
- 400 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
1957: La guerra de Ifni-Sahara y la lucha por el poder en Marruecos
La auténtica historia militar y política del último conflicto militar colonial español y la lucha por el poder político dentro del Marruecos recién independizado. Desde los acontecimientos políticos que llevaron a la guerra, el desarrollo de las operaciones militares y los últimos años de la colonia de Ifni hasta la entrega a Marruecos y análisis de la situación de posguerra en la zona. Una obra exhaustiva basada en documentación previamente ignorada o clasificada.
Conozca el último conflicto colonial español en una obra que no sólo hace un análisis militar, sino que indaga en las razones políticas existentes que se hallan tanto en la política interna marroquí como en la exterior española tras el estallido de las hostilidades, así como en las repercusiones tras el alto el fuego.
Arde el desierto, La guerra de Ifni-Sahara y la lucha por el poder en Marruecos es una obra equilibrada y realista en la que se analiza exhaustivamente todas las publicaciones sobre el tema, así como las investigaciones realizadas y saca a la luz documentación previamente ignorada o clasificada. Trata, además, algunos temas controvertidos como el apoyo español a los movimientos independentistas marroquíes contra Francia o la contradictoria actuación del ministro franquista Carrero Blanco.
En esta obra, el historiador Juan Pastrana analiza el conflicto que enfrentó a España, Francia y el llamado Ejército de Liberación Nacional marroquí, no tan sólo desde una óptica militar, sino buscando cuáles fueron las razones de fondo para ese estallido de violencia, así como las repercusiones del conflicto en los territorios de soberanía española hasta su total incorporación a Marruecos.
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Información
Categoría
HistoriaCategoría
Historia del siglo XXIII
Ifni, la última guerra de Marruecos
Capítulo 5
Operaciones militares en Ifni
EL EJÉRCITO ESPAÑOL EN VÍSPERAS DEL CONFLICTO
El estallido de las hostilidades atrapó al ejército español en un momento de transición; el aislamiento internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial tuvo un fuerte impacto sobre las Fuerzas Armadas españolas, incapaces de adquirir material bélico moderno o de asimilar las lecciones tácticas aprendidas del último conflicto mundial dada la parquedad de medios disponibles. Los acuerdos de 1953 con Estados Unidos abrieron la puerta a una cierta renovación, aunque a un ritmo mucho menor de lo deseado.
Tal vez la Armada fuese el cuerpo más afectado por la obsolescencia de equipos a la hora de entrar en combate en la defensa del AOE. Dada la inexistencia de oposición en el mar, su papel en el conflicto debía limitarse a tareas logísticas, mediante el transporte de unidades y suministros a la zona del conflicto, y el fuego de apoyo mediante la artillería naval. Pero para realizar la primera de las tareas era necesario contar con una capacidad anfibia de la que la Armada carecía por completo: no existían apenas medios de desembarco, por lo que fue necesario transportar las tropas del Ejército de Tierra, como ya hemos visto, en unidades principales de combate de la Marina o bien recurrir a buques civiles de transporte como el Dómine. Era una situación análoga a la de las campañas de principios del XX, cuando se recurrió a los buques de la compañía Transmediterránea. Las condiciones de transporte eran terribles, ya que las tropas eran alojadas en los sollados de los buques, sin ventilación y rodeadas por el hedor de los vómitos y los olores corporales de cientos de cuerpos confinados en un pequeño espacio; no resulta extraño, pues, que los buques recibieran el poco halagador apelativo de «barcos de las agonías».
El desembarco era tan malo como el resto del traslado. La inexistencia de puertos dignos de tal nombre en el AOE, combinado con la falta de medios anfibios, obligaba a esperar condiciones propicias para el desembarco, espera que podía llegar a alargarse varios días e incluso obligar a regresar a Las Palmas para reavituallar los transportes. En el caso de poderse efectuar, era necesario conformarse con los cárabos, barcas de pesca de los nativos, para llevar las tropas a tierra, reservándose las dos únicas barcazas de que se disponía, las K-1 y K-2, para el desembarco del material pesado como los camiones y las cajas de suministros. E incluso así, en varias ocasiones hubo que movilizar tropas de infantería para que, armadas con picos y palas, rescatasen de las arenas camiones atascados en las playas.
Posteriormente llegarían medios más modernos, como las Landing Craft Mechanized (LCM), pero en los primeros y críticos días, únicamente se pudo contar con unos medios muy limitados, a los que tan sólo la ausencia de oposición en tierra libró del desastre. Era una situación que avergonzaba a los altos oficiales del Arma, que cifraban sus esperanzas de modernización, al igual que el resto de cuerpos del Ejército, en los pactos con Estados Unidos.
Incluso tras la llegada de las famosas LCM las penurias continuaron afectando a la Armada. Aunque se mejoró en cierta medida la capacidad de desembarco, seguía siendo claramente insuficiente ante el volumen de tropas que era necesario trasladar al teatro de operaciones. Las citadas operaciones se alargaron bastante más de lo que sería deseable; a modo de ejemplo, el desembarco de la I Bandera Paracaidista, despachada como refuerzo de urgencia, se prolongó diecinueve días. Por otro lado, la inexistencia de buques de reaprovisionamiento en superficie o de buques hospital forzaba a la Armada a depender en gran medida de los puertos disponibles en la Capitanía General de Canarias, en especial la base naval de Las Palmas. Sin embargo, tampoco en dicho puerto se podía contar con facilidades adecuadas para el suministro y la reparación de buques, por lo que cualquier unidad naval medianamente dañada en el curso de las operaciones debía regresar a la Península.
Pero si el apoyo logístico se veía seriamente comprometido por la parquedad de medios navales, el resto de la flota no estaba en unas condiciones mucho mejores. Al escaso adiestramiento de la marinería por las limitaciones económicas del momento, se unía la incapacidad de modernización de las unidades principales de combate. La flota disponible en los puertos peninsulares era una colección de viejos buques cuya operatividad estaba seriamente comprometida por los largos años transcurridos desde su botadura. Los intentos de dotar a la Armada de unidades más modernas acabaron en una serie de tremendos fiascos, como fueron los destructores de las clases Oquendo y Audaz o los submarinos de la Clase D, por lo que hubo que seguir confiando en las unidades ya disponibles. De estas, las desplazadas al área de combates eran los cruceros Méndez Núñez, que había participado en el desembarco de Alhucemas, y Canarias, buque insignia de la flota, botados, respectivamente, en 1922 y 1931; además, se enviaron los destructores Almirante Miranda, Almirante Antequera, Jorge Juan, José Luis Díez, Gravina y Escaño, todos ellos de la clase Churruca y con entrada en servicio entre 1928 y 1936. Afortunadamente para la Armada, el Ejército de Liberación no disponía ni de buques ni de aviones que pudiesen amenazar a la flota española, por lo que esta pudo ejercer las misiones que se le asignaron con el único enemigo de su propia obsolescencia.
Una situación similar a la de la Armada era la afrontada por el Ejército del Aire. Aunque los acuerdos con los Estados Unidos habían permitido que empezase a llegar moderno material aéreo, las cláusulas del tratado impedían su uso en conflictos coloniales, por lo que se debió limitar el envío de material al AOE a los aparatos de fabricación nacional, un material obsoleto y del que se ha dicho que constituía «una colección de antiguallas aéreas» y que «se caía de viejo por el desgaste de su uso».
El esfuerzo principal en los combates lo iban a soportar los aviones de transporte T2B o Junkers Ju-52 y B2I o Heinkel 111. Ambos habían sido diseñados en los años treinta y habían luchado tanto en la guerra civil española como en la Segunda Guerra Mundial, permaneciendo en servicio en el Ejército del Aire debido al aislamiento internacional. El Junkers 52, conocido con el sobrenombre de la Pava, era un robusto avión de transporte, cuya principal limitación en el teatro de operaciones era su relativamente escasa capacidad de carga, pero dio un buen resultado hasta la llegada de aviones más modernos como el T3 (C-47 Dakota o DC-3 en su denominación civil).
El Heinkel 111 o Pedro era otro diseño de los años de preguerra que había permanecido en servicio por las mismas razones que el T2B. Sin embargo, se había realizado un gran esfuerzo por mantener la operatividad de dichos aparatos remotorizándolos con nuevos impulsores Rolls-Royce y retirando los Jumo originales durante 1956.
Sin embargo, y dado que la oposición del Ejército de Liberación era muy ligera al carecer de fuerza aérea y de artillería antiaérea (AAA), el mayor enemigo del Ejército del Aire resultó ser, al igual que le sucedió a la Armada, su obsolescencia y la escasa preparación para el conflicto. A pesar de la evolución de los acontecimientos durante los años 1955 a 1957, la zona de operaciones no disponía de ayudas a la navegación en los primitivos aeródromos de la zona, por lo que tan sólo se podía operar en apoyo de las fuerzas de tierra durante el día.
Entre los muchos errores que se cometieron figuraba el usar el B2I como cazabombardero de apoyo a tierra, aunque debido a la parquedad de medios del Ejército del Aire no existían muchas más alternativas. El Heinkel 111 había sido diseñado como un bombardero de altura por la Luftwaffe, por lo que cuando se produjo el ataque del Ejército de Liberación, su uso por parte de la aviación española dejó bastante que desear; en primer lugar, sus visores de bombardeo estaban calibrados para atacar desde gran altura y, por lo tanto, las existencias de bombas de caída libre disponibles para estos bombarderos, en su mayor parte adquiridas durante la Guerra Civil, estaban pensadas para arrojarse desde una altura de aproximadamente mil metros y atacar ciudades y concentraciones importantes de tropas.
Este hecho, que se ha tendido a ignorar en gran parte de los estudios existentes sobre el conflicto, limitándose estos a denunciar la calibración de los proyectiles, conllevó que las bombas no estallaran al emplearse a baja altura, debiéndose limitar, por tanto, el apoyo a las fuerzas de tierra al ametrallamiento. Pero los B2I tampoco estaban diseñados para este tipo de acciones, dado que apenas podían usar la ametralladora de la posición frontal en dicha tarea. Por tanto, hubo que recurrir al genio español, la improvisación, para sustituir la falta de materiales. Entre las soluciones ad hoc se encontraba una especie de bomba de racimo consistente en cajas de granadas de mano y de mortero; este ingenio se lanzaba desde las portezuelas de los aviones sin seguro para que las bombas se dispersasen por una zona más o menos extensa y estallasen al impactar contra el suelo.
También se inventó un sustitutivo del napalm compuesto por un bidón de gasolina al que se adjuntaba una granada de mano y que al estallar tenía un efecto similar, la denominada «bomba Frías» en referencia al teniente paracaidista que la inventó. Dichos ingenios resultaron ser tan peligrosos para las tropas españolas como para los guerrilleros, por lo que dejaron de usarse rápidamente.

El Hispano-Aviación 1112 Buchón fue desplegado como cazabombardero puro, habida cuenta de que no había oposición aérea en la zona. Sin embargo, sus pobres características de gobierno hicieron que no tuviera un papel destacado y fue sustituido por los Texan. Fuente: Wikimedia Commons
Como solución interina se decidió enviar a otro tipo de aparato, el HA-1112 Buchón, remiendo de la industria aeronáutica española de la época. En este caso se trataba de un híbrido compuesto por el motor Rolls-Royce del Supermarine Spitfire y la célula del Messerchmidt Me-109, armado con doce cohetes para el apoyo a tierra. Aunque sobre el papel era un aparato mucho más apropiado para el apoyo cercano, sus pobres características de gobierno y su escaso radio de acción limitaron su uso y fue retirado del combate sin apenas haber participado.
Tradicionalmente se ha argumentado que el pobre papel del Ejército del Aire en el apoyo a tierra hubiera sido muy diferente de haberse autorizado por parte de los Estados Unidos el uso de los aproximadamente ciento cincuenta cazas F-86 Sabre que ya habían sido entregados a España mediante el tratado de 1953. Pero una vez más nos parece esta una afirmación muy aventurada, en tanto en cuanto el F-86, submodelo F, entregado a España (denominación del Ejército del Aire C.5), era un caza puro de superioridad aérea, diseñado para disputar el dominio del aire a los cazas soviéticos, como demostró en la guerra de Corea. Su despliegue en tareas de apoyo al suelo no hubiera representado una mejora demasiado sustancial, puesto que no había sido diseñado para tal misión, y aunque poseía dos puntos de anclaje para dos bombas de mil kilogramos, cuando estaba armado con ellas su radio de acción quedaba limitado a cincuenta millas, además de que no era posible operar desde aeródromos tan primitivos como los que había en el AOE. Este hecho fue reconocido por la propia USAF, que utilizaba para dichas misiones el F-84 Thunderjet, reservando el F-86 para aquellas misiones para las que había sido concebido.

El caza más moderno disponible en el Ejército del Aire era el F-86 Sabre, denominado C.5 en España. Los pactos de defensa con Estados Unidos impidieron el despliegue de este caza en el teatro de guerra africano. Fuente: Wikimedia Commons
Paradójicamente, el mejor aparato de apoyo a tierra a disposición del Ejército del Aire era el T-6D Texan (E-16) ofrecido, como ya hemos visto, por los franceses en el verano de 1957, petición que fue rechazada por las autoridades españolas, debiéndose comprar después doce de dichos aparatos a la Armée de l’Air. Con sus dos ametralladoras de 7,7 milímetros y doce cohetes Oerlikon de 80 milímetros, tenía la suficiente precisión, permanencia en la zona de enfrentamiento y capacidad de fuego para resultar de gran impacto en los combates. Este hecho fue reconocido tardíamente por Madrid al ordenar la compra de dichos aparatos, que hubieran podido estar disponibles desde el principio de las operaciones en caso de haberse aceptado la oferta francesa. A pesar de todas las limitaciones comentadas anteriormente, tanto la Armada como el Ejército del Aire se esforzaron por cumplir con todas las misiones que les fueron encomendadas, aunque con resultados variables.
El peso principal de las operaciones en el AOE recayó, como no podía ser de otro modo, en el Ejército de Tierra, un Arma reflejo de la pobreza de la España de la época. Los soldados en tránsito al AOE eran asaltados por bandas de chiquillos que pedían limosna. Como comenta Josep M.ª Contijoch, «mal vamos cuando unos pobres piden limosna a otros». Era, en definitiva, un ejército inservible para cualquier tipo de conflicto exterior, más pensado para servir como instrumento de represión interior que para aventuras bélicas de consistencia. Anticuado por su equipamiento y sus concepciones operativas, la mayor parte del gasto iba destinado a pagar los sueldos de un ejército hipertrofiado y repartido por toda la geografía peninsular.
La penuria de equipos afectaba tanto a las tropas peninsulares como a las desplegadas en Á...
Índice
- Portada
- Créditos
- Índice
- Introducción
- I. Marruecos, conflicto de intereses coloniales
- II. La gestación del conflicto
- III. Ifni, la última guerra de Marruecos
- IV. Un conflicto inconcluso
- Conclusiones
- Bibliografía
- Agradecimientos
- Contraportada