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La historia de España en 100 preguntas
Descripción del libro
Las claves esenciales y cuestiones históricas imprescindibles para comprender la verdadera historia de los españoles: La Prehistoria, la Iberia prerromana y la Hispania romana, la protonación española medieval y el mundo árabe, el esplendor cultural y la colonización de América, el proyecto nacional liberal y republicano, la segunda República, la Guerra Civil y la transición a la democracia.
¿Estaba la España de la Antigüedad poblada por gigantes? ¿Adoraban los romanos el pescado de Cádiz? ¿Fue el reino visigodo de Toledo la primera encarnación histórica de España? ¿Fueron los reyes andalusíes mejores poetas que guerreros? ¿Querían de verdad los Reyes Católicos reconstruir la unidad de España? ¿Pudieron solo un puñado de aventureros venidos de España conquistar imperios tan poderosos como el azteca y el inca? ¿Cómo un país en decadencia fue capaz de alcanzar el esplendor cultural de la España del Siglo de Oro? ¿Con qué España soñaban los ilustrados del siglo XVIII? ¿Fue en verdad gloriosa la revolución española de 1868? ¿Cómo trató la II República de contentar, sin éxito, a los nacionalistas catalanes y vascos? ¿Tenía el franquismo problemas de identidad? ¿Qué sonido hacían los sables en la España de la Transición?
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Historia europea
El siglo xix: la era del liberalismo
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¿QUÉ PALABRA REGALÓ EL PUEBLO ESPAÑOL EN ARMAS AL LÉXICO INTERNACIONAL DE LA GUERRA?
En la mal llamada constitución de Bayona, que era en realidad una carta otorgada, España se organizaba como una monarquía hereditaria en la que el rey se humillaba ante los derechos de sus súbditos, garantizados por unas Cortes bicamerales, y se eliminaban las restricciones a la libertad de comercio e industria y los privilegios estamentales. No se trataba de una constitución liberal, pero sí de un documento realista, acorde con el nivel de madurez de la sociedad española, y que sin duda habría servido de marco institucional oportuno para impulsar el progreso del país.
Pero ya para entonces, los españoles, más dignos que sus gobernantes, habían visto colmado el vaso de su paciencia. El 2 de mayo, cuando los franceses sacaban de palacio al infante don Francisco, el menor de los hijos de Carlos IV, los madrileños se sublevaron. Por la tarde, el alcalde de Móstoles, Andrés Torrejón, animaba al país a seguir su ejemplo. La represión desatada por Murat, comandante de las tropas napoleónicas, no hizo sino avivar la indignación popular. A finales de mayo, en cada ciudad, en cada pueblo, los españoles se armaban: había que echar al invasor.

Los desastres de la guerra, n.º 33, por Francisco de Goya, Museo del Prado, Madrid. La serie de 82 grabados, realizados entre 1810 y 1815, refleja la brutalidad que se alcanzó durante la guerra contra los franceses.
La guerra que empezaba aquella primavera de 1808 no era una más; por el contrario, fue la primera en que los franceses hubieron de enfrentarse a la resistencia de todo un pueblo. Napoleón había vencido siempre porque se había batido con ejércitos profesionales en batallas campales, arte en el que nadie parecía capaz de superarle. En España hubo también batallas, pero lo decisivo fue una nueva forma de lucha en la que cada español era un enemigo y cada palmo del territorio, un lugar hostil. La «guerrilla», vocablo que los españoles donaron al léxico militar, imponía al ocupante una grave carga, pues el enemigo no se dejaba ver, pero estaba siempre ahí; no podía ser vencido porque no presentaba batalla; y, sin embargo, las ganaba todas, porque forzaba a las tropas a una continua actividad que las desgastaba y las desmoralizaba. Los franceses terminaron por ocupar la península al precio de duros sitios como el de Zaragoza, denigrantes derrotas como la de Bailén y abrumadores refuerzos que elevaron la cifra de soldados galos en España hasta los doscientos cincuenta mil. Pero el indomable deseo de los españoles de expulsar de su tierra a los franceses, unido al cuerpo expedicionario inglés de Wellington, terminó por darles la victoria.
Y no solo eso. El pueblo, a la par que mostraba su rechazo a ser regido por un rey impuesto, se erigió en depositario de su propia soberanía; se constituyó en juntas en cada villa, en cada ciudad, y envió representantes a las capitales para reconstruir así el edificio de la nación que José I había despreciado. Secuestrado el rey, la soberanía ha vuelto al pueblo, que la ejerce como era costumbre, convocando unas Cortes. Por ello, la Junta Suprema, emanación de las locales y provinciales, resignó sus poderes en una regencia colectiva que asume la misión de reunirlas. Pero tras el aparente respeto a la legalidad tradicional latía el deseo de aprovechar la ocasión que la historia ha brindado. La guerra traería la revolución. ¿Pero acaso todos eran revolucionarios en aquella España atrasada que tan mal había digerido los frutos de la Ilustración? No, los revolucionarios eran una exigua minoría. Para muchos, la monarquía absoluta era una institución inmutable, obra de la razón, natural y lógica, que no podía ser mejorada. Nada hay, pues, que cambiar; se trata de expulsar a los franceses y sentar de nuevo en el trono al monarca legítimo, Fernando VII, en la plenitud de sus facultades. Para otros, conservadores, pero influidos por la práctica constitucional inglesa, el absolutismo no se correspondía con la tradición política hispana, pero tampoco el liberalismo. El país no requería una carta magna, pues ya poseía una constitución histórica, un corpus jurídico y un conjunto de prácticas políticas cuyo principio fundamental había sido siempre el ejercicio compartido de la soberanía por el rey con las Cortes. Basta, pues, con respetar ese principio aplastado por el absolutismo para encaminar a España por la senda del progreso. No falta tampoco quien creía, movido por verdadera fe o por mero oportunismo, que la mejor garantía de ese progreso residía en la figura del soberano impuesto por Napoleón, capaz de conducir los destinos de España por la difícil senda equidistante entre la reacción absolutista y la revolución liberal, como el mismo Napoleón había hecho en Francia. Por último, existían también verdaderos liberales, genuinos revolucionarios. Para Quintana, Martínez Marina o Argüelles, la libertad era la única medicina capaz de resucitar el agónico cuerpo nacional. En lo económico, para escoger el trabajo y remunerarlo, para comerciar, sin más limitación que la garantía de la propiedad privada y de los contratos; en lo social, sin caducos privilegios estamentales ni discriminaciones ante la ley, y en lo político, para escribir y publicar, para residir y trasladarse, para buscar la felicidad, para escoger al Gobierno y derribarlo. Libertad sin más barreras que una Constitución escrita que defina los límites y el equilibrio entre los poderes, la extensión del sufragio, las reglas del juego político. La historia dará a este grupo, futuro artífice de la Constitución de 1812, el nombre de doceañista.
Mientras, el pueblo permanecía ajeno a los trabajos de los diputados. Su reacción ante el francés fue un movimiento emocional en defensa de su religión, su tierra y su rey, que debía volver para ocupar el trono del que había sido apartado mediante el engaño y para gobernar como lo hacía, pues, en el imaginario colectivo, personificaba el bien, la tradición, incluso la libertad. Pero una cosa es la mayoría social y otra bien distinta la mayoría parlamentaria. Las elecciones de 1810 no dieron ocasión al pueblo de expresar en paz su parecer, pues casi toda España sufría bajo la bota del francés. Las Cortes, así, debían nutrirse de suplentes, elegidos en Cádiz, ciudad pletórica de exiliados liberales, caldo de cultivo de irregularidades que conducían a una cámara mucho más avanzada que la opinión del país. Por ello no representaron a los estamentos, sino a los individuos, y se entregaron a la tarea de calcinar el cadáver del Antiguo Régimen, que la guerra había matado, y moldear el cuerpo de un nuevo orden económico, social y político. Por ello cayeron los gremios, dejando campo abierto a la libertad de industria y comercio; con el ocaso de la Inquisición, guardián de las conciencias, llegaba el alba de la libertad de imprenta; murieron los privilegios, señoríos y mayorazgos; perdieron las órdenes religiosas sus extensas propiedades y los municipios sus tierras de propios y baldíos. Pero no se trataba tan solo de destruir; también era necesario construir el nuevo Estado. Y lo hicieron las Cortes ofreciendo al país una constitución escrita, una constitución, claro, liberal. La nación sería la única soberana de sus destinos, sin concesión alguna a la prerrogativa regia. Los poderes reales, antes absolutos, se repartían entre el monarca, las Cortes y los jueces, sin preeminencia de ninguno, en un equilibrio concebido como garantía frente al despotismo. Los ciudadanos, bendecidos por la naturaleza con derechos inalienables, podían al fin escoger a sus gobernantes, y acercarse a las urnas a depositar su voto, sin cortapisas debidas a la riqueza o la cultura. Solo la fe católica continuaría ocupando el lugar de privilegio que la tradición le había otorgado, y los españoles, iluminados por ella, se obligarían a ser justos y benéficos. En 1812, una nueva era de libertad parecía dar comienzo. Pero se trataba de un espejismo. El liberalismo hispano carecía de arraigo popular; era cosa de unos pocos. El pueblo solo deseaba la vuelta de su rey, y en manos de aquel espíritu pequeño y suspicaz estaba en ese momento el futuro de España.
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¿ERA DELITO GRITAR «VIVA LA PEPA» EN LA ESPAÑA DE FERNANDO VII?
Los franceses, derrotados, han de dejar al fin la península. En 1813, el tratado de Valençay devuelve a España su rey legítimo. Pero las Cortes le niegan su condición en tanto no jure la Constitución. ¿Lo hará? Soplan malos vientos para el liberalismo. Europa, liberada del tirano, vuelve sus ojos al Antiguo Régimen con ánimo de restaurarlo. Palabras como absolutismo, legitimismo o tradición resuenan de nuevo con fuerza en palacios y cancillerías. La Santa Alianza, a la que Fernando se ha unido, reúne a Austria, Rusia, Francia y Prusia en compromiso de aplastar cualquier brote liberal. Y el rey, que regresa a Madrid, encuentra por doquier las muestras del amor de su pueblo, cuyo fervor se desborda en cada lugar donde se detiene, mientras el ruido de sables lleva a sus oídos una melodía de resonancias absolutistas. El general Elío, comandante del segundo ejército, se pronuncia en Valencia a favor de la vuelta de las viejas instituciones. Y al poco, cien diputados serviles solicitan solemnemente al rey la restauración del absolutismo en una proclama que la historia conocerá como Manifiesto de los persas. El soberano tarda poco en decidirse. El 4 de mayo de 1814, Fernando declara «[…] nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en ningún tiempo […]» los decretos de las Cortes de Cádiz, las disuelve y deroga la Constitución.
Pero la España que el rey se encontraba era un país exhausto, agarrotado por el caos monetario, atemorizado por partidas de bandoleros, paralizado por la quiebra total de la Hacienda, sepultado por una deuda astronómica, humillado por su impotencia ante la rebeldía de sus colonias americanas. Un país, en fin, que, relegado a la condición de potencia de segundo orden, no jugó papel alguno en el diseño de la Europa de la Restauración a pesar de su protagonismo en la derrota de Napoleón.

La promulgación de la Constitución de 1812, por Salvador Viniegra, Museo de las Cortes de Cádiz. Al menos desde 1822, se identificaba la Constitución de 1812 como la Pepa y fue la represión de Fernando VII la que hizo nacer el grito como un elemento subversivo, dado que estaba prohibido hacer mención a ella.
Un monarca más sensato habría comprendido la necesidad de entenderse con quienes querían contar con él para arreglar las cosas. Pero no lo hizo. Durante aquellos seis mal llamados años, el nuevo rey, carente de visión política y entregado a una camarilla de incompetentes, se limitó a encastillarse en la cerril defensa de sus prerrogativas. Los bandazos ministeriales privaron al reino de una dirección política coherente y la represión fue la única respuesta frente a los pronunciamientos militares, gestados en las logias masónicas, nutridos por una mezcla de liberalismo, ascensos frustrados por el fin de la guerra y desazón de las clases medias sin expectativas profesionales y exasperadas por la miseria intelectual de una sociedad sin prensa, sin cafés, sin tertulias, donde la discrepancia carecía de vehículos legales de expresión.
Por ello, cuando, en 1820, uno de aquellos pronunciamientos triunfó, la esperanza encendió el ánimo de los liberales. La proclama del comandante Riego, que exigía el retorno de la Constitución, despertó a intelectuales y comerciantes, burgueses y oficiales, y, enardecido el populacho, vieron de nuevo la luz las juntas que trataban de apartar al pueblo de la anarquía mientras exigían un cambio de rumbo en Madrid. El rey, asustado por la violencia callejera y la pasividad del Ejército, proclamó su intención de marchar el primero por la senda constitucional. Se iniciaba así un nuevo experimento liberal que iba a durar tan solo tres años, durante los cuales el liberalismo hispano tuvo tiempo cumplido para mostrarse una vez más en toda la plenitud de sus grandezas y sus miserias. La amada Constitución de 1812, la Pepa, como la llamaba el pueblo por haberse aprobado el día de San José, quedó restablecida, así como la obra legislativa de las Cortes y aun pudieron los Gobiernos del Trienio aumentarla con algunos decretos que ampliaban el volumen de las tierras arrebatadas a la Iglesia, expulsaban a los jesuitas y forzaban a los curas a jurar y enseñar la Constitución. Pero las fuerzas a las que habían de enfrentarse los liberales eran demasiado poderosas. Amén de la nobleza y el clero, los campesinos no gustaban de un régimen que daba a la burguesía las tierras de la Iglesia y les cargaba con el peso de nuevos impuestos, apenas abolidos los an...
Índice
- Portada
- Créditos
- Índice
- I. De la prehistoria a la Antigüedad
- II. La Hispania romana
- III. La Edad Media I: la invasión musulmana
- IV. La Edad Media II: los reinos cristianos
- V. La Edad Moderna: hegemonía y decadencia
- VI. La Edad Moderna: el reformismo borbónico
- VII. El siglo xix: la era del liberalismo
- VIII. La Segunda República
- IX. La Guerra Civil y el franquismo
- X. La Transición y la España actual
- Bibliografía
- Contraportada