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Breve historia de las batallas navales de los acorazados
Descripción del libro
La apasionante historia de los reyes de los mares, protagonistas de épicas hazañas legendarias en todos los océanos y mares del globo, desde 1850 hasta la Segunda Guerra Mundial. Conozca las trascendentales batallas de los más modernos buques artilleros, policalibres, Dreadnought y superacorazados, que fueron durante un siglo el instrumento clave de dominio naval y hegemonía político-militar. Desde siempre, la pretensión del guerrero ha sido ir al combate protegido por una armadura o coraza; este antiguo anhelo no se pudo aplicar a la embarcación hasta el siglo XIX, cuando la Revolución Industrial permitió revestir veleros de casco de madera con planchas metálicas. El acorazado, sin embargo, no conocerá su definitiva conformación hasta que incorpore revolucionarias máquinas de vapor y artillería de última generación. Todos estos conceptos, materializados en el italiano Duilio de 1876 y llevados a la máxima expresión con el británico Dreadnought de 1906 marcarán la historia del buque blindado en batallas universales como Tsushima (1905), Jutlandia (1916) o Golfo de Leyte (1944). Los acorazados dejaron escrito casi un siglo como "reyes de los mares", terminando su ejecutoria con nombres célebres de la SGM como Hood, Bismarck, Yamato o Jean Bart, protagonistas de épicas hazañas legendarias.
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Información
Categoría
HistoriaCategoría
Teoría y crítica históricas1
Comienzo confuso y accidentado. Batallas de Hampton Roads y Lissa
EL BRICOLAJE ENTRA EN GUERRA
El buque acorazado fue un invento francés decimonónico; pero no se trató de una idea feliz, sino síntesis de inventos previos en los que se intentó conjuntar coraza, artillería y máquina de vapor en las naves militares. Algunos de estos inventos fueron auténticos engendros, otros simples puestas en práctica de ideas y artilugios más o menos afortunados. El bricolaje bullía en las mentes de los que, a mediados del siglo XIX, aún no sabían que iban a inventar el acorazado. La chispa básica se había encendido en la más remota antigüedad, cuando los griegos decidieron forrar con una armadura o thorax a los guerreros hoplitas, protegiéndolos así de espadas y lanzas enemigas. La armadura propiamente dicha pasó al Imperio romano, y de esta al Medievo, cuando algunas derrotas francesas a cargo de los yeomen o arqueros ingleses de los reyes de la dinastía Plantagenet la dejaron gravemente cuestionada. Mientras tanto, en la mar, las marinas de guerra basaban su estrategia primero en trirremes griegos y romanos, luego en los dromones bizantinos para llegar a la galera mediterránea y la nao medieval que produjo el galeón isabelino y, finalmente, el navío de línea o velero de combate. Pequeños buques, en alguna ocasión, se habilitaron como bombardas o baterías flotantes para batir fortalezas; simples auxiliares de eficacia relativa y que junto a aislados éxitos cosecharon señalados desastres.
El más célebre tuvo lugar en 1782, la batalla de los Empalletados o de las baterías flotantes, durante la Guerra de las Trece Colonias, cuando la monarquía de Carlos III de Borbón, rey de España, encargó la toma de la ominosa roca de Gibraltar a Louis Berton des Balbs de Quiers, duque de Crillón-Mahón. El duque presentó un plan de asalto anfibio solvente, lo mismo que un militar español, Silvestre Abarca, experto poliorceta; pero el caprichoso rey se decantó por la propuesta de Jean Le Michaud d´Arcon, ingeniero militar que vendió su idea con éxito. Otra cosa sería, desgraciadamente, su validez. A instancias de monsieur d´Arcon se construyeron en Cádiz y Algeciras diez ingenios, las baterías flotantes, indignos de llamarse buque, aunque lo eran. Sobre un casco de madera, d´Arcon montó una caseta de tablones cuya limatesa convergía paralela a la quilla, a mayor altura. Dentro se ubicaron una o dos cubiertas de batería con cañones de avancarga de veinticuatro libras, según la barcaza fuera grande o pequeña (cinco de cada), que disparaban solo por una de las bandas.
El engendro resultante, asimétrico, se acorazó con un empalletado doble de madera (de donde vino el nombre de empalletados), separado para que circulara agua entre él y el tejadillo y evitar los incendios. Quedaron arboladas cada una con cuatro mástiles y velas, como un navío; la idea era que fueran navegando a desafiar las baterías británicas del Peñón, y abrir una brecha para penetrar con fuerzas terrestres. Las baterías grandes se llamaron Pastora, Paula Primera, Tallapiedra, San Cristóbal y Rosario, las dos últimas mandadas por los que luego fueran grandes marinos, Federico Gravina y Francisco Muñoz; y las pequeñas Príncipe Carlos, Los Dolores, San Juan, Santa Ana y Paula Segunda.
Cuando llegaron a la bahía, terminadas, el duque de Crillon debió contemplarlas con fría y escéptica mirada; pero no deseaba importunar al rey y se abstuvo de formular críticas. Los militares españoles manifestaron abiertamente su desaprobación. Expuestas a la fortaleza enemiga, aquellas bañeras estrafalarias serían pronto desarboladas, quedando inmóviles y a merced. A pesar del rudimentario sistema de ventilación, el rebufo de los cañones llenaría las baterías de humo, sofocando a los artilleros. Por último, en sus propias palabras: «Otro obstáculo imprevisto es los efectos del fuego en la circunferencia de las troneras por donde pueden incendiarse con su mismo fuego, y ha convenido en que se forren con planchas de hierro y aún estas no podrán resistir su clavazón sin desprenderse a la convulsión del fuego». Un mando serio, viendo el desaguisado, habría ordenado desarmar las baterías y destinar sus cañones de veinticuatro libras a otros fines, junto con las dotaciones. Pero, en aquella época, los designios del rey eran ley, y el ataque se llevaría finalmente a cabo el 13 de septiembre de 1782.
A duras penas lograron llegar las baterías, al mando de Ventura Moreno, ante las defensas gibraltareñas, emplazándose a unos ochocientos metros de la costa entre el Muelle Viejo y el bastión del rey. La idea era fondear de flanco a esta última para batirla desde cuatrocientos metros; pero, con viento de poniente, fueron incapaces de alcanzar la posición correcta. Dio comienzo el cañoneo y durante dos horas se jugó un extraño partido de frontón, en el que las balas británicas rebotaban contra los empalletados y las españolas hacían lo mismo contra las murallas. Por fin, el comandante británico decidió disparar con bala roja (es decir, calentada y puesta al rojo en un horno) contra las baterías. Al principio, la coraza de madera y el sistema de refrigeración pareció surtir efecto; pero luego las balas rojas clavadas dentro de la coraza comenzaron a incendiarla por dentro y tres de las baterías, Pastora, Tallapiedra y San Cristóbal, se encontraron en llamas. Sus cañones no hacían mella en la fortaleza gibraltareña, las municiones se agotaban y, tal como se predijo, estaban casi todas desarboladas e inmovilizadas. Enviar navíos sin acorazar para rescatarlas a remolque era correr riesgos inmensos, ahora que los británicos habían afinado la puntería. Dando por finalizado el oneroso ensayo, llegada la noche el duque de Crillon ordenó abandonar las baterías y salvar los náufragos que se pudiera. Fueron estallando, una por una, durante la madrugada, según el fuego alcanzaba las santabárbaras. Así terminó, en el más completo desastre, la deslumbrante idea de monsieur d´Arcon, los empalletados o baterías acorazadas empleadas en el decimocuarto asedio de Gibraltar, peñón que permanece contra viento y marea (aprovechando la división interna de los propios españoles) en manos británicas hasta nuestros días.

Incalificable aspecto de una batería acorazada (la Cairo) movida por máquina de vapor, como las primeras Dévastation de la Guerra de Crimea.
Desconocemos si sesenta y cuatro años después, cuando la Francia de Napoleón III ordenó la construcción de otras cinco baterías acorazadas para la guerra de Crimea (Dévastation, Lave, Tonnante, Foudroyante y Congrève), se tuvo en cuenta la nefasta experiencia de monsieur d´Arcon. Pero lo cierto es que mejoraron considerablemente aquellas. De aspecto eran incluso más feas, cajas metálicas de casco de madera y cuadrada caseta, donde se alojaba una batería de dieciséis cañones de cincuenta libras (ocho por cada banda). La gran diferencia, aparte de la coraza metálica de once centímetros. de la caseta, era una primitiva máquina de vapor con hélice para navegar a no más de cuatro nudos. Entre ellas y las baterías de monsieur d´Arcon debemos mencionar otra batería intermedia, la Demologos de Robert Fulton, promotor de la navegación a vapor capaz de poner en servicio el primer buque de motor en una línea comercial (Nueva York-Albany), el Clermont, en 1807. Para la Armada de los Estados Unidos construyó en 1814 un catamarán de unos cincuenta metros de eslora, armado con veinte cañones de treinta y dos libras, que se demostró eficiente y maniobrable en entornos fluviales, propulsado por una rueda de paletas entre ambos cascos. En 1854, sin embargo, ya había hecho su aparición un nuevo invento, la hélice. Las marinas militares la recibieron con los brazos abiertos, pues las ruedas de paletas, con tambores vulnerables, no se consideraban factibles para una nave militar. Exigían la colocación de las máquinas transversalmente, ocupando gran parte de los costados de la embarcación, que se quedaba sin sitio para los cañones.
En 1836 un terrateniente inglés, Francis Pettit Smith, logró terminar una hélice y aplicarla en un pequeño buque, siendo requerido por el Almirantazgo británico para adaptarla a una unidad de doscientas toneladas, el Arquímedes, con motor de ochenta caballos. El experimento funcionó y el Arquímedes cruzó el canal de La Mancha y el mar del Norte a una velocidad de nueve nudos. Aún hubo, no obstante, que superar una prueba definitiva en 1845: las corbetas Rattler y Alecto, idénticas y equipadas con motores de potencia similar —pero la primera con hélice y la segunda con rueda de paletas— se amarraron popa con popa, dando avante en direcciones opuestas. La Rattler de hélice terminó remolcando la Alecto a casi cuatro nudos. La hélice quedaba así lista para embarcar en las armadas e introducida en la norteamericana por el ingeniero sueco Ericsson. Los franceses no dudaron en aplicarla a grandes navíos de línea de la década de 1850, incluyendo las baterías acorazadas. No obstante, cuando las cinco Devastation tuvieron que ser llevadas al escenario de guerra, el mar Negro, lo hicieron a remolque de fragatas de vapor movidas con ruedas de paletas para atravesar los Dardanelos y el Bósforo. El 17 de octubre de 1855 se encontraron al fin frente a su objetivo, el fuerte ruso de Kinburn, que redujeron a escombros en cuatro horas. Los franceses habían dado la vuelta al fracaso de Gibraltar y convertido las baterías en rotundo éxito. Recibieron cañonazos rusos que se estrellaron inútilmente contra la coraza, sufriendo apenas unos heridos. El camino quedaba abierto para este tipo de embarcación protegida y con grandes cañones a bordo.
En marzo de 1862, las ideas avanzadas de blindaje se pusieron de nuevo a prueba en la Guerra de Secesión norteamericana durante el célebre combate de Hampton Roads. Los nordistas habían bloqueado este fondeadero en la desembocadura del río James con cinco fragatas clásicas de madera —San Lorenzo, Roanoke, Congress, Cumberland y Minnesota— esperando rendir por hambre la capital sudista, Richmond, hacia la que avanzaba el ejército del general McLelland. Pero los confederados capturaron una sexta fragata quemada por los yanquis en los astilleros de Norfolk, la Merrimac, a la que, cortando el casco a la altura de la flotación, los hábiles señores Brooke y Porter dotaron de un motor de vapor, superponiendo un infame casetón de raíles de ferrocarril de 10 centímetros de espesor (la única fundición que se hacía en el sur) en cuyo interior se montaron doce cañones de variado calibre capturados en la toma de Norfolk. El apaño resultante, de 84 metros de eslora y 4500 toneladas, era prodigio de ingenio casero, nada vistoso; de hecho, parecía remoto descendiente de las baterías de monsieur d´Arcon.
Informados de lo que se cocía en las salas de bricolaje enemigas, los yanquis encargaron a Ericsson el antídoto contra el «monstruo» sudista, al que llamaron Monitor, materializado en menos de cien días en Brooklyn, Nueva York. Se le embutieron nada menos que cuarenta inventos. Si las baterías podían resultar chocantes, el aspecto del Monitor era francamente abominable para el honesto ojo marinero: una especie de plancheta enrejada flotante de cincuenta y dos metros, sobre un casco que movía la hélice de una máquina de vapor. Apenas sobresalía del agua y montaba sobre el enrejado una torre de cañones girat...
Índice
- Portada
- Créditos
- Índice
- Prólogo
- Inventario batallas navales de acorazados
- 1. Comienzo confuso y accidentado. Batallas de Hampton Roads y Lissa
- 2. Aventura en el Pacífico. Batallas de El Callao, Iquique y Angamos
- 3. Larga ruta al matadero. Batallas del Yalú, Mar Amarillo y Tsushima
- 4. Cuarta generación. Advenimiento del acorazado dreadnouhgt (1906)
- 5. Sacrificio útil. La batalla del Banco de Dogger (1915)
- 6. Choque total. La batalla de Jutlandia (1916)
- 7. Superacorazados en combate. Estrecho de Dinamarca y Fuerza Z (1941)
- 8. La aventura del Jean Bart. Huida y batalla de Casablanca (1942)
- 9. Epopeya nórdica. Scharnhorst y Tirpitz en el frío norte
- 10. Desafío a los cielos. La batalla del mar de Sibuyán (1944)
- 11. Carga suicida. La batalla del Estrecho de Surigao (1944)
- 12. Los últimos acorazados. ¿Vulnerables e indefensos?
- Bibliografía y fuentes
- Contraportada