Breve historia de las batallas navales del Mediterráneo
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Breve historia de las batallas navales del Mediterráneo

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Breve historia de las batallas navales del Mediterráneo

Descripción del libro

Cinco siglos de batallas navales trascendentales por la hegemonía del Mare Nostrum: desde Solimán contra el Imperio Español o Napoleón contra Inglaterra hasta las dos Guerras Mundiales. El fascinante mundo de la Armée Royale, la Mediterranean Fleet, la Regia Marina o la KuK Marine de la mano de grandes nombres como Barbarroja, Juan de Austria, Andrea Doria o Horacio Nelson.
Breve historia de las batallas navales en el Mediterráneo es el tercer título de nuestra serie sobre batallas navales ( Breve historia de las batallas navales de la Antigüedad y Breve historia de las batalles navales e la Edad Media).
En esta ocasión podrá disfrutar de la historia de la pugna por el dominio marítimo en el Mediterráneo durante cinco siglos a través de grandes batallas navales como Zonchio (1499), Preveza (1538), Agosta (1675), Aboukir (1798), Tarento (1940) o Matapán (1941), en las que se decidió qué buques podrían navegar por él y cuáles no; legendarios enfrentamientos entre galeras, galeones, navíos, acorazados y portaaviones que cambiarían la forma de combatir quedando inscritos para siempre en las páginas de la Historia Naval.
Mientras navegantes y conquistadores se abrían paso en los océanos Atlántico y Pacífico, en aguas del Mare Nostrum diversos actores han impuesto su ley con sus flotas en las diferentes épocas. Sucesivos imperios quisieron dominar sus aguas, destacando el poder Otomano, el imperio español, la Armée Royale francesa, la Mediterranean Fleet británica, la Regia Marina italiana o la KuK Marine austro-húngara. Grandes nombres se han significado en esta lucha como Solimán El Magnífico, Barbarroja, Juan de Austria, Andrea Doria, el duque de Osuna, Abraham Duquesne y Horacio Nelson entre otros.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788499679365

1

Zonchio (1499). Venecia contra el gran turco

UN RENACIMIENTO AUTISTA

Entre los seres humanos es normal que los problemas absorban y dominen nuestras vidas hasta tal punto que ni siquiera caigamos en los de los demás; este fenómeno, reproducible en todas las épocas y sociedades, se transfiere a los pueblos, vueltos hacia dentro y de espaldas al forastero, incluso cuando este es posible invasor. Al egoísmo exacerbado solemos llamarlo «mirarse el ombligo» y puede ocupar a las naciones durante largo tiempo como una suerte de enfermedad; un autismo que lleva a ignorar los grandes problemas para volver la vista, únicamente, a lo que hay en casa.
Curiosamente, esto sucedió durante el Renacimiento, en la boca de salida de la Edad Media, oscuro túnel que halló su fin entre la toma de Constantinopla por el sultán otomano (1453) y el descubrimiento de América (1492). España, de la mano de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, asumía por entonces importantes desafíos como la expedición al Nuevo Mundo, el primer ensayo de unión imperecedera entre los reinos de Castilla y Aragón y la expulsión definitiva de los musulmanes de la península ibérica con la toma de Granada, sede del reino nazarí. No es de extrañar que un país inmerso en desafíos como la expulsión del ancestral invasor, el ensamblaje de dos reinos tradicionalmente no muy bien avenidos y la apertura hacia amplios horizontes como jamás se hubiera podido soñar mostrara tendencia a mirarse el ombligo. Pero, a sus espaldas, en las aguas añejas del Mediterráneo, seguían sucediendo cosas que nada tenían que ver con estos hechos y que, tarde o temprano, le afectarían.
También estaba Italia. Italia ocuparía el protagonismo absoluto de la época por desarrollarse en ella un movimiento académico, ilustrado y humanista conocido por el nombre de Renacimiento. El Renacimiento es, simplemente, la eclosión de una Europa bárbara, saturada de invasiones, pandemias, miserias y guerras durante siglos medievales, en un florecimiento artístico, cultural y progresista como nunca se había visto antes. La humanidad, de pronto, decidió desprenderse de su vieja piel romana y oscura para emerger, como Venus de las aguas, con una imagen profundamente atractiva, renovada y… autista de pies a cabeza, puesto que si diferentes países y naciones pueden estar vueltos hacia sí mismos, en ningún lugar como aquel en que proliferaban reinos, señores y ciudades mercantiles como la Italia del siglo XV.
El ancestral papado se embarcó alegremente en estos nuevos vientos de la mano de pontífices como Martín V, de la prestigiosa familia Colonna, que recuperó el prestigio de la institución consolidando el Estado italiano; Eugenio IV, el cual, a pesar de las dificultades, implantó en Roma un Gobierno con humanistas y artistas florentinos, presidido por el erudito griego Besarión; y Nicolás V, bibliófilo hasta la médula, que creó la gran Biblioteca Vaticana a imitación de la de Alejandría enviando agentes en busca de manuscritos y creando una escuela de traductores y estudios clásicos. En el resto de Italia, las diferentes familias gobernantes —Visconti y Sforza en Milán, los Medici de Florencia o los Aragón en Nápoles y Sicilia (parientes de los Reyes Católicos)— seguían por el mismo camino. Los Estados de la península italiana (ducados de Milán y Saboya, repúblicas de Florencia, Génova y Siena o los pequeños marquesados de Saluzzo, Mantua o Monferrato) rivalizaban entre ellos y con el más grande, el reino de Aragón —que poseía todo el mediodía italiano, Cerdeña y Sicilia—, por ser los más avanzados, modernos y renacentistas, patrocinando a artistas e inventores, reclutando pintores y promocionando literatos, muchos de los cuales no eran más que paniaguados. Pero sus señores habrían estado dispuestos a eso y mucho más con tal de poder permitirse el lujo de proclamar que eran los más avanzados, cultos e instruidos de su tiempo.
Solo Venecia, sin volver la espalda al Renacimiento, parecía verdaderamente preocupada por el peligro. Desde que saqueó Constantinopla en 1204 y venció a su gran rival, Génova, en la guerra de Chioggia (1376-1380), llegando con sus vanguardias (tres viajeros venecianos, Marco, Nicolás y Mateo Polo) hasta el Imperio chino y la corte tártara de Kublai Khan, la república de Venecia se había expandido hacia Oriente tanto por las costas dálmatas y albanas del Adriático como por las islas del Jónico (Corfú, Levkás, Cefalonia y Zante), la península de Morea, en el Peloponeso, y, más allá, la propia isla de Creta e incluso Oriente Medio. Inevitablemente, esta red de factorías y emporios comerciales chocó contra el Imperio turco del sultán Mahomet II el Conquistador, que, tras la toma de Constantinopla en 1453, había consolidado sus territorios sobre una plantilla prácticamente calcada del extinto Imperio bizantino. Cuando murió Mahomet, en 1481, su hijo Bayezid II (Bayaceto para Occidente) tenía muy claro por dónde seguir: la expansión de su imperio hacia el oeste a costa de la cristiandad. Y la primera gran presa que resaltaba, conspicua, a ojos de los musulmanes otomanos, era la península itálica, saturada de maravillosos mecenas, artistas, escultores, pintores y escritores que solo sabían pensar, con irresponsable autismo, en el brillo y fama de sus propias obras.
Únicamente un papa, Pío II (de nombre Eneas Silvio Piccolomini) pareció darse cuenta del problema que afrontaba Venecia y, por ende, toda la península italiana y la cristiandad durante su papado de 1458 a 1464. Era un cultivado humanista, orador y escritor que, en el congreso de Mantua, trató de conjurar la amenaza del gran turco mediante una nueva alianza europea que promoviera otra cruzada. Al encontrar una fría respuesta, este honesto y práctico pontífice dejó la pintura, la pluma y los libros para tomar la espada, ingresó en la orden cruzada y encabezó en persona la lucha contra el sultán otomano. Desgraciadamente, cuando esperaba en Ancona a las galeras venecianas que le iban a llevar a Oriente, murió de forma prematura. Antes de hacerlo, sin embargo, pudo hacer un gran reproche a la república: «¡Ay, pueblo veneciano! ¡Cuán envilecido está vuestro antiguo carácter!». Pero los venecianos replicaron con su máxima clásica: «Siamo veneciani, poi Christiani», es decir, «Primero somos venecianos, luego cristianos», que dejaba las cosas, y los peligros, bastante claros.
Sucesores como Sixto IV, lejos de retomar el legado de Pío II, volvieron a los temas locales fortaleciendo el Estado pontificio y actuando como pacificadores entre los diferentes señores italianos. Paso positivo, eso sí, fue la constitución de la Liga italiana en 1455 por parte de Milán, Venecia, Florencia, Nápoles y los Estados del papa, llevada a cabo —con gran oportunidad— tras la caída de Constantinopla en 1453; pero la alianza acabó relegada víctima de los intereses particulares y se configuró realmente como bloque ante otro peligro que se anticipó al turco: Francia. Como siempre tan a favor de los designios de la Sublime Puerta (con la que llegaría a pactar durante el siglo siguiente), Francia todavía estaba escocida por la expulsión de Nápoles y Sicilia que había realizado el reino de Aragón de manos de brillantes marinos como Roger de Lauria y reyes audaces como Pedro III el Grande en plena Edad Media, a fines del siglo XIV. Este último, además, había rechazado la posterior invasión de Cataluña llevada a cabo por el rey de Francia, Felipe III el Atrevido, muerto en el intento (1285). Desde Carlomagno, para Francia, la península italiana había sido siempre el objetivo y los ducados más próximos, como Milán y Saboya, padecieron las consecuencias.
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Imagen del papa Pío II, Eneas Silvio Piccolimini. Mientras el resto de la Italia medieval salía del túnel de la Edad Media, deslumbrada por el brillo y esplendor del Renacimiento y sus logros artísticos e ilustrados, este pontífice, cruzado por vocación, trató de dar ejemplo tomando la espada contra el peligro turco; desgraciadamente, muy pocos le hicieron caso.
El rey Carlos VIII, tras la regencia de su prudente hermana Ana de Beaujeu, decidió lanzarse a la aventura mediterránea, perpetuando el legado de sus antepasados. Lo hizo, eso sí, prudentemente, constatando que los Reyes Católicos, apartados de sus parientes de Nápoles y obsesionados por la enfermiza política matrimonial de la reina Isabel —que tantas desgracias traería a la familia y a su propio reino—, no iban a intervenir. Contaba también con la aquiescencia del rey Enrique VII de Inglaterra y el emperador Maximiliano de Habsburgo. Libre de trabas, durante el año 1493 pudo prepararse a conciencia para la invasión de Italia. Ocupaba el solio pontificio desde el año anterior un papa hispano, Alejandro VI, que, lejos de actuar a favor de España (estaba irreconciliablemente enfrentado a los Reyes Católicos por negarse a ennoblecer a su hijo, el inquietante y perverso César Borgia), mantuvo siempre una ambigua y detestable política a favor de intereses personales que retrotrajo al Vaticano a la época medieval. Carlos VIII de Francia necesitaba una excusa para invadir Italia y, previo acuerdo con Alejandro, utilizó sus derechos a la corona napolitana a la muerte del rey, Ferrante I.
Sin embargo, cuando Ferrante falleció, el papa coronó a Alfonso II para sorpresa del rey de Francia. Este reclamó entonces derechos al ducado de Milán, aprovechando la ambición de un usurpador, Ludovico Sforza, por apoderarse de él. Así pudo irrumpir en los dominios italianos con un imponente ejército apoyado por el más poderoso parque de artillería empleado hasta entonces. Ludovico, protegido por los franceses, se coronó en Milán, casando con Beatriz de Este para formar una de las más características, efímeras y autistas cortes renacentistas, en la que campó a sus anchas Leonardo da Vinci. El siguiente Estado en la lista era Florencia, aliada de Nápoles. Surgió allí un monje dominico, Girolamo Savonarola, prior del convento de San Marcos, que, junto con el regreso a las esencias de la Iglesia católica, propuso a los atolondrados florentinos una república favorable a Francia. Los franceses pasaron de este modo por un país donde se terminaron los festejos para rendir culto a las purgas y penitencias.
Finalmente excomulgado por desobediencia, Savonarola tampoco tuvo mucho recorrido: en 1498, hartos los florentinos de beaterías inquisitoriales, lo quemaron por hereje en la plaza de la Señoría. Fue uno de los resultados menos renacentistas y más profundamente medievales de la invasión francesa. A continuación de Florencia, estaba el papa que, mientras los franceses invadían sus territorios el 27 de noviembre de 1494, se refugió en el castillo de Sant Angelo; su «leal» hijo, César, se pasó al bando francés. Carlos VIII pudo entrar así en Roma el 27 de diciembre del mismo año. El 18 de enero firmaba el papa Alejandro su capitulación, proclamando a Carlos como rey de Nápoles. Alfonso II abdicó en su hijo Ferrante II, y ambos se refugiaron en la isla de Ischia, y el rey francés entraba también en Nápoles el 20 de febrero de 1495. Lo había conquistado todo con tanta facilidad que Alejandro, despectivo, llegaría a decir que no lo hizo con armas, sino con tiza para marcar lo que era suyo.
Los Reyes Católicos quedaron, como Venecia, desbordados por el alud francés; rechazados sus embajadores por Carlos VIII, remitieron a Sicilia un ejército expedicionario de veteranos de la conquista de Granada bajo el mando de un anónimo capitán de la casa de Aguilar, Gonzalo Fernández, que exigió a Ferrante II la concesión de seis plazas en Calabria como «cabeza de puente» para la reconquista de Nápoles. A la vez, la escuadra de galeras de Sicilia, bajo el mando de Galcerán de Requesens, se unió a las fuerzas navales sicilianas. Durante el verano de 1495 Carlos VIII, dando por terminada la conquista, regresó a Francia y dejó al duque de Montpensier a cargo del Gobierno napolitano. Las galeras de Aragón y Venecia obtuvieron muy pronto el dominio marítimo, quedando los franceses aislados en el sur.
Gonzalo llegó a Mesina en marzo de 1495; sabedor de que Ferrante II ya había iniciado la reconquista de su reino, decidió apoyarle pasando a la península, pero fue derrotado el 21 de junio en Seminara por el señor de Aubigny. Se retiró, no obstante, sin grandes pérdidas, iniciando una guerra de guerrillas en Calabria. Ferrante, entretanto, había recuperado Nápoles, y los venecianos desembarcaron en Apulia, por lo que Montpensier quedó acorralado por tres sitios diferentes. A partir del verano el francés fue encastillándose en diversas fortalezas que, poco a poco, durante el invierno, fueron expugnando los españoles. En la primavera de 1496, Gonzalo Fernández, pronto conocido como el Gran Capitán, alcanzaba su primera victoria en Laíno. Ante el acoso de sus adversarios, Montpensier concibió un gran campamento fortificado en Atella que, tratado por Gonzalo con las mismas técnicas de asedio empleadas en Granada, capituló el 27 de julio de 1496. Culminó así la reconquista de Nápoles solo diecisiete meses después de que Carlos VIII hubiera entrado en ella.
La derrota gala era, una vez más, total; el rey francés, además, perdió la influencia sobre Navarra, la isla de Cerdeña, Rosellón y el Franco Condado, y falleció —probablemente del disgusto— en Amboise en el año 1498. Heredó el trono de Francia su primo, Luis XII, preocupado por la prosperidad del país y que no se embarcaría fácilmente en aventuras invasivas, aunque mantuvo, hasta su muerte en 1515, tropas en Italia, a las que el Gran Capitán tendría que volver a derrotar en un segundo conflicto, ya entrado el siglo XVI. Lo cierto, sin embargo, era que mientras el gran peligro anunciado por Pío II tomaba forma en el este, los reinos cristianos se dedicaban a pelear e invadirse entre ellos, disputándose un territorio de autistas en completa desunión.

EL PELIGRO OTOMANO

El sultán Bayezid II se habría lanzado sobre Occidente y la península itálica a fines del siglo XV de no tener sus propios problemas. Contaba para ello con la inspiración de un antepasado del mismo nombre, Bayezid I, apodado Yıldırım (‘el Rayo’), que venció a los serbios en Kosovo y a los húngaros en Nicópolis antes de sucumbir derrotado por el «peligro tártaro», Tamerlán, que le hizo prisionero en 1402. Pero sufría graves problemas familiares a causa de su hermano, Djem, que le disputaba el trono. Tras una feroz revuelta fallida, Djem escapó a la isla de Rodas, donde los caballeros hospitalarios de San Juan, custodios del enclave, le remitieron directamente al papa Inocencio VIII, antecesor de Alejandro. Viendo las posibilidades que ofrecía como candidato al trono del sultán, el papa se lo presentó a Carlos VIII de Francia, pero este, demasiado obsesionado por Italia, no hizo mucho aprecio, así que el bueno de Djem terminó pensionado en el Vaticano a cargo de un nuevo papa, Alejandro VI, proclamado como dijimos en agosto de 1492, poco antes de que Cristóbal Colón llegara a América en octubre.
Tuvo entonces lugar una de las más vergonzosas páginas de la «diplomacia» vaticana. La existencia de Djem, bien utilizada por la cristiandad, podía haber mantenido el Imperio turco dividido y debilitado durante largo tiempo. Pero el papa Alejandro, cuando Bayezid II le ofreció trescientos mil ducados por la vida de Djem, lo despachó, víctima de los venenos Borgia, en febrero de 1495. Liberado del rival, el sultán pudo empezar a pensar en sus futuras conquistas occidentales. De hecho, el camino marcado por su padre Mahomet II el Conquistador apuntaba hacia allí: después de Constantinopla, la siguiente en la lista era Venecia. Entre 1463 y 1479, Venecia y la Sublime Puerta habían estado en guerra por las posesiones en el mar Egeo, Grecia y las islas Jónicas. Al final de la misma, los turcos tenían ya el doble de enclaves que Venecia en suelo griego, pues habían conquistado las islas de Negroponte y Scutari. No hubo enfrentamiento entre ambas flotas; durante la toma de Constantinopla, Mahomet II había podido comprobar que la suya estaba lamentablemente anticuada, en métodos y tácticas, con respecto a la veneciana y genovesa, que se pasaron medio siglo XIV guerreando entre ellas. Los turcos apostaban aún por la utilización masiva de buques ligeros de remo —fustas y galeotas— para abordar los bajeles de alto bordo enemigo, en lo que fracasaron completamente. Era necesario que carpinteros y comandantes turcos se beneficiaran de la experiencia de los marineros bizantinos, genoveses y venecianos capturados en la ciudad para ponerse al día, y esto no se consigue en apenas diez años.
Llegada la paz, la república logró recuperarse con Chipre en 1489 obligando a su reina veneciana a entregarle esta isla. Luego, mientras llegaba la invasión de Italia por Francia, Venecia procuró mantenerse al margen de la triple alia...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Introducción
  5. Inventario de las batallas navales del Mediterráneo
  6. 1. Zonchio (1499). Venecia contra el gran turco
  7. 2. Préveza (1538). Sombra de traición
  8. 3. Malta (1565). Drama en el centro neurálgico del Mare Nostrum
  9. 4. Osuna y cabo Celidonia. Una flota privada controla el Mediterráneo
  10. 5. Pugna por el mar de Levante. Lucha despiadada y amoral por el Mediterráneo
  11. 6. La hoguera de Palermo. Luis XIV en pos del tridente de Neptuno
  12. 7. Cabo Passero y Tolón. Derrota y revancha en el Mediterráneo
  13. 8. Abukir (1798). Un líder aislado
  14. 9. Matanzas y guerrillas. Un siglo para la crónica de sucesos
  15. 10. Tarento. Sentencia para la flota italiana
  16. 11. Gaudo-Matapán. La última batalla
  17. 12. El convoy Pedestal. Guerra subordinada en el Mediterráneo
  18. Bibliografía y fuentes
  19. Contraportada