisis económica y política que arrastraba el país desde el final de la Primera Guerra Mundial y creyeron que serían capaces de dominar a aquel austriaco furibundo de aspecto ridículo, antiguo pintor de acuarelas frustrado. Estaban equivocados. Hitler no estaba dispuesto a ser controlado por nadie.
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La marcha de las antorchas celebrando el nombramiento de Hitler como canciller.
El multitudinario desfile era la confirmación de su vertiginoso ascenso, la muerte definitiva de la democracia de Weimar y el inicio del régimen político más sanguinario y destructivo de la historia. Aquel día, Alemania vendió su alma a un diablo llamado Adolf Hitler y el precio a pagar fueron las vidas de cincuenta millones de personas, perdidas en el conflicto más devastador conocido por el ser humano. Cuando todo había acabado, en el verano de 1945, Churchill afirmó que Europa era tan sólo «un montón de escombros, un osario, un semillero de pestilencia y odio». Las puertas de las tinieblas se abrieron y los horrores de los pueblos galoparon sobre la Tierra.
Uno de los capítulos más espantosos y desconocidos de la historia de esta locura es la colaboración de muchos médicos alemanes en el programa de esterilización forzada y en el asesinato de enfermos mentales y discapacitados, auténtica antesala intelectual y material del Holocausto. Además fueron también muchos los profesionales de renombre, profesores universitarios, hombres con brillantísimas carreras los que pactaron con el diablo y se prestaron a utilizar el material humano proporcionado por Heinrich Himmler (el Reichsführer-SS o jefe supremo de las SS, encargadas de la administración de los campos) para verificar delirantes hipótesis y practicar insensatos experimentos con los deportados que, con una tenacidad implacable, llevaron a cabo hasta el desastre final.
Himmler, un ingeniero agrónomo con una cultura científica limitada, era un apasionado de las investigaciones médicas. Consideraba a sus médicos «los soldados biológicos del Tercer Reich», unas armas para combatir y aniquilar a las razas inferiores y a los enemigos del Estado tan temibles como los poderosos Panzers. Así, estos hombres cuyo oficio consistía en aliviar el dolor y preservar la vida se convirtieron en instrumentos de sufrimiento y muerte, mancillando el honor del cuerpo médico alemán durante varias generaciones.
Inmediatamente después de tomar el poder, Hitler comenzó a poner en marcha su programa en defensa de la raza aria promulgando leyes referentes a la protección de la supuesta raza superior. El 15 de septiembre de 1935, en medio de la euforia de la celebración del congreso del partido nazi en su ciudad preferida, el Führer firmó las llamadas Leyes de Núremberg, que redefinían la categoría de ciudadanía alemana en términos raciales, considerándose como judío no a alguien que tuviera determinadas creencias religiosas, sino a cualquier persona que tuviera tres o cuatro abuelos judíos.
Según la primera, la Ley para la Protección de la Sangre y el Honor, quedaban prohibidos los matrimonios y las relaciones sexuales entre judíos y personas «de sangre alemana o asimilada», convirtiéndose la «infamia racial», como se dio en llamar, en un delito castigado con multas e incluso penas de cárcel. De acuerdo con la segunda, la Ley de Ciudadanía del Reich, sólo eran miembros de la nación y ciudadanos reconocidos del Estado quienes ostentaban «sangre alemana o consanguínea», privando por lo tanto a los judíos de sus derechos de ciudadanía y convirtiéndolos en «extranjeros» más o menos tolerados en Alemania.
Esta higiene racial había formado parte de su ideología desde el principio. Para Hitler, era necesario depurar la raza aria de todo tipo de impurezas, y si los judíos, gitanos o eslavos eran considerados seres inferiores que debían ser eliminados, los discapacitados y los portadores de enfermedades hereditarias y degenerativas (aunque fueran arios) eran vistos como una parte enferma del cuerpo racial y no merecían un final mejor.
Contrariamente a lo que pudiera suponerse, esta idea no era original del Führer. Identificar a Hitler con el mal o decir simplemente que fue un demente puede ser muy reconfortante, e incluso cierto, pero no explica nada. Hitler empleó en la confección de su programa conceptos, mitos y doctrinas ya presentes en la cultura occidental desde mucho tiempo atrás. Muchos otros hombres, antes que él, le habían preparado el terreno e indicado el tenebroso camino a seguir. La hoguera que arrasó Europa fue alimentada con leña de muy diversa procedencia.

THOMAS MALTHUS
Y LA CATÁSTROFE ALIMENTARIA

Uno de estos hombres fue el economista británico Thomas Robert Malthus, que en 1798 publicó su libro Ensayo sobre el principio de la población. En él exponía una alarmante teoría: la producción de alimentos nunca podría ir a la par del incremento de la población, pues mientras la primera crece en proporción aritmética, la segunda lo hace más lentamente, según una proporción geométrica, por lo que una explosión demográfica arrojaría a la humanidad al abismo del hambre. Para Malthus, la naturaleza se encargaba de regular este desfase eliminando a las clases menos favorecidas desde el punto de vista económico mediante hambrunas, enfermedades y guerras. Era contraproducente tratar de ayudarlos, pues al mejorar sus condiciones de vida lo único que se conseguiría sería incrementar su número y reducir los recursos, lo que podría acabar afectando a las clases altas y arrastrar a sus miembros a padecer un sufrimiento que, por derecho, correspondía a los pobres. Por ello, aconsejaba a las clases pudientes la política del laissez-faire, es decir, no desperdiciar su riqueza en lo que él llamaba «una tonta filantropía». Su teoría adquiere un tono especialmente siniestro cuando dice que en lugar de recomendar a los parias de la Tierra hábitos higiénicos, habría que ayudar a la naturaleza a ejercer su control sobre la población obligándolos a vivir en casas construidas cerca de aguas estancadas, hacer las calles de sus barrios más estrechas y mantenerlos hacinados en estas condiciones para provocar la aparición de epidemias.
Al abogar por una represión activa de las clases más desfavorecidas basándose en lo que él consideraba su «inferioridad natural», Malthus creó un nuevo tipo de racismo, un racismo con bases supuestamente científicas mediante el cual, un segmento de la población debía ser discriminado no por razones étnicas, sino por su estatus socioeconómico. Si un ser humano nace pobre, si sus padres no pueden mantenerlo y si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene derecho a nada, ni siquiera a la vida. En el banquete de la naturaleza no hay sitio para él. La doctrina de Malthus resultó especialmente atractiva para que las clases pudientes pudieran esgrimir argumentos «científicos» a la hora de ignorar las reivindicaciones de los más desfavorecidos en los turbulentos días de la Revolución Industrial. Años después, sus ideas, enriquecidas por las de otros pensadores, acabarían arrasando en todos los círculos elitistas del mundo occidental.

CHARLES DARWIN Y EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

Sin proponérselo, otro de estos hombres fue Charles Darwin, el británico que, fruto de las observaciones realizadas durante los casi cinco años que estuvo embarcado en el buque de investigación naval Beagle dando la vuelta al mundo, y tras veinte años de trabajo, publicó en 1859 uno de los libros más famosos, paradigmáticos y controvertidos de la historia del pensamiento universal, El origen de las especies por medio de selección natural, o la preservación de especies favorecidas en la lucha por la vida. Al contrario de lo que se cree, Darwin no fue contratado por sus conocimientos sobre historia natural, pues después de abandonar los estudios de Medicina y Derecho, se había graduado en Teología en la Universidad de Cambridge como último recurso, y sus conocimientos sobre la materia se limitaban a los de un simple aficionado. En realidad, fue invitado a participar en la travesía del buque (sin retribución alguna) básicamente como compañero en la mesa del comedor del capitán Robert FitzRoy cuyo rango, según las costumbres navales de la época, le impedía mantener contacto social con los oficiales y la tripulación. Sin embargo, durante el viaje, el joven experimentó una maduración humana y científica fuera de lo común, y para cuando regresó a Inglaterra ya era famoso por la calidad y riqueza del material recolectado y expedido y la precisión de sus observaciones, de las que daba cumplida cuenta por carta a amigos como el profesor de Botánica John Henslow, a quien conoció durante su estancia en Cambridge y que fue quien divulgó sus apreciaciones, además de ser el hombre que se lo recomendó al capitán FitzRoy.
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Charles Darwin, autor de una teoría que revolucionaría la filosofía, la religión y la política.
Para Darwin, las especies se forman a partir de una forma de vida original mediante un proceso evolutivo gradual que lleva millones de años. Partiendo del supuesto de que todos los individuos de cualquier especie difieren de forma natural unos de otros, planteó la idea de que dentro de cualquier especie se produciría una lucha competitiva que eliminaría a los individuos más débiles y dejaría vivos a los más fuertes (o mejor adaptados a su medio ambiente) para que se reprodujeran y transmitieran sus beneficiosas adaptaciones a la generación siguiente. Tras muchísimas generaciones, la acumulación de caracteres favorables acabaría formando nuevas variedades y, por último, nuevas especies: «A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales la he llamado yo selección natural». Darwin confesaba en su Autobiografía que una de sus influencias había sido, precisamente, Malthus, cuyo ensayo leyó en octubre de 1838. En El origen de las especies se encuentran pasajes que muestran con claridad su deuda con Malthus:
De la rápida progresión en que tienden a aumentar todos los seres orgánicos resulta inevitablemente una lucha por la existencia. Todo ser que durante el curso natural de su vida produce varios huevos o semillas tiene que sufrir destrucción durante algún período de su vida o, durante alguna estación, o de vez en cuando en algún año, pues de otro modo, según el principio de la progresión geométrica, su número sería pronto tan extraordinariamente grande que ningún país podría mantener el producto. De aquí que, como se producen más individuos de los que pueden sobrevivir, tiene que haber en cada caso una lucha por la existencia, ya de un individuo con otro de su misma especie o con individuos de especies distintas, ya con las condiciones físicas de la vida. Esta es la doctrina de Malthus, aplicada con doble motivo al conjunto de los reinos animal y vegetal, pues en este caso no puede haber ningún aumento artificial de alimentos, ni ninguna limitación prudente por el matrimonio.
Tras la publicación de El origen de las especies, las críticas, especialmente las de carácter religioso, no se hicieron esperar, ya que el pensamiento victoriano estaba profundamente impregnado de la teología natural, según la cual, todo cuanto existe en la naturaleza refleja el perfecto diseño creado por la mano divina. Sin embargo, la propuesta de Darwin de la selección natural y la evolución de las especies a partir de otras preexistentes durante largos períodos de tiempo chocaba con lo que se decía en el Génesis acerca de que Dios las creó a todas, cada una por separado, en unos pocos días. Darwin podía prescindir de un creador que diseñara las especies, pues los procesos naturales por sí solos podían producir cada característica, rasgo o instinto de todas ellas. Además, Dios era no sólo superfluo, sino problemático en este proceso, ya que un mecanismo que se basaba en una competición encarnizada entre las especies era incompatible con cualquier acción razonable de naturaleza divina benevolente. Sustituyendo a Dios por un proceso de selección natural, la teoría de Darwin minaba los cimientos mismos de la teología natural. Darwin era valiente, pero no temerario, y por eso evitó hacer cualquier comentario sobre la evolución humana, temiendo que la enorme polémica que levantaría podría generar entre el público prejuicios contra su teoría general, pero en su correspondencia privada dejaba muy claro que se sentía fascinado por el tema. Hay que tener en cuenta que hasta entonces, a nadie se le había ocurrido recurrir a la naturaleza para comprender la mente, el comportamiento y la moralidad de los seres humanos, que eran dejados en manos de la filosofía o la religión.
Los partidarios de Darwin, liderados por el zoólogo Thomas Henry Huxley, emprendieron una campaña de divulgación del darwinismo mediante libros, conferencias y publicaciones, y lograron obtener un notable nivel de respetabilidad, atrayendo a otros pensadores y consiguiendo una profunda transformación en el entorno cultural y el pensamiento filosófico. Libres de los prejuicios teológicos y del concepto finalista tradicional, los hombres de ciencia podían estudiar los fenómenos de la vida en su totalidad y explicarlos por causas naturales puramente mecánicas. En 1863, Huxley publicó una obra tan polémica como popular titulada El lugar del hombre en la naturaleza, en cuya portada se mostraba una secuencia muy bien organizada de esqueletos de primates en orden ascendente, desde el gibón hasta el hombre, andando de perfil y de izquierda a derecha, y donde concluía que «cualquiera que sea el sistema de órganos que se estudie, las diferencias estructurales que separan al hombre del gorila y del chimpancé no son tan grandes como las que separan al gorila de los monos inferiores. [...] El hombre pertenece al mismo orden que los simios y los lémures».
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