La Bioquímica en 100 preguntas
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La Bioquímica en 100 preguntas

María Fernández Organista

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La Bioquímica en 100 preguntas

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Las respuestas de la química de la vida al prodigio de la biodiversidad. Todas las claves fisicoquímicas que desentrañan el "misterio de la vida": desde el agua y el carbono hasta los grandes complejos macromoleculares y las técnicas industriales y clínicas que han cambiado la sociedad: La estructuración de la materia viva, la biología molecular y el genoma, la bioenergética y el metabolismo, la bioquímica aplicada y la genética.¿Se puede cambiar el color de los vegetales?, ¿Están vivos los virus?, ¿Es realmente malo el colesterol?, ¿Podrían existir humanos con ojos en las palmas de las manos?, ¿Es posible la vida sin ADN?, ¿Qué es un reloj molecular?, ¿Pueden ser venenosas las vitaminas?, ¿Es verdad que respirar nos hace envejecer?, ¿Hay bisturís que huelen el cáncer?, ¿Podemos estudiar el genoma de Tutankamon?, ¿Cómo se obtiene un transgénico?El misterio de la vida ha representado desde siempre una cuestión central en el pensamiento humano. Su origen, su funcionamiento o su diversidad son fenómenos que todos alguna vez hemos querido explicar. La Bioquímica aborda el fenómeno de la vida desde un punto de vista estrictamente molecular, lo que nos está permitiendo desentrañar los secretos más íntimos de la vida. Esta obra acerca al gran público el estado actual de la Bioquímica. A través de 100 preguntas sencillas se da explicación a términos y fenómenos con los que nos encontramos todos los días y que esta ciencia trata de entender. En tono divulgativo, pero altamente riguroso, se presenta desde la descripción de algunas de las más sorprendentes maquinarias macromoleculares, hasta la explicación de por qué nos sale un chichón al sufrir un golpe en la cabeza. Todo ello desde los principios más básicos de la Bioquímica a la aplicación industrial de este conocimiento.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499679396
Categoría
Biochimie
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BIOLOGÍA MOLECULAR

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¿POR QUÉ LOS HIJOS SE PARECEN A SUS PADRES?

Hoy sabemos que los ácidos nucleicos son los portadores de toda la información genética de un ser vivo, y que esta información se transmite de generación en generación a través del ADN, material responsable de que los hijos se parezcan a sus padres. Sin embargo, esta demostración no fue posible hasta finales del siglo XIX y principios de siglo XX.
Los primeros experimentos científicos que muestra la existencia de unas leyes naturales asociadas a la herencia fueron realizados por el checo Johann Gregor Mendel en 1865. Usando la planta del guisante (Pisum sativum), analizó siete pares de características de la semilla y la planta: la forma y el color de la semilla, la forma y el color de la vaina, la posición y el color de las flores y la longitud del tallo. El estudio de la frecuencia de aparición de cada carácter en las sucesivas generaciones obtenidas de determinados cruces entre plantas le permitió postular su teoría de la herencia particulada, donde determinó la existencia de unos elementos (que hoy llamamos genes) responsables de la transmisión de los caracteres de los progenitores a la descendencia. Sin embargo, en esta época no se conocía qué eran esos elementos, es decir, de qué estaban constituidos ni dónde se localizaban en la célula, de igual forma que no se conocía cómo se podían transmitir de generación en generación. A partir de esta teoría distintos investigadores realizaron multitud de estudios para determinar cómo estos elementos se almacenaban en las células de nuestro organismo. En 1902, Walter S. Sutton y Tehodor Boveri observaron la relación entre los cromosomas y la herencia, y establecieron que los elementos determinados por Mendel se localizan en los cromosomas. Estas estructuras localizadas en el núcleo de las células se dividían y se transmitían durante la división de las células eucariotas, por lo que dichas estructuras, compuestas por ADN y proteínas, tenían que ser las responsables de la transmisión del material genético. En 1909, Thomas Morgan comprobó esta hipótesis realizando una serie de experimentos utilizando la mosca del vinagre, Drosophila melanogaster, a través de la cual observó que los genes se localizan de forma lineal en los cromosomas y que los que se encontraban en el mismo cromosoma tendían a heredarse juntos, por lo que los denominó genes ligados. Además, observó que podía ocurrir un intercambio de fragmentos de cromosomas mediante un fenómeno que denominó recombinación. Gracias a todas estas observaciones, afirmó que los cromosomas conservan la información genética y que son también los responsables de transmitir esta información, y elaboró en 1915 la denominada teoría cromosómica de la herencia. Gracias a esta teoría se llamó genes a los elementos descritos por Mendel y se determinó que son las unidades de información hereditaria, que se localizan en regiones concretas de los cromosomas denominadas locus.
Sin embargo, aún no se tenían evidencias claras sobre cuál de las moléculas que forman dichos cromosomas, el ADN o las proteínas, eran las responsables de esta trasmisión hereditaria. La bioquímica, ahora, tenía que jugar un papel decisivo. En 1928 el microbiólogo Fred Griffith utilizó diferentes cepas de la bacteria Streptococcus pneumoniae, agente causante de neumonía en humanos. Cuando infectaba ratones con una cepa virulenta (cepa S) estos morían en veinticuatro horas. Por su parte, cuando los infectaba con la cepa R, no virulenta, estos sobrevivían. Lo sorprendente fue que, cuando mataba bacterias de la cepa S por calor y las mezclaba con bacterias de la cepa R vivas, al infectar los ratones con la mezcla, estos morían, encontrándose en su sangre bacterias virulentas vivas. Estudios más detallados demostraron que estas bacterias R, ahora virulentas, presentaban propiedades de la cepa S, fenómeno que se denominó transformación. En 1944 Oswald T. Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty, empleando métodos bioquímicos, demostraron que la capacidad de transformación de estas bacterias era debida al ADN y no a las proteínas. Para ello fraccionaron las bacterias S muertas por calor y aislaron distintas fracciones purificadas de distintos compuestos, tales como lípidos, polisacáridos, ARN, proteínas y ADN, los cuales, de forma aislada, se mezclaron con bacterias R, para así determinar cuál de ellos era el factor transformante responsable de convertir a dichas bacterias en virulentas. Observaron que únicamente al añadir la fracción purificada de ADN se obtenían cepas virulentas, es decir, el ADN era el factor que poseía dicha capacidad de transformación.
La demostración que se consideró definitiva a la hora de consagrar el ADN como guardián de la información hereditaria fue realizada en 1952 por Alfred Hershey y Martha Chase. Para ello utilizaron el bacteriófago T2 (un virus que infecta bacterias, el cual está formado por una cápsida externa de proteínas y una molécula de ADN en el interior). Sabían que dicho fago se unía a la superficie de una célula bacteriana e inyectaba alguna sustancia, bien su ADN o bien sus proteínas, lo que permitía que se produjeran montones de copias (descendientes) del fago. Es decir, el material que inyectaban tenía que ser el material genético del fago. Para determinar cuál de esas moléculas era dicho material genético, prepararon dos cultivos del fago, uno en el cual su ADN estaba marcado con fósforo radiactivo (32P) y el otro que tenía marcadas con azufre radiactivo (35S) sus proteínas. Inocularon cada uno de los cultivos de fagos marcados en un cultivo de bacterias, y los dejaron el tiempo necesario para que estos se multiplicaran. Posteriormente, centrifugaron cada uno de los cultivos para separar las bacterias de los fagos, quedando las bacterias en el fondo, por ser más pesadas, y los fagos en la fase líquida o sobrenadante. Observaron que en el primer caso (cultivo inoculado con fagos marcados con 32P) las bacterias del fondo presentaban en su interior fósforo radiactivo, es decir, el virus había inoculado en la bacteria su ADN, mientras que en el segundo caso (cultivo inoculado con fagos marcados con 35S), el azufre radiactivo aparecía en el sobrenadante, es decir, fuera de las bacterias. Por tanto, las proteínas no eran inoculadas. Además, en sucesivas rondas de replicación observaron que los virus procedentes del cultivo marcado con fósforo estaban también marcados, lo que no ocurría en ningún virus obtenido tras la reproducción de los virus marcados con azufre. Todas estas observaciones permitieron a la comunidad científica dar por demostrado que el material genético es el ADN y no las proteínas.
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LOS RAYOS X Y EL ADN, ¿QUÉ RELACIÓN TIENEN CON EL NACIMIENTO DE LA BIOLOGÍA MOLECULAR?

No es raro escuchar cada día en los diferentes medios de comunicación algún nuevo avance en biotecnología y la importancia de los nuevos descubrimientos asociados a la cura de alguna enfermedad. Esto no hubiera sido posible sin el desarrollo de una rama de la bioquímica denominada biología molecular. Esta rama está encaminada a entender cómo ocurren los fenómenos biológicos que tienen lugar en un organismo vivo a partir de una perspectiva molecular, es decir, a partir del funcionamiento molecular de los organismos.
Para entender los principios básicos de la biología molecular, es indispensable enlazar su desarrollo al descubrimiento del ADN como la macromolécula responsable de la transmisión de información de generación en generación y, por tanto, la macromolécula indispensable para la vida. Una vez descubierto que el material genético es el ADN, había que entender cómo esta molécula de ADN se organizaba en las células, cómo era su estructura, ya que lo que se conocía hasta el momento parecía indicar que era una estructura rígida difícil de almacenar. Entre los años 1950 y 1953 se realizaron los experimentos más relevantes para entender cómo se organizaba esta macromolécula en las células. Por un lado, Rosalind E. Franklin estableció que la estructura del ADN podía hallarse en dos formas helicoidales distintas con los fosfatos hacia el exterior gracias a experimentos mediante difracción de rayos X. Sin embargo, no fue hasta 1953 cuando James D. Watson y Harry C. Crick, recopilando la información de los diferentes estudios realizados por investigadores anteriores, especialmente los obtenidos por Rosalind E. Franklin, establecieron que el ADN se organizaba en una estructura tridimensional de doble hélice, por lo que recibieron el Premio Nobel en 1962.
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La estructura del ADN. Imagen obtenida por rayos X de la estructura en α–hélice del ADN. Debajo se representa la estructura de la molécula de ADN.
La estructura de la doble hélice de ADN está constituida por dos cadenas helicoidales de polinucleótidos enfrentadas entre sí por complementariedad de sus bases nitrogenadas, enrolladas alrededor del mismo eje formando una doble hélice. Están unidas entre sí por medio de puentes de hidrógeno entre las bases nitrogenadas, dos entre la adenina y la timina y tres entre la citosina y la guanina. Los azúcares y los grupos fosfato alternados se encuentran hacia el exterior de la doble hélice. Las dos cadenas son antiparalelas, es decir, los nucleótidos del ADN están unidos covalentemente mediante un enlace fosfodiéster entre el grupo hidroxilo del carbono 5’ del azúcar de un nucleótido y el grupo hidroxilo del carbono 3’ del siguiente, por lo que cada cadena de polinucleótidos tendrá un extremo 5’ y 3’ diferenciados. Por tanto, el hecho de que las dos cadenas de la doble hélice sean antiparalelas indica que presenta una cadena en sentido 5’3’ y la otra en sentido 3’5’. El apareamiento de las dos hebras hace que se forme un surco mayor y un surco menor en la superficie de la doble hélice. A partir de esta estructura Watson y Crick dedujeron cómo esta se replicaba para formar dos moléculas de ADN idénticas y así poder ser transmitida de generación en generación. Ellos propusieron que dicha replicación tenía que ocurrir mediante la separación de las dos hebras seguida de la síntesis de hebras complementarias, es decir, cada una de las hebras de la doble hélice sirve de molde para dirigir la síntesis de la hebra complementaria, modelo que denominaron replicación semiconservativa y que después fue demostrado experimentalmente.
Todos estos conocimientos permitieron a Francris Crick en 1958 enunciar el dogma central de la biología molecular, en el que establecía que la información genética va en dirección ADN-ARN-proteínas mediante replicación-transcripción-traducción. Sin embargo, no fue hasta 1970 cuando este dogma fue aceptado como tal gracias al descubrimiento del código genético, en el cual se establece que un triplete de nucleótidos del ADN determina un aminoácido. Este descubrimiento fue posible gracias a la aportación de diferentes investigadores como los descubrimientos del mecanismo de la síntesis del ADN y el ARN por Severo Ochoa en 1955 y Arthur Kornberg en 1957, los cuales descubrieron la polinucleótido fosforilasa que sirvió para sintetizar oligorribonucleótidos, y la ADN polimerasa I de Escherichia coli, respectivamente. Por estos descubrimientos compartieron el Premio Nobel en 1959. El dogma central de la biología molecular, como todo dogma científico, ha sido modificado posteriormente. El descubrimiento aportado por Howard M. Temin y David Baltimore en ese mismo año (1970) establecía que los virus con ARN como material genético realizaban una copia de dicho ARN a ADN durante la infección, y que esta copia era posible gracias a una enzima denominada transcriptasa inversa o retrotranscriptasa. Aparecía un nuevo término que añadir al flujo de información establecido por el dogma: la transcripción inversa.
Gracias a todos estos descubrimientos la biología molecular comenzó a tomar un papel muy importante en el estudio de las funciones biológicas a nivel molecular, ya que se descubrieron nuevos abordajes experimentales tales como la secuenciación del ADN, las técnicas de ADN recombinante o la técnica de la PCR (del inglés polymerase chain reaction). En este libro se abordarán cuestiones referentes a la gran relevancia que tienen en la sociedad estas herramientas biotecnológicas, derivadas de los avances en nuestro conocimiento sobre la biología molecular de los organismos vivos.
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¿SABÍAS QUE SI HICIÉRAMOS UNA CADENA CON TODO EL ADN DE TU CUERPO SERÍA TAN LARGA COMO PARA DAR HASTA 765 000 VUELTAS ALREDEDOR DE LA TIERRA?

El material genético de un individuo es necesario para el funcionamiento y mantenimiento de este a lo largo de su ciclo de vida, ya que contiene toda la información necesaria para poder realizar todas sus funciones vitales. Según ha ido aumentado el nivel de complejidad de los distintos organismos, el almacenamiento de este material genético dentro de cada una de sus células ha adquirido también mayor complejidad. Así, la forma en la que el ADN de las células procariotas se encuentra dentro de ellas presenta una complejidad menor que el de las células eucariotas.
Las células procariotas, como es el caso de las bacterias, presentan una cantidad de material genético menor debido a que necesitan menos información para su funcionamiento y mantenimiento que las células eucariotas. Las bacterias presentan una única molécula de ADN doble y circular que se conoce como cromosoma bacteriano. Este cromosoma se encuentra libre en el citoplasma, ya que las bacterias no presentan una compartimentalización interna como las células eucariotas, donde el ADN se encuentra separado del citoplasma por una membrana (el núcleo). El primer nivel de organización del ADN es su estructuración en forma de hélice, formad...

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