El feminismo en 100 preguntas
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El feminismo en 100 preguntas

  1. 352 páginas
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El feminismo en 100 preguntas

Descripción del libro

Las claves esenciales para conocer el movimiento de lucha por la emancipación de la mujer: sus raíces, las estrategias de lucha, sus conflictos y contradicciones, sus heroínas y pensadoras, sus aliados y enemigos, sus tópicos y prejuicios, su evolución y su futuro. Atrévase a saber y sentir que el feminismo no es una cuestión de mujeres, sino de derechos humanos; una revolución activa que sigue cambiando la sociedad. El movimiento feminista y su significado – Conceptos clave para entender el feminismo – Nacimiento y vidas del feminismo – El feminismo de la ciudadanía: la lucha por el sufragio – Revolución y feminismo, encuentros y desencuentros – Los nombres olvidados del feminismo. Homenaje – La segunda ola del feminismo: Más allá del voto – La violencia contra las mujeres – Nuevos desafíos y nuevas alianzas para el feminismo –

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788499678283
imagen

REVOLUCIÓN Y FEMINISMO, ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

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¿CÓMO JUSTIFICA EL LIBERALISMO ANSIOSO DE ACABAR CON LOS PRIVILEGIOS DE SANGRE LA PERPETUACIÓN DE LOS PRIVILEGIOS DE SEXO?

Solo a los más idealistas la libertad les resulta verdaderamente grata.
John Stuart Mill
Si todo ser humano, dotado de razón, podía, a través de su esfuerzo y trabajo, llegar a ser dueño de su destino, sin importar su origen social, su sangre noble o plebeya, ¿cómo se excluyó a todas las mujeres de esta posibilidad, existiendo mujeres cultas, que desarrollaban oficios autónomamente y habían sido fieles aliadas en la lucha que arrebató los privilegios a la nobleza?
Sencillamente con trampas, boicoteando la universalidad del humanismo ilustrado. Pero ¿cómo? Aduciendo que las mujeres carecían de razón, y sin ella no había exclusión, sino respeto al orden natural, por el que estas, reproductoras de la especie, debían obedecer al varón. Rousseau venció —de momento— a Wollstonecraft, De Gouges y Condorcet. La realización de las nuevas teorías morales y políticas solo reconoció a una minoría de actores para su primera puesta en escena. Todos ellos varones. Para ello, no solo impidió que las mujeres tuviesen derechos políticos, sino que les negó la individualidad, de forma que todas eran Sofía, según la describe Rousseau en oposición al nuevo hombre libre, encarnado en Emilio. El gran pensador ilustrado fundamentó el sistema que permitirá un día gobernar y gobernarse a las mujeres, pero se aseguró de asignarles un lugar subalterno de gran utilidad para los de su sexo (no hay prejuicio sin interés o miedo que lo sostenga), en sus propias palabras:
Toda la educación de las mujeres debe girar en torno a los hombres. Gustarles, serles de utilidad, propiciar que las amen y honren, educarles cuando son jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, consolarlos, hacer que la vida les resulte agradable y grata, tales son los deberes de las mujeres en todos los tiempos.
El primer liberalismo era patriarcal, clasista y racista, pero ya contenía la semilla de la universalidad de Poulain de la Barre, Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft y Nicolas de Condorcet. El segundo liberalismo, el del siglo XIX, tuvo que vérselas con la potencialidad de los valores de libertad e igualdad, en un contexto de revolución tecnológica y cambio en los sistemas de producción, de forma que, poco a poco, se vio obligado a incorporar al pacto de soberanía rousseauniano a todos los varones, sin distinción de clase. Sin embargo, las mujeres continuaron quedando fuera, a pesar de las utopías, la solidaridad de los movimientos revolucionarios, la organización del movimiento feminista y su paulatino acceso a la educación. ¿Cómo?: La misoginia romántica de nuevo apeló al esencialismo biológico que incapacitaba a la mujer para la libertad. Así, ante el riesgo real de que las mujeres participasen en la vida pública, su autonomía no solo será negada desde el ser (la naturaleza y Dios no las crearon para la libertad), sino desde el deber ser (la sociedad debe organizarse en la subordinación de las mujeres al varón para felicidad de ambos). Las mujeres no pueden ser libres y aunque pudieran preferirían no serlo; su realización personal dependerá del varón que las proteja y al que sirven de madre y esposa por su propio bien, en un audaz salto lógico, que consigue hacer de la necesidad virtud.
¿Por qué los privilegios de sexo presentaron una resistencia tan visceral desde que apareció en nuestra andadura política y moral el valor de la igualdad? Porque estos estaban enraizados, no en una concepción aristócrata o elitista del gobierno, sino en el sentir de cada hombre, rico o pobre, negro o blanco, pero varón, al fin y al cabo, y, por tanto, superior a cualquier mujer, dado que las mujeres no podían individualizarse, todas eran la misma cosa, naturaleza bruta que tendrá la suerte o la condena del varón que la mantenga.
Para John Stuart Mill, en su obra La sujeción de la mujer (1869), no hay democracia sin sufragio universal, y universal significa para hombres y mujeres. Sus coetáneos no lo sentían así, y científicos y filósofos de primera línea justificaron la menor, cuando no, la inexistencia de racionalidad en el sexo femenino. Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard justificaron la carencia de individualidad de las mujeres, seres inferiores y sin categoría, como ya sentenció Napoleón, en el sentido de que son intercambiables entre sí; hembras, rebaño, ganado, cuerpo colectivo solo existente para reproducir la especie y, como mucho, guardar el buen nombre del varón que las proteja.
¿Por qué tanto desprecio? Las mujeres irán constituyendo, por un lado, una válvula de escape en los momentos de mayor presión social, dado que todo varón podía gobernar sobre otro ser, su mujer, y eso iba a solidarizarlo con sus iguales, los varones. Por otro, si las mujeres eran reconocidas como sujetos cívicos y se les permitía participar en los asuntos públicos, ¿quién iba a ejercer de madre y esposa? Todo saltaría por los aires.
O ciudadanas, o madres y esposas. Había que elegir y estaba claro que había que detener la catástrofe social de que las mujeres se convirtieran en compañeras, colegas, socias, iguales. Este miedo queda reflejado en toda la literatura misógina de los siglos XIX y XX y en el silencio de las voces valientes que intentaron combatirlo.
El señor, el patrón y el Estado podían ser opresores de los esclavos, los siervos, los obreros, pero ningún varón consideraba que la posición social de las mujeres, sin derechos educativos, sin derecho al voto y, por tanto, a cambiar las leyes, sin derecho a la propiedad y administración de sus propios bienes, sin poder de decisión incluso sobre su propia descendencia, constituía una tiranía alimentada en cada hogar y salvaguardada por las leyes. Lo relevante es que esta tiranía, como matizaba Mill y su esposa, la feminista Harriet Taylor, se encontraba mediada por las relaciones afectivo-sexuales, que a lo largo de los siglos habían conseguido una «servidumbre voluntaria» de las mujeres hacia los varones, anticipando que la emancipación de estas debía ir acompañada de un cambio de mentalidad, en ambos sexos.
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La prostitución se convirtió en una forma de supervivencia para las mujeres solas y pobres en la Inglaterra victoriana. Los burdeles, la calle y los salones se convirtieron en lugares de mercadeo sexual y las enfermedades venéreas en un problema de salud pública que llevó a la hospitalización forzosa de las mujeres.
El nuevo orden fundamentado en los valores de la libertad y la igualdad no podía pertenecer a las mujeres de la misma forma que en la Edad Media un siervo no podía ser señor. La movilidad social del primer liberalismo se redujo a un club varonil privilegiado, era una fraternidad blindada a los cromosomas. Para ello fue necesaria una alianza masculina de la nueva autoridad seglar: biólogos, médicos, politólogos, científicos, antropólogos, en connivencia con el todavía, sin duda, influyente poder religioso, tanto de signo católico como protestante, que construiría una fuerte mentalidad convencida de la inmutable inferioridad de las mujeres. La naturaleza y Dios, científicos racionales fieles a la demostración empírica junto con los intérpretes de las sagradas escrituras, debían coincidir y coincidieron: la mujer estaba más cerca de lo animal que de lo humano, su función reproductiva determinaba su función social, y poco o nada podía hacerse contra la ley natural y divina, salvo aceptarla o caer en desgracia.
Así este análisis teórico se traducirá en una nueva dicotomía madre-prostituta, en un contexto de tal precariedad para la población femenina que obligó a la intervención de los Gobiernos en el control de la sexualidad, criminalizando, por supuesto, la necesidad de las mujeres más desfavorecidas de vender sus cuerpos e ignorando la libertad de los varones de poder pagar un precio por ellos. Las leyes de prevención de enfermedades contagiosas aprobadas por el Gobierno británico entre 1860 y 1870 reflejan la dimensión que cobró el comercio sexual en la puritana sociedad victoriana, en la que cualquier mujer sospechosa podía ser forzada a someterse a un examen médico o encarcelada directamente si se negaba. Los salarios de las mujeres, por debajo de la posibilidad de supervivencia, y la maternidad fuera del matrimonio produjeron un aumento sin precedentes de la prostitución en toda Europa. Eran las mujeres públicas, las de la calle, las que se convertirían en el ejemplo disuasorio de que solo los muros del hogar y la dedicación a la familia les garantizaría protección. Las mujeres de mala vida estaban en la calle, y asumían los riesgos de la violencia que retrata la literatura de la época, con la aparición de asesinos en serie o locos que tropezaban con las que no debían andar solas tras el toque de queda de la noche.
El avance tecnológico y científico del siglo XIX no conllevó un avance moral en las relaciones entre los sexos. El valor para cuestionar los paradigmas de conocimiento, imperantes hasta entonces, no se extendió a la crítica de una organización social injusta, que no dudó ni por un momento en una conveniente adscripción de las mujeres a un estatus jurídico de minoría de edad, de despersonalización, porque nada suyo podían aportar a la sociedad; bienes, cuerpo, descendencia y trabajo eran propiedad del padre o esposo, pues nada puede tener quien no se pertenece a sí misma, quien no tiene libertad.
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¿POR QUÉ EL HOMO ECONOMICUS NECESITA ESTAR CASADO?

En mi niñez, era costumbre que los hombres que fumaban tiraran al suelo las colillas de los cigarros, apagándolas con la suela del zapato. Entre la colilla de tabaco y el hueso de aceituna hay una continuidad clara. Ambas forman parte de la misma actitud ante el trabajo de quienes tienen que recoger la suciedad del suelo, porque el que ensucia y desordena no espera encontrar el lugar desordenado y sucio a su vuelta, sino ordenado y limpio. Lo que la servilleta de papel arrugada y la colilla en el suelo significa es que quien la tira dispone de poder sobre otros para que vengan a recogerlas.
María Ángeles Durán
Porque el Homo economicus es un ente abstracto y, como tal, no necesita amamantarse, comer, vestirse, aprender a hablar o andar, que alguien lo lleve a la escuela y supervise sus estudios, que se ocupe de él cuando enferma, que celebre sus cumpleaños, que lo acompañe a bodas y funerales, que organice las cenas de Navidad y compre los regalos, que prepare las maletas para que no falte nada en los viajes, que, en una síntesis de la síntesis, se encargue de mantener el hogar, la familia, el lugar seguro al que se regresa exhausto del competitivo mundo exterior, en un aceptable rendimiento de paz, bienestar y alimento afectivo.
Lo que queremos poner de relieve es que las teorías económicas clásicas, desde su nacimiento, han obviado en su estudio del comportamiento humano el contexto real, la posición de poder y las circunstancias heterogéneas e incluso opuestas de un individuo a otro a la hora de actuar en ese espacio que llamamos mercado. Este espacio de intercambio no ha hecho más que ganar características de entelequia que crece, enferma, revive y se transforma por su propio motor interno. El mercado parece haberse convertido en el único lugar donde pueden satisfacerse las necesidades que hemos acotado, siempre dentro de determinado paradigma, como «humanas». Cuando alguien se refiere a las leyes del mercado su discurso no varía mucho del que se utilizaría en climatología, como si solo se pudiese sacar el paraguas, como si el devenir económico dependiese de los caprichos de una inevitable atmósfera civilizatoria, fuera de la cual se corre el riesgo de no poder respirar.
Las hipótesis económicas no son hechos, son fundamentos no exentos de ideología. En este caso, partimos del modelo basado en un varón, que actúa en el espacio público en concurrencia competitiva con otros varones en idéntica posición, todos ellos incomunicados e independientes del espacio privado o doméstico —obviado o tenido por irrelevante—, guiados exclusivamente por sus necesidades y deseos individuales en la presunción de un universal ánimo egoísta en la toma de sus decisiones, que, bajo estas premisas, serán efic...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo
  5. I. Querer saber de feminismo
  6. II. Secretos y mentiras de la igualdad
  7. III. Conceptos clave para entender el feminismo
  8. IV. Ingratitud histórica y nacimiento del feminismo
  9. V. El feminismo de la ciudadanía: la lucha por el sufragio
  10. VI. Revolución y feminismo, encuentros y desencuentros
  11. VII. El feminismo después del voto y la libertad sospechosa
  12. VIII. Feminismo en tiempos urgentes: la importancia de la igualdad
  13. IX. Los nombres olvidados del feminismo. Homenaje
  14. Bibliografía
  15. Contraportada